En la primavera de 1983, España empezaba a dejar de ser aquel país simbolizado por Goya en Duelo a garrotazos (1820-1823), la más célebre de sus Pinturas negras porque en ella, el genial aragonés que encontró en Madrid el mejor escenario para su obra, parece presagiar en esos dos malhechores matándose a palos, hundidos hasta las rodillas en un paraje desolado, la suerte de una nación condenada inexorablemente al fratricidio. Aún maltrecho por las guerras de sucesión monárquica que marcaron su siglo XIX, llegó la Guerra Civil y la posterior dictadura.
Pues parecía que no, que iba a ser “no” la respuesta a la pregunta formulada por Gil de Biedma —“el sabio” a todos los efectos— en sus versículos sobre si aquel destino, aquel mal gobierno y aquella pobreza, iban a ser la absolución final de nuestra historia.
En la primavera de 1983, la incipiente democracia española tenía su mejor ilustración en la cultura juvenil de la época. De hecho, eran los jóvenes de Madrid los protagonistas de las fotografías que ilustraban los primeros reportajes foráneos que inspiraba la incipiente democracia española. Exactamente igual que la reproducción de aquellos paisanos de los garrotazos pintados por Goya eran la ilustración que acompañaba los artículos sobre nuestro proverbial cainismo de la erudición foránea, en teoría más ponderados. Es decir, la ilustración eran los jóvenes que ejercían como tales. Porque, aunque iban a menos, todavía quedaban adultos prematuros, de 20 años, que querían ser tan discretos como sus padres. La discreción siempre era lo conveniente durante la dictadura.
La cultura juvenil de aquellos años tenía en el rock su manifestación primigenia. Desde mediados de los años 50, el Ritmo del Diablo había sido el alma de la sedición juvenil que estaba cambiando la sociedad occidental tanto como le hubiera gustado hacerlo a la izquierda política. Esa capacidad del rock para soliviantar a los jóvenes le hacía estar mal visto en todos los sitios. Pero en aquella España, donde lo que no estaba prohibido era obligatorio, más que en ningún otro lado.
“La invasión de la cochambre” llamó en el verano de 1975 La voz de Castilla —órgano del Movimiento en Burgos— a uno de los primeros festivales de rock que se organizaron en España, en la plaza de toros de aquella ciudad. El antifranquismo era igualmente crítico con el rock. Para los “progres”, que se les decía en las viñetas de Forges —uno de sus grandes apologetas—, el rock no era más que otra muestra del imperialismo estadounidense. En los países comunistas incluso estaba prohibido. Para los concienciados con la causa antifranquista, para los organizados políticamente, no había más que la canción de autor o la canción protesta. A destacar, la Cantata de Santa María de Iquique, una elegía a 3.600 obreros asesinados en 1907, en unas minas de sal chilenas, célebres desde entonces.
Malditos por el Régimen —el Búnker en la Transición— y por sus enemigos, punkis, rockers, heavys y mods, las tribus urbanas nacidas en torno al rock tras la catarsis punk (1977), en aquella primavera de 1983 ya se exhibían sin miedo alguno en las calles de Madrid, aunque ser joven seguía siendo un motivo de sospecha para la policía. Marcaban las diferencias, entre ellos y con el resto de los mortales, por sus atuendos. A excepción de los mods —cuyos orígenes se remontaban al Londres de 1964—, que no la vestían, a los demás les unía la chupa de cuero. Y todos, con independencia de su tribu, pertenecían a una generación grande y libre como ella sola, la siguiente a la del 68 —la progre— la de ese 77 de la catarsis punk, un momento estelar de la humanidad en sí misma, la más genuina ilustración de la incipiente democracia española. Aún se admiran las fotos que el gran Miguel Trillo les hacía en los conciertos.
Fascinados por la mitología y la iconografía concernientes a los gloriosos días del rock & roll seminal, en España se venían viendo rockers desde el estreno de American Graffiti (George Lucas, 1973) y sobre todo de Grease (Randal Kleiser, 1978), las primeras cintas nostálgicas de aquella gloria pretérita. Ese mismo año 83, el festival Ya vuelve la plaga, celebrado en Madrid, había dado cuenta de la vitalidad de la tribu, que tenía en Barcelona a dos de sus grandes grupos: Los rebeldes y Loquillo y Trogloditas.
Como el propio Loquillo habría de señalar en numerosas ocasiones, su formación junto a Trogloditas nunca fue una banda de rockabilly, su norte era The Clash. Pero él, Loquillo, ya era un rocker paradigmático desde que se le recuerda. Rock ‘n’ Roll Star (1981), uno de sus primeros éxitos compuestos por Sabino Méndez, tampoco dejaba lugar a dudas.
Hace 40 años, un día como hoy, Loquillo y Trogloditas llegaban a Madrid para la grabación del más legendario de sus álbumes, El ritmo del garaje, empresa que les ocuparía entre el 18 y el 22 de abril de 1983 en los estudios Doublewtronics. Aunque aquella habría de ser la edad de oro del pop español, las grandes discográficas aún no se habían dado cuenta.
A la espera de ello, que sería mediada la década, era muy frecuente que los grupos que la estaban protagonizando grabasen sus primeros discos en compañías independientes. Ese es el caso de El ritmo del garaje, una producción de Dro-Tres Cipreses, dos de estas iniciativas. La primera, en sus orígenes, debida a Servando Caballar, líder de El Aviador Dro y sus Obreros Especializados; la segunda, obra de Eduardo Benavente, Ana Curra y algunos otros de los primeros miembros de Parálisis Permanente y Gabinete Caligari.
Pródigo en colaboraciones de músicos españoles de aquellos años —Alaska, Ana Curra, Poch (Derribos Arias), Julián Hernández (Siniestro Total), Santiago Ulises (a quien Gabinete dedicará Tócala, Uli)—… El ritmo del garaje trascenderá el rock & roll —rock ‘n’ roll siempre en las letras de Loquillo y Sabino Méndez— para convertirse en un álbum referencial en la playlist de la España de los años 80, la edad de oro del pop-rock patrio.
En sus letras menudean las referencias a la iconografía del rock & roll seminal —el Cadillac luce solitario mientras se bebe recordando a la chica; Rudy, el rocker al que van a buscar no podrá hacer surf en la cárcel; el loco locutor de rock ‘n’ roll que hace vibrar a María...—, pero El ritmo del garaje llegará a lo más hondo del corazón de todos los de aquella época, con independencia de su tribu y de su música, con independencia de su ciudad, Madrid, Barcelona, Vigo… Allí donde hubiera una ciudad y un joven con una chupa que advirtiera que, por llevarla, le miraba raro la madre de su chica.
Así que el Ritmo del garaje integra algo mucho más elevado que el sempiterno cainismo de los españoles con conciencia política, todo un estado místico: la banda sonora de los jóvenes que fueron la ilustración del despertar del país a la democracia. ¡Larga vida al rock & roll! Así se escribe la historia.
Está mal redactado
Una pena pq lo que dice tiene interés
Estoy de acuerdo en que todo aquello tuvo su importancia, pero de ahí a considerarlo un «momento estelar de la humanidad»…
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