A menos de dos horas desde Esparta siguiendo la autopista de Aeropolis-Gerolimena y casi en línea recta, se llega al punto más meridional del Deep Mani o Mani profundo, una tierra de recelosos clanes y perversos piratas que se extiende, pedregosa y yerma, hasta el cabo Matapán, el remoto Ténaro, la vieja entrada al Infierno precedida de misteriosos pueblos fortaleza, y con la cercana isla de Citera flotando en su horizonte, evocada por los poetas del Dieciocho como un lugar de alegre vida amorosa, quién sabe si para compensar la soledad de tierra firme.
El cabo se ubica muy cerca de Porto Kagio, un lugar agradable, con sus pintorescas tabernas con terrazas construidas sobre pilares de madera sumergidos, como en un atracadero. Paro el coche y aunque todavía es hora de café, pido un ouzo solo por el breve placer de contemplar aquel cielo sentada sobre el mar, como hacían los Durrell en Corfú. Parece mentira, pienso, que este lugar apacible fuese en otro tiempo el enclave elegido por los otomanos para construir el imponente castillo que protegía el puerto en el que se refugiaban las galeras que patrullaban el estratégico canal de Kythera. De nada les sirvió, pues los venecianos los atacaron a finales del siglo XVI, obligándoles a rendirse y desaparecer de aquí durante casi cien años. Y por si esa lucha de titanes del Mediterráneo fuera poco, durante la Segunda Guerra Mundial Porto Kagio volvió a ser un punto rojo en el mapa del mundo, designado como lugar donde muchos de los acorralados soldados británicos pudieron finalmente salvar sus vidas escapando a Egipto.
Termino el ouzo y me dirijo al sur. En lo alto queda el templo de Poseidón y Apolo, en ruinas, y siguiendo el sendero que desciende por la izquierda, llego a la entrada de la cueva de la que nos hablaron, entre otros, Apuleyo en su Asno de Oro:
“(…) en unos parajes solitarios se oculta la caverna del Ténaro. Búscala. Es un respiradero de la morada de Plutón, y sus puertas entreabiertas dejan ver una senda intransitable”.
En la pared de la Puerta del Hades se puede apreciar un surco labrado en la roca, por donde supuestamente desfilan las almas en pena hacia las húmedas profundidades marinas, a las que no puedo acceder, así que regreso al camino en busca de las ruinas del antiguo Tainarón, vieja y próspera ciudad romana de la que apenas se ve el perímetro de un edificio y su bellísimo mosaico circular con dibujos de estilizadas olas en el suelo pedregoso. Junto a éste, en mitad de un paisaje quemado por el sol, se alza solitario una especie de iglú de sillares. Es el oráculo de Hypnos, el lugar de encuentro entre los vivos y los muertos. Me toco el bolsillo del pantalón y sonrío. Ahí están todavía. Han hecho un largo camino. Entro en el pequeño receptáculo en el que apenas cabe una persona y compruebo que la gente aún deja monedas como pago a Caronte. Por si acaso asoma por allí alguna de las tres cabezas de Cerbero, o al iracundo Hades le da por sacudir la tierra con un terremoto, nadie osa tocarlas. Deposito sobre la pequeña columna de mármol las mías (dos dracmas de plata con el busto de Alejandro grabado en el envés, que compré en un mercadillo en Atenas) y me alejo de allí con precaución. A los dioses nunca les gustó que los vivos pasaran demasiado tiempo en el mundo de los muertos. Éstos siempre terminan desvelando secretos inconfesables.
De regreso, el calor que se filtra espeso y húmedo a través de los nubarrones es tan intenso y el mar tan cristalino que me detengo en la mítica Marmari donde hay un pequeño hotel que se asoma a uno de los breves acantilados en equilibrio sobre una pequeña playa de arena gris. Con la elegancia de un balneario abandonado, el lugar ofrece tentadoras habitaciones frente al golfo, excesivas para la soledad de esta viajera de paso. También ofrece un restaurante con una terraza que cuelga sobre el horizonte y una carta deliciosa que sí logra retenerme un rato. Después de varios mezedes o aperitivos que incluyen un delicioso tzatziki de yogur y ajo y unas gruesas anchoas marinadas, además de la media botella de un vino de la región elaborado con las cárdenas uvas Mavroudi, bajo a la playa, a pasear. No puedo quedarme dormida porque tengo que continuar el viaje, así que camino por la orilla dejando que el agua helada me acaricie los pies. Por este mismo lugar cruzó el viejo caique del pescador Panagiotis, rumbo al este con Paddy a bordo. Iba en busca, como yo misma, de la entrada al Hades, aunque él lo hizo desde el mar, accediendo a la caverna que “bostezaba sobre el agua”, a nado.
Al frío de la primera zambullida le siguió la sorpresa de los nidos de golondrinas y un poco más adentro un par de murciélagos que revolotearon, chillando, cuando sintieron la presencia de aquel extraño. En la parte más oscura, la cueva descendía y se ampliaba a la derecha. Buceando, pudo percibir que la totalidad del suelo de la gruta se encontraba bajo el mar y que allí la poca luz filtrada desde la superficie provocaba una fosforescencia añil en las burbujas alrededor de su cuerpo, como si éste estuviese atrapado “en el corazón de un colosal zafiro”.
Fascinado y exhausto, Paddy emergió por fin con la certeza de haber estado en el zaguán del Hades:
“Allí abajo se encuentra el camino hacia el río de los espectros y el horrible perro de tres cabezas, los oscuros campos y las amplias y tristes Salas de Perséfone, el mundo gris en el que el fantasma de la madre de Odiseo se desvanecía una y otra vez de los brazos de su hijo, como la sombra de un sueño”.
Abandono Marmari y me adentro conduciendo despacio, bajo un cielo que comienza a aclararse, en lo que parece una ciudad abandonada, Vathia, instalada en lo alto de un farallón de roca sobre la playa de Almiros, que ruge atrapada entre una cueva y unos restos arqueológicos. Vathia es una auténtica ciudad fantasma que poco a poco va volviendo a la vida gracias a que algunos atenienses acaudalados están recuperando sus antiguas casas fortificadas. Una idea, por cierto, que ya se cruzó por la cabeza de Paddy cuando, con casi 50 años, decide que es en Grecia donde quiere envejecer, escribir y morir.
Aquel verano del 62, Joan tiene que quedarse en Inglaterra y Paddy reemprende junto a un amigo la búsqueda de una casa en esta parte de Mani. Visitan de nuevo Vathia buscando una torre que poder convertir en hogar, pero la realidad les resulta demasiado desoladora: nada que ver con los recuerdos casi mágicos, volcados en la descripción de aquella ciudad “de rascacielos de piedra”, en su libro Mani:
“En el lado opuesto de un caluroso valle se alzaba un largo paso de montaña en cuyos extremos se hallaban sendas aldeas, ambas construidas por un conjunto de altas y sólidas torres. Muchas de ellas, ascendiendo hacia el cielo, conformaban una rústica metrópoli (…), una visión tan apabullante como el distante perfil de Manhattan (…). Nada se movía y, a la trémula y llameante luz, estas construcciones adquirían la misma alucinada improbabilidad de los espejismos. (..) La aldea estaba vacía o inmovilizada por la catalepsia, paralizada por un sueño cuyo hechizo parecía imposible de romper (…). No parecía un lugar de Grecia sino más bien un pueblo extinto de Argelia o de Mauritania”.
Y ciertamente aquel Deep Mani, que abarcaba las bahías de las hermosas Limeli e Itilo, era conocido como “la gran Argelia”, notable refugio de piratas esclavistas del siglo XIX que Julio Verne retrató en su novela El archipiélago en llamas.
Eso explica, tal vez, la presencia en toda la región de ese sinfín de torres rectangulares construidas para la defensa contra incursiones piratas y agresivos vecinos, ya que, durante siglos, Mani fue cualquier cosa menos un remanso de paz. Paddy y su amigo Ian Wigham, a quien éste describía como “una de las personas más divertidas que he conocido”, siguiendo precisamente la ruta de esas torres llegaron a una zona singular donde, de inmediato, se produjo el flechazo. Fermor, enamorado a primera vista de aquel rincón del Peloponeso, ya no quiso buscar más.
El nombre de aquel lugar era, claro está, Kardamyli, una de las míticas siete ciudades que Agamenón regaló a Aquiles. Festoneado de tabernas sombreadas por parras, el pueblo muestra aún las tumbas de Cástor y Pólux, los Dioscuros hermanos de la bella Helena, cuyas ánimas caminan hoy entre cipreses acompañando la de otro gran viajero y escritor, íntimo amigo, casi hijo adoptivo de Fermor, Bruce Chatwin, quien al saber cercana su muerte le pidió que esparciera las cenizas en una capilla de la aldea de Exochori, con vistas a la playa, no lejos de allí.
En Kardamyli Fermor y Wigham, en busca de la casa soñada, visitaron una hermosa torre de piedra, pero por desgracia carecía de privacidad, por lo que su compra resultó imposible. Además, las dos mujeres propietarias de la tierra digamos que no le parecieron a Paddy, precisamente, unas adecuadas futuras vecinas, discretas y silenciosas:
“Hablaron, sin hacer una sola coma, durante una hora y veinte minutos. Sus voces eran estridentes y terroríficas y el discurso que nos soltaron abarcaba desde la bomba atómica hasta la maldad de los turcos (…), el monstruo de Babilonia que lleva la meretriz pegada detrás, y otro buen montón de abominaciones, fuego y olor a azufre. Al final me sentía morir, fue un descanso poder salir de allí.”
Ambos huyeron, decepcionados, conduciendo a toda velocidad por los caminos desiertos en dirección a Stoupa, pero cuando apenas habían recorrido unos tres kilómetros hacia el sur, divisaron una pequeña punta de tierra entre dos valles que finalizaba en unas calas en forma de media luna donde decidieron bañarse. A las pocas horas, Paddy escribía, entusiasmado, a Joan diciendo que por fin había encontrado el trozo de tierra que quería comprar:
“Descendimos por un camino de cabras que nos llevó hasta el mar (…). Era un mundo de una extraordinaria y mágica belleza. El lugar se llama Kalamitsi, que significa “donde hay juncos”.
Ni Joan ni Paddy lo llamarían jamás así. No les agradaba el efecto “azucarado” de la terminación -mitsi en inglés, por eso su casa siempre fue, oficialmente, “un lugar de piedra y mar en Kardamyli”.
Al día siguiente Fermor iniciaría la búsqueda de los dueños de aquel pedazo de paraíso donde poder construir la casa soñada. Un trabajo, por cierto, que no resultó tan fácil como esperaba, pero eso lo contaremos en el siguiente capítulo.
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Capítulo I: Atenas. Una habitación con vistas
Capítulo II: Tabernas, amigos y una princesa
Capítulo III: Atenas era una fiesta
Capítulo IV: El canal de Corinto y la muerte de Lord Byron
Capítulo V: Historia de unas pantuflas por el camino de Teseo
Capítulo VI: ¡Galatas, Lemonodassos!
Capítulo VII: El equipaje del viajero y la isla de Hydra
Capítulo VIII: Hydra de ida y vuelta
Capítulo IX: Epidauro (Primera Parte): Salvando a un príncipe
Capítulo X: Epidauro (Segunda Parte): Un drama en varios actos
Capítulo XI: Micenas, Michalis y Agamenón
Capítulo XII: Una peluquería en Esparta
Próximo capítulo: Una casa entre los juncos
Kalimera, Mu Iota;)