«Diles en Inglaterra lo que digo. De la hombría, el hombre, en libertad libre; una mente sin igual. No veo ningún defecto en él»
(De un jefe beduino a T.E Lawrence)
La librería de Kardamyli es pequeña y está en una de las calles principales del pueblo. En realidad, los libros (en griego y en inglés, principalmente) conviven allí con los periódicos que llegan diariamente desde Atenas, así como con otros productos de papelería. El dueño, un señor sonriente, con gafas, era un muchacho cuando Paddy bajaba cada mañana a comprar la prensa y preguntar por sus libros. En el interior, clavado con chinchetas en un panel de corcho, cuelga un pequeño álbum de imágenes cuyo protagonista sin discusión es Paddy. Algunas de las numerosas fotos están plastificadas y muestran al otro lado de la bruma del plástico distintos momentos de la vida del viajero: junto al librero, mirando a la cámara con cierta resignación; en mitad de un grupo familiar con muchos niños (probablemente allegados del librero); sonriendo mientras firma, en esta librería, un ejemplar; de joven, con uniforme de soldado; nonagenario, leyendo en el salón de su casa de Kalamitsi.
El panel está al otro lado de la caja registradora, colgado a bastante altura y yo, concentrada en identificar las desvaídas fotografías, he olvidado que el amable librero espera paciente a que le pague la valiosa mercancía. Me llevo la trilogía viajera de Paddy en bolsillo, en la edición inglesa con las características portadas de Craxton. También he comprado Drink Time, de Dolores Payás, en su edición griega. Puro fetichismo.
“Muchos turistas vienen todavía al pueblo por kirios Mihalis”, me dice en inglés. “Me no speak english good”, se disculpa.
Le sonrío. “Es uno de mis escritores favoritos. Yo también he venido desde lejos siguiendo sus libros y su vida”.
El librero asiente, comprensivo, se da la vuelta y descuelga el panel de corcho. Era temprano, estábamos solos, y la charla, a pesar de las dificultades del inglés, se prolongó durante casi una hora. Me hablaba con admiración y alegría de o kirios Mihalis; de los “escritores extranjeros” que compartieron amistad (y a veces odio) con Paddy, de su buen humor, su fortaleza hasta casi el final de sus días, de su enfermedad (el primer cáncer, del que se curó, y el segundo, que lo mataría), de lo mucho que le costó dejar de fumar a “ese hombre del eterno cigarrillo entre los dedos”; de la coquetería de un Paddy ya maduro cuando se lamentaba por haber ganado algo de peso desde que renunciara al tabaco; de sus risotadas, de su sordera y su parche en el ojo, de su perfecto acento griego, de su amor por esta tierra, de su debilidad por las mujeres guapas”.
«A nuestra manera», concluía, triste, «éramos buenos amigos».
Guardé los libros en la mochila, me dirigí a la puerta y la abrí. El silencio melancólico se rompió con el tintineo de una campanilla colocada en el techo, sobre el marco de la entrada.
“You love Mihalis”, dijo de pronto el librero.
Me volví, en un primer momento sorprendida por el comentario, pero enseguida lo entendí. «Sí, es verdad», le dije sonriendo. «En cierta manera yo amo a Mihalis”. “La admiración es precisamente eso, supongo”, dije en voz casi inaudible, como para mí, mirando la campanilla, que tintineaba ahora muy lentamente.
“No, no, no, kirya”. El librero insistía, enfadado con su incapacidad de expresarse correctamente en inglés. “The love is for you”, decía mientras gesticulaba, llevando el dedo índice desde la foto de Paddy, en línea recta, hasta mí. “Mihalis like you very much”, dijo alzando la voz. La campanilla de la puerta había enmudecido de repente, como un corazón que deja de latir.
Sentada en una de las mesas de Lela’s Taverna sobre el mar, bebiendo un retsina helado en una jarrita de latón azul, recordaba la singular conversación en la librería:
“Tú le gustas mucho a Mihalis”. Aquel verbo en tiempo presente, dicho evidentemente por error, me producía una extraña sensación de triunfo, como si este largo camino buscando a Paddy hubiese llegado a su fin y de un momento a otro apareciese, cansado de caminar por Europa, con su mochila en un hombro, las botas sucias, y aquella sonrisa como de chiquillo alegre, fiel a la cita, sentándose a cenar junto a mí frente al atardecer de Kardamyli.
El amable librero me había hablado de la última biblioteca de Paddy que tuvo la oportunidad de contemplar con placer y minuciosa profesionalidad una tarde en la que subió a la casa para saludar y llevarle unos paquetes de libros al escritor: Freya Stark, Gerald Brenan, Norman Douglas y Henry James se alineaban con familiaridad junto a los viajes de Doughty por Arabia. Las historias de Runciman y La Segunda Guerra Mundial de Churchill muy sobadas, a la derecha de la máquina de escribir automática, al lado de las obras completas de Evelyn Waugh y Aldous Huxley. Sobre ellos, una bella edición de Mi familia y otros animales, del pequeño de los Durrell, y muy cerca, respetando el parentesco, algunos títulos del escritor al que Paddy se refería siempre cariñosamente como » mi viejo amigo Larry»: las ediciones de Faber de Mountolive y Balthazar, un tomo de las Reflexiones sobre una Venus marina, y después, las chicas del Cuarteto: Clea y Justine.
Paddy siempre habló de los autores, vivos o muertos, como si fuesen viejos amigos, y muchos lo fueron, aunque es cierto que a veces el carácter extrovertido, seductor, bebedor, pendenciero y en ocasiones excesivo del viajero le llevase a sufrir algún que otro encontronazo. Fue el caso ocurrido con el entonces famoso autor Somerset Maugham, una anécdota a la que Paddy nunca dio demasiada importancia, pues según él había sido exagerada en una versión posterior por su amiga Ann Fleming simplemente para divertir a Ian, su marido, quien, por cierto, para devolver el favor de amistad a Paddy, colocó en la biblioteca de James Bond El árbol del viajero, en la aventura Vive y deja morir, del agente con licencia para matar.
Sea como fuere, el famoso Somerset Maugham había pedido a Ann que trajera a Paddy a cenar a Niza, y luego (siempre generoso con los autores jóvenes y guapos) lo había invitado a quedarse unos días y escribir en la villa. Pero Paddy, un tanto incómodo con la actitud snob y los modales gélidos de Maugham, bebió demasiado y, tentado a hablar sobre lo que tenía estrictamente prohibido mencionar, es decir, el defecto de tartamudeo de Maugham, se lanzó directo al conflicto, haciendo un par de bromas pesadas sobre el tema. Profundamente ofendido, Maugham se levantó de la mesa y se despidió, dejando allí a sus abochornados invitados diciendo, solemne, a Paddy: “Aaa-adiós. Ttttt-te habrás ido aaaa-antes de que me levante por la mañana».
El desdichado Paddy, como cabía esperar, se las arregló para empeorar las cosas. En lugar de esperar a que el ayuda de cámara hiciera las maletas, tiró rápidamente de su equipaje, atrapando un extremo de la preciosa sábana con monograma adornada con encaje belga en la cremallera de su maleta. Corrió escaleras abajo con el resto de la sábana detrás, y delante de todos, frenéticamente, arrancó parte y escapó de la villa con jirones de tela colgando de la bolsa de viaje.
La fría venganza del elegante Somerset no se hizo esperar, definiendo públicamente a Paddy como un «gigoló de clase media para mujeres de clase alta».
Una situación igual de incómoda ocurrió durante el rodaje de Las raíces del cielo (1958), dirigida por John Huston con guion de Fermor, que asistió al desastroso rodaje en el África Ecuatorial Francesa. Paddy había idealizado aquel trabajo pensando que la escritura de guiones de Hollywood era una broma que le permitía pasar el rato y beber con personajes coloridos en un entorno exótico. Errol Flynn, Trevor Howard y Paddy habían bebido mucho y hubo un conflicto cuando el viajero trató de seducir (y sedujo) a la cantante francesa Juliette Gréco, protagonista de la película, que en ese momento era la amante oficial del productor Darryl Zanuck, “el dueño” económico de todo: del director, de los actores y, por supuesto, del mujeriego guionista. Por suerte aquello no fue a más y Paddy terminó olvidando a la Gréco en brazos de otra chica, Enrica “Ricky” Soma, la cuarta esposa de John Huston. Ambos mantuvieron una apasionada aventura que terminaría extinguiéndose, no sin antes crear unos lazos singulares. La bella Ricky Huston, cuando aún estaba casada con el director de cine, quedó embarazada de su hija Allegra, fruto de lu relación con John Julius Norwich, amigo íntimo de Paddy y padre de Artemis Cooper, su biógrafa. Allegra Huston escribiría su historia en unas emocionantes memorias años después.
La terraza se ha ido llenando de comensales, y la tarde, moribunda, ha dado paso a una luna brillante que envuelve en un velo lechoso la cercana isla de Meropi. Lela’s Taverna es una institución aquí; el restaurante está ubicado en una casa familiar de piedra cubierta de adelfas que se asoma al mar sobre una elevación de roca junto a la antigua fábrica de jabón y aceite de oliva de Kardamyli. Lela Giannakeas, su dueña, había sido durante varios años cocinera en la casa de los Fermor hasta que Paddy decide comprar para ella este lugar, que se inaugura el 13 de agosto de 1983. Un amigo de Paddy, tras un accidentado trayecto en el destartalado Peugeot oxidado del escritor, cuenta su experiencia allí:
“Después de unos tragos en su casa, Paddy nos invitó a todos a cenar en un restaurante sencillo, situado en un promontorio con vistas al mar resplandeciente que había comprado para Lela, su ex y ahora anciana cocinera. Me di cuenta de que el hijo de la cocinera, Giorgos, que nos saludó calurosamente en un inglés excelente y recomendó los mejores platos, era alto, rubio, de ojos azules y muy poco griego […]. Mi sentimiento instintivo de que Giorgos era el hijo de Paddy se confirmó cuando mi hija regresó a Atenas e impresionó a sus amigos griegos, que sabían la verdad, al mencionar que había cenado con un héroe nacional”.
La fiel Lela mantuvo la vieja amistad que la unía a Paddy hasta el final de la vida de ambos. Hoy, Giorgos Giannakeas dirige con éxito Lela’s Taverna, así como el apacible y acogedor Notos Hotel de Kardamyli.
Nada se sabe con certeza, y cuando el guapo Giorgos muera se llevará consigo su clandestina verdad. Pero por encima de las dudas y los azares hay una cosa cierta: el amor sigue siendo, a pesar de los complejos mecanismos de la civilización, el único medio capaz de prolongar en silencio la estirpe y garantizar, de alguna manera, que no todo se pierda del todo.
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Capítulo I: Atenas. Una habitación con vistas
Capítulo II: Tabernas, amigos y una princesa
Capítulo III: Atenas era una fiesta
Capítulo IV: El canal de Corinto y la muerte de Lord Byron
Capítulo V: Historia de unas pantuflas por el camino de Teseo
Capítulo VI: ¡Galatas, Lemonodassos!
Capítulo VII: El equipaje del viajero y la isla de Hydra
Capítulo VIII: Hydra de ida y vuelta
Capítulo IX: Epidauro (Primera Parte): Salvando a un príncipe
Capítulo X: Epidauro (Segunda Parte): Un drama en varios actos
Capítulo XI: Micenas, Michalis y Agamenón
Capítulo XII: Una peluquería en Esparta
Capítulo XIII: Hacia Mani: Infierno y Paraíso
Capítulo XIV: Una casa entre los juncos (Primera parte)
Looking for Paddy XV: Una casa entre los juncos (Segunda parte)
Próximo capítulo: Recordando a los hombres del cuarto de luna
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