Fotografías: ©Victoria R. Ramos.
Pisar suelo seguntino es recorrer la historia y la literatura hispánicas. Galdós y Azorín, Ortega y Gasset, Cela, Leopoldo Panero, Guillermo Díaz-Plaja, Ramón de Garciasol… Son sólo algunos de los nombres de autores que han rendido homenaje con su pluma a territorio arriacense. También lo hicieron tres personajes que este año celebran distintos centenarios: José Luis Sampedro –El río que nos lleva nos muestra el mundo de los gancheros que transportaban la madera desde la Serranía Ibérica por las aguas del Tajo–, el Cardenal Cisneros –que fuera capellán de la ciudad hace más de cinco siglos–, y una Gloria Fuertes que cantó a una tierra que no tenía nada, “plantada en medio de Castilla como esperando algo que no llega”.
El Parador de Sigüenza fue antes asentamiento céltico y visigodo, alcazaba árabe, palacio de obispos de armas tomar, escenario de intrigas políticas –aquí residió el astuto cardenal Mendoza, artífice de la primera universidad de la zona–, testigo de las hazañas bélicas del ‘El Empecinado’ durante la invasión napoleónica y escenario de contiendas bélicas durante las guerras carlistas y la Guerra Civil, tras la que apenas quedó un montón de ruinas del edificio original.
Sigüenza, la de los cien obispos, la que fue testigo de intrigas cortesanas, regias visitas, peripecias históricas de todo tipo y color, escenario de leyendas, gestas heroicas, tiempos de esplendor y de pobreza, ya no luce mitra ni espada, pero sigue estando muy viva. Su Parador es hoy escenario de multitud de actividades ligadas a la cultura y las artes: representaciones de don Juan Tenorio, exposiciones de todo tipo, conciertos, recitales de poesía, veladas dedicadas a la astronomía o rodajes como el de Lázaro de Tormes –dirigido por Fernán Gómez y protagonizada por ‘El Brujo’– ocupan lo que antaño fueran mazmorras, bodegas, caballerizas o almacenes.
Desde hace unos meses el Parador de Sigüenza ha decidido dar un paso más y celebrar, tras sus muros de silueta militar, las Noches Literarias, en las que el protagonista es un escritor diferente cada mes. La charla, de acceso libre y gratuito, tiene lugar en el antiguo Salón del Trono. El escenario es perfecto. A apenas hora y media de Madrid, en lo más alto de un cerro sobre la garganta del Henares, en un castillo donde el tiempo ha sabido detenerse y al mismo tiempo avanzar, lectores, estudiantes, profesores, jueces y público variopinto aguardan, rodeados de delicados tapices y altos techos decorados con vigas de madera, a que Lorenzo Silva haga su entrada.
Amable, firme, coherente, dueño de una serenidad envidiable y un refinado sentido del humor, el escritor, que ha recibido los principales premios literarios del panorama nacional, se ha convertido en editor (Playa de Ákaba), levantando desde la nada un festival del calibre de Getafe Negro. Ha sido adaptado al cine, traducido a una docena de idiomas, colabora habitualmente en prensa… El antaño abogado de una gran firma y ahora guardia civil honorario entra en escena. Nada más adecuado, puesto que el edificio, antes de su remodelación en 1976, fue también cuartel de la Guardia Civil.
Sonsoles Arcones, concejala del ayuntamiento de Sigüenza, presenta al escritor madrileño a una sala atestada. Pese a la amplitud de la misma, por primera vez faltan sillas en el evento, ideado como espacio íntimo de encuentro y conversación. Más de 75 personas, en silencio, aguardan. Luis Compés, presidente de la Asociación de Escritores de Madrid y autor de literatura infantil, será el interlocutor del prolífico creador de la popular saga Bevilacqua y alrededor de otro medio centenar de libros.
L.C. Tengo que decirle a Lorenzo que es uno de los autores que más respeto de la literatura española contemporánea. Escribe soberbiamente bien. Desde los entrantes de sus primeras páginas te das cuenta de que te espera una deliciosa comida en un gran restaurante, porque lo paladeas. Es de los escritores consagrados más coherentes y más serios. Es un autor que nunca te defrauda, y hoy tenemos en primicia, calentito y recién salido del horno, Recordarán tu nombre. En el acto de presentación en Madrid se dijo que Lorenzo procura ser siempre riguroso y fiel a la verdad, y eso el lector lo agradece, porque se da cuenta. Las credenciales de Lorenzo Silva son evidentes, y de ahí provienen tantísimos galardones en ¿cuánto tiempo que llevas publicando?
L.S. Llevo veintidós años publicando y treinta y siete escribiendo.
L.C. Correcto. Dejabas tus escritos en el cajón, como suele decirse. Ya en el 97 fue finalista del premio Nadal, y en el 2000, con El alquimista impaciente, lo obtuvo. Desde ahí, premio Primavera, premio Algaba, con el que estás en el artículo quinto de la Guardia Civil.
L.S. La cartilla de la Guardia Civil, sí.
L.C. Y después llegamos al premio Planeta, con La marca del meridiano. Ha tenido un reconocimiento absolutamente merecido, por su fidelidad a la literatura, a la verdad, a las historias y a compartir cosas en beneficio de la sociedad y del recuerdo sin rencores. Sin hurgar en heridas, pero reconociendo méritos, y con tal elegancia que el lector lo agradece, lo entiende, lo premia y lo disfruta. Ramón Ongil, director de comunicaciones de Paradores de Turismo y anfitrión de las dos primeras Noches Literarias en Sigüenza, no ha podido estar aquí hoy, así que esta ocasión es muy especial para mí. Estoy hablando con las principales agencias de viajes para pagarle a Ramón todos los meses invitaciones a algún sitio, que no venga y así aprovechar para acudir yo todos los meses. [risas] Lorenzo, después de veintitantos años publicando con tanto éxito, ¿quién debe más a quién: la literatura española a Lorenzo Silva, o Lorenzo Silva a sus propios libros y carrera literaria?
L.S. Primero, mi agradecimiento por tu cálida bienvenida, y a Sigüenza por construir este espacio para la cultura. Yo creo que la cultura es un activo valioso, y además rentable, a pesar de ser inmaterial. Creo que los pueblos se construyen en buena medida a través de la cultura y ojalá en más lugares sucediera como aquí, con este espacio para la conversación, como lo llamaba Walter Benjamin. Es algo que hemos perdido en buena medida y que deberíamos recuperar: la conversación como algo distinto del debate o de la tertulia de televisión, como momento en el que las personas intercambian sus experiencias, sus recuerdos, sus sentimientos, sus emociones, sus intuiciones, y las comparten con ánimo de enriquecerse los unos con los otros, y de sumar en lugar de confrontar lo que cada uno tiene para ver quién queda encima, que parece que es lo que prevalece en los medios y en las redes sociales. Tu pregunta es difícil: yo no sé lo que le debe la literatura española a Lorenzo Silva. Probablemente muy poco, y soy el último para ponderarlo o para calibrar esa aportación. Lo que sí es verdad es que yo le debo mucho a la literatura, y a la literatura española, y a la lengua en la que me expreso y trabajo. Un escritor es un creador, pero es un creador de una sola herramienta, que además comparte solamente con aquellos que hablan su lengua. El idioma español a mí no solo me ha dado una posibilidad de expresarme, sino que me ha suministrado de entrada un patrimonio maravilloso. Tener a Garcilaso, a Quevedo, a Cervantes, al Lazarillo, a Galdós, es realmente tan enriquecedor ya de partida que la gratitud de un escritor en español tiene que ser inmensa. Quien está en deuda soy yo con el idioma y con las personas que tienen la generosidad de compartir lo que escribo.
L.C. En muchos de tus libros hay un denominador común: la Guardia Civil. Yo he oído muchas veces «¿Lorenzo Silva? Ah, sí, el de los guardias civiles».
L.S. Es verdad que se me asimila como «el escritor de los guardias civiles», pero tengo que puntualizar que de los más de sesenta libros que he publicado hay diez u once con guardias civiles y otro medio centenar sin ellos. Sí es verdad que para mí la Guardia Civil ha sido un hallazgo literario. Yo no empecé a escribir sobre ellos movido por ningún afán de reivindicación institucional ni nada que se le parezca. Comencé en el 95 con El lejano país de los estanques, que intentaba ser una novela policiaca ambientada en España, procurando sacudirse los complejos que a veces tenemos los españoles para abordar géneros y moldes literarios que han tenido más éxito fuera, buscando un mimetismo o una asimilación con la ficción anglosajona, que parece que tiene más prestigio. Quería huir de ese paraguas y hacer una historia que fuera genuinamente española y sin ser deudora de la novela policiaca internacional –más allá del ser lector de los grandes autores– ni de sus temas, ni de los asuntos, ni de los personajes ni de su contexto. Y me pareció que la mejor manera de lograr eso era a través de los guardias civiles, porque era como una vacuna instantánea contra la tentación de imitar al investigador norteamericano o al detective británico. A fin de cuentas, un guardia civil nos remite instantáneamente al paisaje español y a la realidad española. Empecé así, y un poco por accidente y por acumulación de circunstancias se ha convertido en una parte muy importante de mi producción –quizá la parte más visible de mi obra–, y también me ha llevado a conocer mucho mejor a la Guardia Civil, incluso teniendo una implicación voluntaria con ellos. Me ha parecido algo no solo interesante, sino además reivindicable.
L.C. ¿Crees que la sociedad española tiene el concepto correcto, y el respeto a los méritos y a la labor de la Guardia Civil? Parece que a veces tenga hasta mal nombre.
L.S. Hoy llevo una corbata verde y una chapita en la solapa porque vengo justamente de una reunión de guardias civiles honorarios en Madrid. Es un grupo variopinto, de muy pocas personas además, y cuando nos juntamos hablamos de lo que acabas de preguntar. Yo creo que hay muchas lagunas de conocimiento, sobre todo histórico. Muchas personas parecen tener como única referencia de su pasado la Guardia Civil franquista, y si es así, entiendo que su percepción no sea muy favorable, pero la Guardia Civil fue fundada cincuenta años antes de que naciera Franco, cuando él nació ya había guardias civiles patrullando por su pueblo. De toda esa larga historia, los años que van del 36 al 69 o 70 probablemente son sus años más oscuros, cuando más se aparta de su espíritu fundacional, que no fue producto de un estado autoritario, sino de un estado constitucional inspirado por los liberales españoles del siglo XIX, en concreto el duque de Ahumada.
Un cuerpo de seguridad no tiene que ser revolucionario, tiene que ser imparcial, neutral, riguroso y sometido a la ley, no al político cambiante, y la Guardia Civil fue concebida en 1844 con la misión fundamental de defender la ley, la libertad, la seguridad y los derechos de los ciudadanos. Y encomienda además a los guardias el deber del sacrificio para proteger a los conciudadanos y el sometimiento a la autoridad legítima desde la más absoluta imparcialidad política. Todo eso Franco lo pervierte absolutamente. Como la Guardia Civil se vio muy mermada durante la Guerra Civil –de hecho se dividió, como el resto del país– y había muchas vacantes, Franco las llenó con veinte mil excombatientes del bando nacional, alineados ideológicamente con el bando vencedor.
Eso provocó que durante bastantes años estuviera bastante desnaturalizada, porque su misión ya no era tanto proteger a los ciudadanos como vigilarlos, que es lo último que uno ve en los textos de Ahumada, que incluso llega a decir que no están para espiar a la población. Quien hoy en día se queda con esa imagen se está quedando con una excepción que además es contraria a su espíritu, un espíritu que además empieza a retornar antes de que muera Franco. La represión de los primeros quince o veinte años tras la guerra se centró en el entorno rural, que era donde actuaba la Guardia Civil, porque fue allí donde se produjeron fenómenos como el maquis, los guerrilleros o los bandoleros, dependiendo de quién los denominara. Como el grueso de la resistencia antifranquista estaba en el campo, la represión le tocó hacerla a la Guardia Civil, pero a partir de primeros de los 50, el Partido Comunista entiende que esa es una estrategia fallida que conduce al desastre, y la abandona, trasladando la resistencia a las ciudades, a los polígonos industriales, a las universidades… A partir de ese momento quien toma el papel principal en la represión es la policía, y a la Guardia Civil, ya liberada de esa primera línea, empiezan a llegar una serie de oficiales que ya se han formado en otro entorno. Con la ayuda norteamericana, los oficiales españoles empiezan a internacionalizarse.
Yo soy hijo de militar, y cuando mi padre ingresó en el ejército en el 57 ya habían llegado los americanos, con los que se formó durante muchos años. Él iba a Torrejón de Ardoz, y Torrejón era como Estados Unidos. Tú veías un país con todas las libertades restringidas, la censura y todo lo demás, pero luego te metías allí y estabas en Estados Unidos, donde había absolutamente de todo, incluso en sus bases militares extranjeras. Y a través de ese contacto comenzó no la transformación, sino la reconexión de la Guardia Civil con sus valores fundacionales, antes de que llegara la democracia. Y cuando llegó, la Guardia Civil se incorporó velocísimamente a los valores constitucionales, hasta el punto de que yo creo que ha sido su principal valedora en muchos ámbitos, a pesar de que tendemos a despistarnos con el golpe del 23-F. Ese golpe fue el último coletazo de la Guardia Civil franquista, encarnada por Tejero, que sí es una persona de una ideología derechista y hasta falangista, pero en ese momento ese elemento franquista se suicida al entrar en el Congreso. Inmediatamente, el director general de la Guardia Civil rodea el edificio con guardias civiles, para que se vea que eran ellos quienes estaban intimando a sus compañeros a rendirse, y finalmente Tejero se entrega a sus propios compañeros. Y ese virus queda casi cauterizado.
L.C. ¿De dónde proviene Bevilacqua?
L.S. Es una especie de provocación. Cuando uno piensa en guardias civiles, piensa –o pensaba en el año 95– en algo muy castizo. Miremos incluso ejemplos del cine: El crimen de Cuenca, o Belle époque, que empieza con dos guardias con el tricornio bien metido hasta las cejas. Para mí, que Bevilacqua sea incluso extranjero ya es una especie de primer antídoto contra ese casticismo. Yo quería hacer una novela sobre el tipo de sociedad que ya en el 95 era la española, y desde luego hoy: moderna, desarrollada, abierta, compleja y que está en el escenario global.
Bevilacqua es español, por supuesto, porque si no, no podría ser guardia civil, pero su ascendencia extranjera era una manera de sacar al lector de una zona de comodidad en la que habría estado con un guardia castizo y estereotipado. No solo es uruguayo, sino que además es psicólogo, o licenciado en psicología, para decirlo de manera más exacta. Con eso pretendía trasladarle al lector la realidad de una Guardia Civil donde la gente ya no viene toda del campo, sino donde entra gente muy variopinta, y muy contraria al perfil tradicional de extracción rural o descendientes de otros miembros del propio cuerpo y de formación cultural modesta.
En los últimos años solo han entrado en la Guardia Civil titulados superiores. Han sacado muy pocas plazas y todas las han copado. Una vez salí a hacer una patrulla nocturna por los alrededores de Madrid, venía un guardia en prácticas muy joven al volante, le pregunté qué era, y me dijo que arquitecto. Arquitecto y guardia civil. Para entender por qué todas estas tramas como Púnica o Lezo, muchas de ellas basadas en ingeniería financiera y blanqueo de capitales, las está desentrañando la Unidad Central Operativa de la Guardia Civil, ayuda saber que allí el perfil medio es el de un licenciado en derecho o en empresariales, y además muchos de ellos con másteres y formación complementaria dada por la propia Guardia Civil precisamente sobre estos temas económicos.
L.C. ¿Qué anécdotas recuerdas durante tu carrera que hayan sobresalido por encima del resto?
L.S. A lo largo de veinte años te pasan las cosas más raras. Por ejemplo, yo escribí una novela que se llama La estrategia del agua, inspirada muy libremente, cambiando muchas cosas, en un asesinato real que ocurrió en Ciempozuelos, del que fue víctima un hombre de treinta y tantos años. El asesinato lo había montado su exmujer con ayuda de un amigo –esto se puede decir, porque están ya condenados– porque el hombre estaba a punto de le dieran a él la custodia del hijo común. Ella se movía en un ambiente con conexiones un poco oscuras, rápidamente organizó el asesinato, y un sicario le metió varios tiros a este hombre en el garaje de su casa. Yo publiqué esta novela cuando el asunto no se había juzgado, y además de ellos dos había otra persona en prisión acusada de ser el autor material, que luego fue absuelta por falta de pruebas. Y un día me llega un e-mail que me dice: «He leído su novela, y tal, y cada uno tiene su verdad, y yo soy la pareja de la persona que está acusada y encerrada como autor material, y si quiere le cuento mi versión». Yo le respondí: «Yo simplemente he escrito una novela, y el caso real le interesa a la justicia. Yo no soy juez, y si usted dice que su pareja es inocente, pues suerte, y que la justicia ponga las cosas en su sitio, que yo no he pretendido retratar a su pareja». Y menos mal, porque si llego a retratarlo como asesino todavía podría haberme comido una demanda. Porque estas cosas pasan, alguna demanda me he comido.
Una tenía que ver con una miniserie que hice sobre la muerte de Franco: me demandaron, a mí y a un compañero, por supuesto plagio, uno de los médicos de Franco, que pretendía ser propietario de los hechos históricos que rodearon su muerte, porque había escrito un librito en el que había unos detalles sobre una angina de pecho que le había dado en El Pardo, y este médico lo había atendido, y ese había sido uno de los libros que habíamos usado como documentación. Hasta cuatro médicos de Franco escribieron libros. Y la prensa de la época contó mil cosas. Lo único que habíamos tomado de su libro era un hecho histórico, que él decía que le pertenecía, y que la serie era una adaptación encubierta de su libro. Perdió el pleito, claro, pero esto son cosas que te pasan por escribir. Y menos dramática que estas, pues bueno, yo un día me voy a la base de Herat, en Afganistán, hace tres años aproximadamente, durante una semana, para buscar material para dos novelas, y llego yo allí todo disfrazado de Coronel Tapiocca con mi sombrero y mi chaleco y supuestamente de incógnito, y la primera vez que salgo del barracón y voy para el comedor, me cruzo con un militar y me dice: «Hombre, usted es Lorenzo Silva». Y yo: «Sí, sí». «Hombre, pues yo soy lector suyo». Ando quince pasos más y sale otro: «Hombre, Lorenzo Silva, soy lector suyo». Y yo: «Pues vaya incógnito que voy a tener en esta base, absolutamente rodeado de lectores». [risas]
L.C. Tú tenías la experiencia del premio Nadal, que ya te preparó, pero ¿qué ocurre durante las veinticuatro horas anteriores al Planeta?
L.S. Al Nadal los escritores le tenemos mucho cariño porque es el premio literario más antiguo de España, y lo han ganado Miguel Delibes, Sánchez Ferlosio, Ana María Matute, Carmen Laforet, y no voy a seguir. Los mejores autores españoles del siglo XX. Pero ese es un premio que interesa a los lectores, y los lectores son una minoría en nuestro país. El premio Planeta es otra cosa. Es un gran fenómeno mediático que incluso llega a la gente que no lee, y eso lo descubrí precisamente al ganarlo. Tras el Nadal, la gente de mi entorno me felicitó, y el consejero delegado de la empresa donde trabajaba entonces montó un pincho para felicitarme, y alguna persona lectora te conocía, pero al día siguiente del Planeta yo salí de mi casa, tomé un taxi y el conductor me dijo: «Hombre, usted es el del premio, ¿no? Enhorabuena». Llegué temprano al sitio al que iba, me metí a tomar un café, y el camarero: «Hombre, usted es el del premio Planeta». Y así todo el día. Por la noche los amigos me llevan a algo que yo no hago nunca, que es salir a tomar copas, y digo: «Bueno, si no hay más remedio, vamos». Y cuando al acabar voy a pagar, me dicen: «No, hombre, no, usted es el premio Planeta, está invitado». ¡A mí no me habían invitado nunca en un bar! Además, que eran un montón de copas, porque los amigos se aprovecharon. Y ahí vi que esto es verdaderamente otra dimensión.
Tú a ese premio te presentas sabiendo que va a concurrir gente con potencial y con experiencia. Normalmente lo que hacen los editores con este tipo de premios es decirle a tu agente: «Oye, nos parecería interesante que tu escritor se presentara algún año». Y yo ese año sabía que estaba ahí porque el viernes se publica la lista de los finalistas, pero realmente tú te enteras de que eres el ganador el propio día. Yo entonces vivía en Barcelona, pero tenía casa y familia en Madrid, y estaba viajando de Madrid a Barcelona, paré a repostar en Zaragoza a las seis o siete de la tarde, y me llamaron diciendo: «Oye, el jurado ha deliberado, y vas a ser tú, prepárate un discurso». Creo que es un acto de piedad, porque si tú llegas allí y no tienes nada preparado o vas con la incertidumbre, seguramente será mucho peor. Y la verdad es que la sensación es tremenda, sobre todo lo de tener delante de ti como cien fotógrafos disparando cien flashes a la vez, que es más de lo que mis ojos pueden soportar. Durante cuatro o cinco segundos no vi nada, no sabía dónde estaba. Es como esto que dicen de la muerte, que es como un túnel de luz blanca y tal. [risas] Al margen de que los premios tienen sus contraindicaciones, porque la gente lee un libro premiado con muchos prejuicios, ese plus de difusión que te da no tiene precio. Pero el peaje al final es inevitable. A mí ha habido gente que me ha dicho: «Oye, se nota que en este libro el final lo has escrito más rápido». Y yo: «Pues este es el libro de Bevilacqua que he escrito más lento», precisamente porque cuando pensé que podía ser el que presentara al premio Planeta me lo tomé con más calma que ningún otro. Pero bueno, esas distorsiones en la percepción también son parte de los premios y hay que aceptarlas.
L.C. Fernando Marías me decía lo mismo también de los fotógrafos, y que es todo tan agobiante que hasta te cuesta disfrutarlo.
L.S. Es que yo creo que el escritor es más bien un observador que si puede se coloca en el ángulo oscuro de la habitación, y estar debajo del foco es casi lo contrario a tu oficio. Pasas por todo eso con una suerte de extraña y providencial inconsciencia. A mí el premio me lo dio Artur Mas junto con José Ignacio Wert, o sea que las chispas eran de quince mil voltios. [risas] Pero bueno, yo cogí mi premio, solté mi discurso, la mitad en catalán, dicho sea de paso, que a Mas no le gustó nada, porque dije que yo estaba casado con una catalana, que para mí Barcelona era mi tierra, que yo era castellano, que me movía una y otra vez entre Castilla y Cataluña, que cruzaba ese meridiano cero que hay en la carretera, y que yo prefería que eso siguiera siendo una línea imaginaria como hasta ahora y no una frontera. Todo eso lo dije en catalán, y no debió de gustarle nada, porque no aplaudió, según me contaron.
L.C. Vamos a centrarnos en tu nuevo libro, Recordarán tu nombre, presentado en Madrid hace tres días –seguramente la mejor presentación a la que he asistido–. Te acompañaba Andrés Trapiello, que es algo impresionante escucharle, y el director de Ámbito Cultural, Ramón Pernas, y un nieto del general Aranguren, el protagonista de la novela. Se dijo que este libro es más que una novela, que es también ensayo y biografía. ¿Tú crees que va a ser tu mejor novela?
L.S. Eso no lo sé, porque al final la realidad de los libros está compuesta de dos fracciones igual de importantes. Una es lo que hay antes y durante la escritura, lo que tú sientes que has colocado en el libro, que en este caso es un libro de larga gestación, ocho años, y por lo tanto hay mucho material ahí. La otra fracción es lo que los lectores hacen con él, que depende de tantas cosas… Siempre que me veo tentado de creerme algo recuerdo que Marcel Proust, el escritor más importante de la literatura francesa contemporánea, de su primer libro, autoeditado, vendió doscientos ejemplares, y la primera parte de En busca del tiempo perdido, el libro más importante de la literatura francesa del siglo XX, no encontró editor. Se lo rechazaron. Sencillamente, las circunstancias en las que apareció ese libro todavía no eran las que permitían apreciarlo. Kafka, probablemente el escritor contemporáneo más importante en cualquier lengua, solo tuvo un relativo éxito, que fue La metamorfosis, vendiendo unos dos mil ochocientos o tres mil ejemplares. El libro mío que menos ha vendido ha vendido muchísimo más que eso, y Kafka es un escritor cien mil veces más importante de lo que pueda ser yo nunca. Las lecturas de un libro tienen un punto de capricho y de azar. Cuando terminé este libro tuve la sensación de que es el más importante que he escrito. Me puedo equivocar, mi criterio no vale especialmente, pero tuve esa sensación. Pero esa es la primera parte, y la segunda fracción la tiene que poner el lector.
L.C. En este libro aparecen tus abuelos. ¿Eran guardias civiles?
L.S. No. Ninguno de los dos. Mi abuelo Lorenzo era militar de infantería y se retiró con el grado de comandante después de pasar por la guerra de África y por multitud de vicisitudes, y mi abuelo Manuel era guardia de seguridad, y lo expulsaron del cuerpo en 1939 por permanecer leal a la República.
L.C. Pero hay una cosa que creo que proviene de tus abuelos, y es tu relación con el zumo de naranja matinal.
L.S. [Se ríe] Bueno, para contar esta historia hay que saber quién fue José Aranguren, un hombre que creo que cambia la historia de España. Es el general de la Guardia Civil que hace fracasar el golpe franquista en Barcelona. Si el golpe de estado del 36 hubiera triunfado allí, la República se habría quedado prácticamente sin conexión con Francia y la guerra habría durado a lo mejor mes y medio, o quince días. Bueno, pues este hombre que tiene este papel tan relevante yo lo que quise fue humanizar su figura y saber por qué era así, por qué decide tomar ese camino y no el contrario. Para conseguirlo, pensé que tenía que contar la manera en la que yo había conseguido esa conexión con su condición humana, que en buena medida pasa a través de mi abuelo, porque la primera vez que vi una foto de Aranguren me pareció ver a mi abuelo Manuel. Tienen la misma mirada, con deje de hombres de una pieza, sin dobleces ni fisuras, una mirada limpia, franca, directa y con un poso de tristeza y amargura, de quien sabe que el mundo no es un lugar acogedor para la gente de una pieza, leal y limpia de corazón. Y una de las cosas que cuento de mi abuelo es que nació en un pequeñísimo pueblo de Salamanca, en un entorno tan humilde que un año su regalo de Reyes fue una naranja. A mí me gusta el zumo de naranja, y todas las mañanas me lo hago exprimiendo tres naranjas a mano para acordarme de que me estoy dando tres veces cada día lo que a mi abuelo le daban por Reyes. [aplausos]
L.C. ¿Cómo y por qué se llegó a ese final?
L.S. Es una «novela» a la que a lo mejor hay que ponerle comillas, porque es sin ficción: no me invento absolutamente nada de lo que cuento, todo está documentado y atestiguado, y además me preocupo de que el lector sepa de dónde viene cada cosa, y que calibre qué confianza le inspira esa persona. He procurado ser absolutamente fidedigno en lo que cuento precisamente porque lo que me interesa es contar el proceso no solo por el que este hombre llega a un momento en el que se lo juega todo en su compromiso de lealtad a la República, y lo pierde –porque lo fusilan en abril del 39– debido a una decisión de consecuencias irreparables, sino que también me interesaba mucho contar por qué llega a pasar lo que pasa en Barcelona y en España en julio del 36. A veces tengo la sensación de que hay gente que piensa que la Guerra Civil salió como una especie de hongo, o de champiñón, de la nada, o de la maldad de alguien –dependiendo de la ideología, de la maldad de los ciudadanos de izquierdas, o de los militares– o quien lo retrotrae un poco más hasta lo de Asturias en el 34, o al 31, pero en realidad se gesta durante todo el siglo XX y parte del XIX, y por eso es importante la vida de alguien nacido en 1875.
La Guerra Civil es producto de una sociedad que se va descomponiendo y degradando moralmente, a la vez que se va metiendo en aventuras insensatas que la sobrepasan manifiestamente, en particular la guerra de Marruecos, un empeño que estaba muy por encima de la capacidad de un país pobre, injusto, con enormes insuficiencias e ineficiencias económicas, políticas y sociales. Lo último que necesitaba era abrir un conflicto en un país extranjero que se traga la vida de decenas de miles de sus ciudadanos, que produce heridas físicas y psicológicas a cientos de miles y que, lo que es peor, genera un resentimiento en millones de españoles, que al final acaba con la monarquía y con esa república que no consigue estabilizarse, desembocando todo en una guerra civil. Y lo terrible de todo esto es que estaba anunciado, desde 1896. Ese año se publica un libro que se llama Idearium español, de Ángel Ganivet, y en un pasaje dice que España no debe meterse en guerras en África, porque claramente no está preparada para ello. Y se atreve a hacer un vaticinio: que si España va a África, eso al final desembocará en el fin de la monarquía, un nuevo experimento republicano, la pérdida de la independencia de España, una guerra civil, o todo ello a la vez. Y se produjo todo ello consecutivamente. Y de ahí viene la Guerra Civil, de un país profundamente injusto, con un sistema político decimonónico, en buena medida amañado y con una clase dirigente que no solo no reacciona sino que se aprovecha de los dirigidos.
Hay que recordar, para quien no lo sepa, que a la guerra de Marruecos, y yo de esto tengo el testimonio directo de mi abuelo Lorenzo, que estuvo allí, solo iban los pobres. Los que tenían dinero podían pagar para no ir o quedarse en la península haciendo una mili cómoda, mientras que el destino de los pobres podía ser llegar a un campamento en Tetuán, Larache o Alcazarquivir, recibir una instrucción de mes o mes y medio, recibir la orden de irte caminando cincuenta kilómetros monte arriba, y encerrarte en lo alto de un risco con una alambrada junto a otros cuarenta desgraciaos a esperar a que vinieran los marroquíes a matarte. Y venían. Y así como los soldados españoles eran muchos de ellos reclutas con muy baja instrucción, a los marroquíes desde niños les enseñaban a disparar, con lo que la cantidad de muertos inútiles que hubo en Marruecos fue realmente pavorosa.
En la novela hay muchas páginas dedicadas a Marruecos, entre otras cosas porque Aranguren fue allí, y también porque el general que da el golpe en Barcelona, Goded, no solo estuvo en Marruecos sino que ganó la guerra de Marruecos. Desde 1909 hasta el 24, después de quince años de sangrías, catástrofes y masacres infructuosas, porque nunca se terminaba de pacificar aquello, fue él el que dijo «el problema que tenemos es este», y entre el 25 y el 27 Goded acabó con la guerra de Marruecos recurriendo a soluciones expeditivas y drásticas, entre ellas renunciar a usar «tropas peninsulares», como se decía entonces, y la guerra finalmente se liquidó con mercenarios marroquíes. A medida que se conquistaban territorios, se quitaba el fusil a los sometidos, y se les decía: «Si quieres recuperar el fusil, a luchar bajo bandera española», y el final de la guerra fueron mercenarios marroquíes cuya paga era licencia para arrasar el territorio de las tribus que todavía no se habían sometido. Esa es la realidad de la guerra de Marruecos, realidad que luego pasa a la Guerra Civil: los mercenarios marroquíes del ejército de Franco llegan a Badajoz con licencia para arrasar, saquear y cobrarse con los enseres, los bienes y hasta las vidas de los derrotados.
L.C. Bueno, tengo la pregunta del millón, la mejor, pero por horario y por tiempo prefiero que pasemos dentro de un ratito a la cena y ahí ya estaremos más distendidos preguntándote más cosas. Solo un favor: que sigas escribiendo muchos años más, porque es un placer leerte.
Mientras Luis Compés y la dirección del Parador transmiten su agradecimiento al escritor, se forma una larguísima cola de asistentes con libros para firmar. La altura de la pila hecha con ejemplares de Recordarán tu nombre en la mesa cercana baja a un ritmo vertiginoso. Uno por uno, el autor charla con quienes se acercan buscando la dedicatoria. Tras la firma de libros, quienes deseen disfrutar de la cena o de las preguntas que cualquiera puede lanzar al autor tras la misma, se trasladan al Salón del Cardenal Mendoza. Allí destaca la participación de los estudiantes locales de secundaria, además de la «pregunta del millón», pero, de momento, les dejamos aquí, en el Salón del Trono. El resto… en unos días, en Zenda.
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