José María Sanz/Loquillo/el Loco (Barcelona, 1960) lleva cuarenta años en la música reivindicando autenticidad, heterodoxia y buen gusto. Es un disidente al que le gusta portar la bandera de la independencia —la individual, quiere decirse, y no la nacionalista—. “Escribo a quemarropa / en legítima defensa, / no comparto opiniones, / dicto sentencias”, canta en “A tono bravo”. En sus conciertos, actúa como un Rey Sol del rock&roll. Escribe, interpreta, se nutre con los textos y las melodías de una tribu de escuderos ilustrísima y envidiable: Sabino Méndez, Gabriel Sopeña, Igor Paskual, Carlos Zanón, Luis Alberto de Cuenca, etcétera. Ha cantado a Octavio Paz, a Pedro Salinas o a Jaime Gil de Biedma. Ha coqueteado, intra y extramuros, con el séptimo arte. Y ha escrito tres novelas: El chico de la bomba, Barcelona ciudad y En las calles de Madrid (Ediciones B, 2018).
Esta última justifica la conversación que usted, lector zendiano, está a punto de leer. En la obra, Loquillo emplea la frase corta y el párrafo breve para contar la historia de “unos chavales que salieron de Barcelona”, una ciudad que empezaba a hundirse en 1981, “y se fueron a Madrid a buscarse la vida”. Plasma un ecosistema efímero y trepidante, donde no paran de ocurrir cosas, de ir y venir personajes. Había ganas de exprimir la vida y ansia por no caer en la nada absoluta. Simplificando, En las calles de Madrid es el testimonio auténtico, cuasi notarial, de un personaje que se encontraba en el ojo del huracán.
Empezamos:
P: Loco, dígame: «¿dónde está, adónde fue la España que perdimos?»
R: ¿Adónde fue? Bueno. Pertenezco a una generación a la que se le hicieron muchas promesas, y a la que hoy los hijos de dicha generación hacen preguntas, y en muchas ocasiones no hay respuestas. Muchas de aquellas preguntas que nosotros nos hacíamos siguen hoy en el aire, sin solución. Entonces, si no tengo yo respuestas, es difícil que yo pueda dar respuestas a los que vienen detrás. Así que seguimos con la misma pregunta.
P: «Todo aquello que no fuimos», canta en la misma canción.
R: Sí. Porque todo aquello que se nos prometió, una España diferente, una Europa distinta, todas esas esperanzas han caído en lo que estamos viendo ahora. La respuesta es: «¡Qué mal lo habéis hecho!». Esa es. Y eso es algo que no me gustaría tener que decirle a mi hijo, ¿sabes? «Qué mal lo hemos hecho». Entonces, yo creo que vamos con un retardo. Si no nos han dado respuestas a nosotros, ¿qué respuestas vamos a dar nosotros a quienes vienen detrás? Estamos en la misma pregunta.
P: Leyendo En las calles de Madrid, tengo la sensación de que va consiguiendo sus objetivos como saltando de liana en liana. El riesgo de caer es alto si no se agarra a la liana adecuada, o dependiendo del tiempo y/o del lugar.
R: En las calles de Madrid no es más que un fresco de un momento y, sobre todo, es la historia de un chaval de barrio que se tira a la piscina y va donde está la acción. Es un fresco de un momento determinado y yo creo que de unos personajes determinados. No diría que es una novela generacional; es una novela que define a algunos. ¿Por qué? Pues porque… éramos muy individualistas. Entonces, es muy difícil decir que éramos tantos. Éramos unos pocos. Y veníamos de Barcelona. Y los que veníamos de Barcelona sabíamos que era eso o nada. Y que había que buscarse la vida fuera como fuera y pegar los codazos que hiciera falta. A veces, cuando uno lee novelas o escritos de esa época, sale gente que no estaba. No sé. Hace poco se hizo un reportaje de fotografías de La Movida y yo no conozco a ninguno. ¿Sabes lo que quiero decir? (Risas) Galeristas, no sé qué, fashion victims… y no los vi nunca en el Rock-Ola. ¿Sabes lo que te quiero decir? La gente que iba al Rock-Ola salía a divertirse y a pasárselo bien. Y a vivir la vida. No sé… Eso fue quizá después, cuando hablo de la fiesta de la Luna de Madrid. Eso tenía muy poco que ver con lo que pasaba en ese reducto de locos que había en el Rock-Ola y en cuatro bares más. Nunca he creído en el término «movida». Eso se lo inventaron luego para definir… Yo creo que ese Madrid del que hablo en la novela es un Madrid que termina justo cuando Lorenzo, el director de Rock-Ola, deja Rock-Ola creo que en abril-mayo del 84. Ese es el fin. Después empieza el folclore. Es lo que era conocido y lo que la gente tiene en la retina, pero yo creo que… Vamos, hasta ahí. No más.
P: Un profesor de Historia me dijo una vez que el desarrollismo se produjo no gracias al franquismo, sino a pesar del franquismo. Tengo la sensación de que usted se ha convertido en el rockero que es no gracias a esa España de principios de los ochenta, sino a pesar de esa España de principios de los ochenta. Un rockero en el ejército es un gran oxímoron.
R: Bueno, la gente se piensa que la imagen que hay de los ochenta son las películas de Almodóvar. No. La de los ochenta era una España polvorienta, que vivía en la resaca del destape, de la Transición, de la crisis del 72 del petróleo, y la gente que llevaba los pelos de colores quedaba reducida a un sector del barrio de Prosperidad de Madrid. ¿Sabes? (Risas) Que no es nada de eso que se ha visto en las películas. Que Mujeres al borde de un ataque de nervios no es del 81 ni del 82, ¿entiendes? En todo caso, Laberinto de pasiones. Esa España supuestamente moderna que nos querían vender no era real. Era un país que estaba más cerca de parecerse a Rumanía que a otra cosa. Así de claro. De hecho, cualquier chaval que venía a Madrid a buscarse la vida venía a buscarse la vida literalmente. No venía ni a ser fashion victim ni a salir en las revistas: venía a buscarse la vida. Y eso era lo que hicimos nosotros. Buscarnos la vida. E hicimos lo que teníamos que hacer. El fenómeno se extendió por el resto del Estado y se convirtió en una marca de una España y de un Gobierno, pero iniciáticamente, las cosas eran de otra manera. Había una generación o un grupo de jóvenes que decidió romper con lo anterior, y lo anterior era la Transición. Del compromiso al hedonismo. El hedonismo era una forma de vida y una respuesta rebelde al compromiso. El compromiso a lo único que llevó fue a una cosa muy sencilla: a colocarse en consejos de ministros, en ayuntamientos, en autonomías. Entonces yo hablo por mí. A mí eso no me importaba un carajo. ¿Sabes lo que te quiero decir? Yo tenía algo más importante que hacer, y era vivir. Entonces, yo creo que lo que ocurrió ese momento en Madrid fue una respuesta a toda una especie de compromiso supuestamente político que nos llevó a un desencanto. Pero ¿qué tenía que hacer un joven en ese momento, a esa edad? Pues vivir.
P: Los tiempos estaban cambiando. Es hermosa la referencia a la victoria del PSOE en el 82: «Para todos los que perdieron la guerra, como mi padre, es su propia vida».
R: Sí, claro. Eso fue muy importante. Fue el momento en que España se sacó un lastre muy importante. Fue una esperanza. Y, quieras o no, esa esperanza la había desarrollado una generación anterior a la nuestra, y nosotros estábamos viviendo el hecho de que esa generación anterior a la nuestra había luchado por unas libertades que nosotros estábamos disfrutando. Lo que pasa es que nosotros no éramos conscientes. Cuando, hoy en día, hay distintos sectores que desprecian la Transición, pues bueno… la ignorancia es lo que tiene. Entonces, insisto: nosotros, en ese momento, no éramos conscientes, pero si no hubiera habido unas jornadas libertarias en el 78 en Barcelona, con un millón de jóvenes, de una generación anterior a la nuestra, que habían alzado la voz en defensa de las libertades individuales, posiblemente nosotros no hubiéramos sido así. Yo soy hijo de la Barcelona de los setenta. Yo viví la Barcelona de los setenta, la Barcelona libertaria, y viví después la Movida madrileña. No hubiera existido una cosa sin la otra. Almodóvar realizó sus primeros cortos en Barcelona. Ceesepe y Nazario, o Mariscal, iniciaron su carrera en Barcelona. Alberto García-Alix. Pepe Rubianes. Federico Jiménez Losantos. Eran intelectuales. Y dirigían desde revistas de arte a grupos de teatro independiente. Sin la Barcelona de mitad/finales de los setenta, no hubiera existido el Madrid del 84. Ni de coña. Los protagonistas, en muchas cosas, eran los mismos.
P: Me sorprende cuando escribe que, en la temporada 82-83, «las discográficas abandonan la ciudad —Barcelona— presas del pánico que significa el nuevo orden. La llegada de Jordi Pujol al poder de la Generalitat ha cambiado las reglas del juego y las compañías se trasladan a Madrid». Yo creía que el éxodo empresarial de Cataluña era cosa nueva.
R: No. Hay muchas cosas en la novela En las calles de Madrid que tienen mucho que ver con la actualidad. Empezando por la primera página, que es una cita de Félix de Azúa.
P: «Barcelona es el Titanic«.
R: Después, lo que cuento de que tenemos que largarnos de la zona porque las compañías desaparecen porque el bilingüismo se convierte en casi un… Cuando disparan a Federico Jiménez Losantos, por ejemplo. Es un ejemplo. Pero que ahí es donde, evidentemente, se muestran las cartas.
P: Quienes engrosan las «filas de la disidencia» se topan con un «juego peligroso del que desconocemos reglas y subterfugios». ¿Cómo era ese juego?
R: Nosotros éramos unos chavales. ¿Qué íbamos a saber nosotros de que todo esto era un diseño político a largo plazo? Entonces, éramos rockers, teddyboys, mods, punks… Estábamos en otra, esto era muy complicado. Esto lo ves luego, cuando cumples años. Pero es evidente que era un plan totalmente dirigido para terminar en lo que estamos viendo ahora mismo. Hay muchas cosas del libro que tienen un paralelismo muy claro con la actualidad. Es muy curioso. Y me lo están diciendo, pero yo digo: «Perdón. Yo lo único que estoy contando es la historia de unos chavales que salieron de Barcelona y se fueron a Madrid a buscarse la vida por unas razones equis, que eran la falta de trabajo, de oportunidades, de formas, y llegamos a un lugar en el que, de repente, todo estaba pasando, todo era posible, y donde cualquier actividad artística que tú quisieras hacer era escuchada». Uno va donde pasan las cosas. A esa edad, más.
P: Y continúa en la novela: «El gris barcelonés se torna color Kodak en la capital. Todo es tan distinto y tan vibrante…».
R: Nadie hacía preguntas en Madrid. Nadie preguntaba de dónde venías, qué hacías, a qué te dedicabas. En Madrid todo era posible. Era todo abierto. Tenías una buena idea y era escuchada. Y compartías ideas con gente que igual era muy distinta a ti, pero encontrabas punto de encuentro, y eso hacía que todo fuera mágico. E insisto, había algo muy importante: unas ganas enormes de quitarse la caspa de encima. Eso era muy importante. Y sí que es cierto que toda la generación anterior, creada en lo que después se llamó el felipismo, en ese momento de cambio de municipales, etcétera, estaba absolutamente absorbida por lo que estaba pasando en las calles de Madrid. Vieron un potencial enorme de talento y, sobre todo, de cambio generacional. E insisto: nadie se dio cuenta de ello. Estábamos demasiado preocupados en divertirnos y en vivir la vida que nuestros padres no podían vivir o no pudieron vivir.
P: En este ecosistema sobresalen Alaska, Eduardo Benavente y Gabinete Caligari.
R: Sí, sí. Para mí eran los nombres. Eran hedonistas, eran peligrosos y eran transgresores. Eso es perfecto.
P: «¡Somos Gabinete Caligari y somos fascistas!».
R: Eso fue… (Risas). Una máxima acojonante. Una provocación de tal calibre. Después de que los socialistas ganaran las elecciones… ¡fue punk en estado puro! Lo recordaré toda mi vida. Estaba detrás de una columna. Recuerdo que cuando salieron y dijeron eso, dije: «Madre de Dios (Risas). Les va a caer la del pulpo». Al mismo tiempo, pensé: «Yo quiero ser amigo de estos tíos». Hay que tener un par de cojones para hacer esto. Para mí, Madrid eran Olvido, Eduardo y Gabinete. El Madrid que supuestamente vendía la élite de Radio Futura, etcétera, me quedaba muy lejos. Para mí, eran los mayores. ¿Sabes lo que te quiero decir? Era la gente mayor. Los que habían sido hippies… Yo no había tenido tiempo de ser hippie; yo empiezo en el punk. En el 67, yo tenía 16 años. Estaba claro (Risas). Estaba con Olvido porque tenía un año y medio menos que yo, o dos; los Gabinete, porque eran provocadores y tocacojones, y Eduardo Benavente tenía un talento desbordante y porque además amaba el rock&roll primitivo. Eso creaba muchos puntos. Estábamos en la misma compañía, con el mismo manager… Era muy especial. No teníamos nada que ver con Nacha Pop, Los Secretos… Incluso eran otro planeta y otra vida. Ese núcleo de Tres Cipreses, estar ahí dentro era sentirte, ¿cómo te lo diría? (Piensa) No sé… Vanguardia, sobre todo, vanguardia. Teníamos un grupo de garaje, que en aquel momento… Después, en el 85-86, aquello se convirtió en tendencia, los grupos con camisas de amebas y todo aquello, pero venir a Madrid, reivindicar el garaje rock, el rockabilly primitivo, era una afrenta.
P: «Escribir en Madrid es llorar», dijo Larra. ¿Cantar en Madrid es…?
R: Vida. Es una sensación que sigo teniendo. Uff… Aquí hay una… (Piensa) Te diría que, después de cuarenta años de trayectoria, sigo teniendo la misma sensación: sé que algo puede ocurrir en cualquier momento en esta ciudad. Y algo me puede pasar en cualquier momento en esta ciudad. Y es algo que me sirve para crecer y para ser mejor. Las mejores cosas que me han pasado a nivel artístico o personal me han pasado aquí. He vivido tres o cuatro veces, a lo largo de mi vida, en Madrid. Y he estado en momentos en que se decía que Madrid se acababa, se terminaba… y se retroalimenta. Y vuelve p’arriba. Es acojonante, la verdad.
P: Quería marcar su territorio para no ser «un rostro más entre la multitud».
R: Sí. Eso es lo que aprendes cuando, en cierta manera… (Piensa) te das cuenta de que eres tú contra el mundo. El rock&roll es una música individual que se juega en equipo. Yo tenía muy claro que de entrada era diferente y no iba a dejar que nadie me quitase mi sitio. Eso, en aquel momento, era ley: Alaska era la única; Jaime Urrutia era el único; Eduardo Benavente era el único. Loquillo era único. Tino Casal, en otro campo, también era de una manera. Me gustaban ese tipo de personajes. No me gustaba la gente como los demás. Las bandas como Nacha Pop, Los Secretos y tal me parecían buenos chicos. Había que tener cojones para salir como Alaska salía de su casa, de casa de su madre, ¿sabes lo que quiero decir? O como salía Eduardo Benavente de su casa. Con 19 años. ¿Me entiendes? Esos símbolos de identidad, esa identidad personal, hacía que cada uno de ellos fuera un personaje. Y no había influencia de la MTV o de su puta madre. Esos personajes se cocían en casa. No había influencias externas que disparaban.
P: Antes ha dicho que no podría haber sido hippie por diferencia generacional, ahora reivindica a los personajes. Yo le vi a usted en un festival en Cádiz, hace un par de años. En la segunda jornada, disfruté con usted, con Elefantes, con Bunbury; en la primera, actuaron grupos indie. ¡Y no los distinguía! Aguanté a tres o a cuatro, durante horas, y tuve la sensación de que el concierto lo ofrecía un solo artista.
R: Sí, bueno… Normal. Una vez, hablando con Jota, de Los Planetas, me dijo que ellos surgieron a raíz de que pretendían salirse de la individualidad para mostrar su rechazo a los personajes. El no-personaje, ¿no? Yo entiendo eso, lo que pasa es que es muy aburrido. ¿Me entiendes? (Risas) Si yo no hubiera visto a Blondie en el año 78 vestida de leopardo, con tacones y medias, no sería así. Si hubiera visto a Blondie vestida como el resto de las mujeres del mundo, Blondie no me hubiera quedado en la cabeza. Pero cuando salió en el escenario era única. Y yo tengo la cosa muy clara: una estrella de Hollywood, una estrella del rock, debe ser único. Si no, no hay mítica. Y si no hay mítica, no hay nada. Para eso, pfff, no te metas (Risas).
P: Bueno, y sobre el tema generacional: yo estoy rozando los 29, y me siento mucho más cercano a usted, a Enrique Bunbury, a Calamaro, a Robe, etcétera, que a ese ejército uniforme. De verdad: no sabía cuándo empezaba el grupo A, el grupo B…
R: Bueno, yo entiendo eso cuando es una contra. El problema es que, hoy mismo, hay un artículo sobre Los Planetas en el cual se dice que van a repetir su primer disco en muchos festivales, una especie de comeback del disco de hace veinte años. Yo no me imagino tocando El ritmo del garaje en festivales porque ha cumplido 35 años la salida de ese disco. ¿Me entiendes? Tanto yo como Olvido creo que, cada año, hacemos trabajos diferentes, nos inventamos cosas distintas y, quizás, lo que ocurre es que lo que pasó hace veinte años se ha sobrevalorado. Creo que no hay artistas ni tan buenos ni tan malos. Hay buenas y malas canciones. Hay canciones que quedan en la memoria de la gente y canciones que no. Cada una de mis canciones forma parte del recorrido emocional de cuatro generaciones. Ese es mi bagaje.
P: ¿La envidia de sus detractores le sigue subiendo el ego?
R: Cada vez tengo menos. Me estoy preocupando (Risas). Tendré que hacer algo. Uno tiene que saber siempre las batallas en las que participa. (Piensa) Siempre digo que soy el producto de una generación, soy un producto de la Barcelona de los setenta, y de su traslado a lo que ocurrió en Madrid. Yo soy hijo de eso. Yo soy hijo de eso. Todo lo que ha venido luego, la forma del artista, la forma de la música, la forma de la persona, lo he desarrollado. Estoy en mi séptima vida. Tengo que resolver. Ahora es cuando tengo que poner todo lo que sé encima de la mesa, y sé mucho. Voy a ir poco a poco. Este año cumplo cuarenta años en el mundo desde que empecé en un cabaret en Las Ramblas. Tengo dos años por delante para poner todo encima de la mesa, ¿vale?, y hay que poner las cosas en su sitio. Por otro lado, uno tiene que ser muy consciente de que es la estrella del rock más importante del país. Tiene que ser consciente de eso y asumirlo. A mí no se me caen los anillos en el sentido de que yo sé cuáles son mis responsabilidades. Y tengo muy claro que no soy Rosendo, no soy Fito ni soy Manolo García. España es un país donde los personajes, llamémosle «normales», gustan mucho, y donde las estrellas son vistas con cierta retranca. Soy muy consciente de eso. No soy humilde, no soy sencillo, no soy como tú. Vamos: yo no pagaría por ver a un artista que es como yo en el escenario. Entonces, pensaría que soy imbécil: «Si es igual que yo, ¿por qué no cobro lo mismo que él?». ¿No? Entiendo el mundo en el que estoy, en qué país estoy. Pero (piensa) también creo en el derecho de no ser como los demás. Para ser como los demás, ya están los demás. ¿Entiendes? (Risas)
P: Finalmente, recordemos a León Felipe: «Ya no hay locos, amigos, ya no hay locos. (…) Todo el mundo está cuerdo, / terrible, / monstruosamente cuerdo». ¿Lo suscribe?
R: ¡Ah, claro! Sí, yo creo que aquel disco de Paco Ibáñez en el Olympia tiene mucho que ver con mi amor por la poesía y tiene mucho que ver con el hecho de que después trabajase con Gabriel Sopeña en los tres discos de poesía contemporánea, y que ahora estemos trabajando en el poemario de Julio Martínez Mesanza Europa. Es uno de los grandes retos de mi vida. Ese, y como ya he dicho en alguna ocasión, poder musicar a Manuel Machado en su momento, cuando toque. Me quedan algunos años. Tengo que ser más mayor para hacerlo. Pero todo ese trabajo que llevo haciendo con Gabriel desde el año 94 va a tener continuidad, sin duda. Es superimportante que lo hagamos.
P: El encuentro literario que hizo junto a Luis Alberto de Cuenca en la Biblioteca Nacional estuvo de lujo.
R: ¡Sí! Esas cosas habría que hacerlas más a menudo. Lo digo en serio. Creo que es bueno, además, ese tipo de cercanía con el público, de hablar de lo que te gusta, de llevar tus libros… Es más importante de lo que parece.
Fotos: Juan Pérez Fajardo
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