Quiere la leyenda que Pontevedra fuese fundada por Teucro, uno de los héroes de la guerra de Troya. Unas versiones afirman que llegó al noroeste ibérico tras verse rechazado por su padre, Telamón, y otras sostienen que fue una sirena llamada Leucoiña la que guio sus pasos hasta allí y quien le indicó el enclave exacto en el que debía crearse la nueva urbe. Por eso su memoria en bronce se conserva en el alero de un edificio de la plaza de San José en el que se le muestra con el arco en ristre, se supone que tras lanzar una flecha al cielo. No es, sin embargo, la escultura más popular ni la más fotografiada de la ciudad. Le gana en fama la que en el corazón mismo de la pequeña capital gallega, en el meollo en el que se entrecruzan sus rutinas vecinales, inmortaliza al loro Ravachol, figura tan iconoclasta como insigne que dejó su impronta en el imaginario colectivo y junto al que gustan de fotografiarse oriundos y viajeros, conozcan o no su peculiar historia.
El animal debió su nombre revolucionario —François Ravachol fue un reputado anarquista francés que en alguna que otra ocasión tiró de dinamita para dar más contundencia a sus reivindicaciones— a una lengua viperina que causó algún que otro desmadre en la Pontevedra que navegaba entre los siglos XIX y XX. Dicen algunos que era descendiente directo de las aves exóticas que desembarcaron en el puerto de Vigo allá por 1702, pero lo único seguro es que su llegada a la ciudad bañada por el Lérez —ese río que uno quiere imaginar rebosante de lampreas— se produjo allá por 1891 y que adquirió su renombre en la botica que Perfecto Feijoo regentaba frente a la iglesia de La Peregrina. El bisnieto de aquel boticario, el editor Ximo Espinosa, me contó que el loro había sido un regalo que el director de la banda militar del regimiento de infantería de Guillarei-Tui, Martín Fayes, le hizo a su familiar. Tiene sentido porque Feijoo —que según su descendiente fue «un señor muy cachondo con un ímpetu regionalista como pocos»— era un gran defensor de la música tradicional gallega y hasta fundó en 1883, junto a unos cuantos amigos de los muchos que acudían a las tertulias informales y concurridísimas que celebraba en su farmacia, la coral Aires da terra, el primer conjunto vocal que se formó en Galicia. El periodista Ramón Rozas ha escrito, sin embargo, que a quien en verdad le regalaron el loro fue a Eugenio Montero Ríos, a fin de que él se lo brindara a sus hijas como mascota en los veranos que pasaban en el pazo de Lourizán. Ocurrió que, una vez finalizadas las vacaciones, la familia no quiso llevárselo a Madrid y acabaron dejándoselo en custodia al susodicho Feijoo, que a su vez lo habría dejado en las cocheras de carruajes que ocupaban un edificio que se levanta a espaldas de La Peregrina —muy cerca, por lo tanto, de su farmacia— y hoy acoge la franquicia local de una conocida tienda de ropa. Durante todo aquel curso, el loro —a quien hay que suponer aún cierta ingenuidad— escuchó allí toda clase de exabruptos e imprecaciones, de tal modo que cuando llegó un nuevo estío y el buen Feijoo lo recogió para devolvérselo a Montero Ríos, éste lo rechazó de inmediato: de ningún modo podía instalarse en un lugar tan distinguido como Lourizán un ser que cada dos por tres soltaba por su boca barbaridades que hacían estremecer al mismo diablo. Según esta variante de la historia, a Perfecto Feijoo todo aquello le hizo gracia, o quizá sintió pena por el rechazo con que la insigne familia castigaba al animal, y optó por quedárselo.
Ambas versiones confluyen, pues, en aquella botica del centro de Pontevedra que, además de despachar medicamentos y brebajes varios, constituyó un centro cultural de primer orden en la época. Por allí pasaban con relativa frecuencia el propio Montero Ríos, Pablo Iglesias Posse, Ramón María del Valle-Inclán, Práxedes Mateo Sagasta o Emilia Pardo Bazán. Incluso llegó a participar en los debates Miguel de Unamuno, en alguna ocasión en que sus pasos le condujeron hasta ese rincón del noroeste. Ravachol pronto se hizo genio y figura. «Don Perfeuto, parroquia», avisaba cuando entraban clientes y su dueño andaba hurgando por la rebotica. El mensaje admitía variantes si al plumífero le daba tiempo a atisbar el sexo de los recién llegados: «Don Perfeuto, señores», si eran hombres; «Don Perfeuto, paisana», si se trataba de una mujer; «Don Perfeuto, puta», si es que la cliente llevaba mucho maquillaje encima. No eran las únicas perlas que tenía en el repertorio. «Aquí no se fía», advertía para que nadie tuviese la menor tentación de irse sin pagar. «Se collo a vara…», amenazaba, bien repitiendo lo que escuchaba de boca del propio Feijoo cuando le echaba alguna bronca o bien evocando alguna trifulca presenciada en las cocheras. «Arre, arre», azuzaba a quienes pasaban ante la botica sin detenerse. Su popularidad fue tanta que en 1900 hasta le dieron un pequeño papel en una obra que Labarta Pose dirigió en el Teatro Principal por las fechas de los carnavales. Quizá no haga falta decir que se lio parda. Aunque sus dotes para el arte dramático estaban acreditadas, la disciplina no formaba parte de sus cualidades. El animal no quiso saber nada de guiones: hizo lo que le dio la gana e insultó a los actores, lo cual arruinó la función tal y como estaba prevista, pero al mismo tiempo acrecentó la estima que sus convecinos sentían por él.
El loro Ravachol murió el 26 de enero de 1913, a causa de una indigestión de bizcochos remojados en vino. Don Perfecto, al ver la cantidad de pésames que iban llegando a su botica, cayó en la cuenta de que no faltaban demasiados días para las mascaradas y quiso brindarle a su irreverente mascota unos funerales que estuviesen a la altura de su biografía. El 5 de febrero de ese año, el Diario de Pontevedra anunciaba: «Superabundantemente, superprofusamente, se repartirá en la mañana de hoy por las calles de Pontevedra una sensacional y abracadabrante proclama. En ella se excita al pacífico vecindario a fin de que concurra a las siete de la tarde a la Plaza de la Constitución. El cadáver del nunca bien fusilado Ravachol saldrá de la sociedad Recreo de Artesanos a la hora anteriormente expresada. En la comitiva figurarán carrozas de nuestras sociedades de recreo, de los amigos del inconsolable don Perfecto y del club Machada de Vigo, burros y burras de Caldas y el público en general, sin distinción de edades, sexos, ideas políticas, profesión, etc, etc…». En el bando que se mencionaba en las páginas del rotativo, se daba cuenta de la celebración en el Circo-Teatro de «una criminal velada que correrá a cargo de unos cuantos conocidos atropelladores del arte cómico-lírico-rapsódico-romántico-sentimental». Hubo actuación de la banda municipal, declamaciones líricas y unas exequias que para sí habrían querido muchos hijos ilustres de la ciudad.
Ramón Rozas, que es quien conoce de verdad toda esta historia y quien ha tenido la gentileza de contármela, explica que a la Iglesia no le sentó nada bien aquello porque entendía que los funerales de Ravachol constituían una burla a las formas y el fondo de los ritos católicos, pero ante la adhesión popular no tuvieron más remedio que callar y aguantar el tirón. Tanto el desfile de la comitiva fúnebre por las calles de la vieja Pontevedra como el gran acto de despedida registraron una asistencia multitudinaria. Ravachol había dejado de ser un simple animal de compañía para convertirse en mito y emblema de una sociedad que lo quiso identificar con sus mejores virtudes. Tras el ceremonial, su cuerpo recibió sepultura en la finca que Perfecto Feijoo tenía en Mourente.
La vida, después, siguió su curso. El boticario murió en 1935 y la guerra y la dictadura dejaron al país sin demasiadas ganas de bromas. Cuando volvió la democracia y, en consecuencia, los carnavales regresaron paulatinamente a adornar los calendarios de toda España, alguien en Pontevedra cayó en la cuenta de que el loro Ravachol —cuyos funerales se habían oficiado en pleno Miércoles de Ceniza— podía ser un buen patrón para bendecir las paganidades de la fiesta. Desde entonces, la que fuera mascota de don Perfecto resucita cada año para presidir los desmadres y muere inevitablemente siempre que estos llegan a su fin, reeditando sus propios funerales en la que es una de las jornadas más queridas por la sociedad pontevedresa. No es el único homenaje que le brinda su ciudad: una escultura de José Luis Penado lo inmortaliza desde 2006 en la plaza de La Peregrina. Si unas pocas calles más allá Teucro dispara a las nubes desde su atalaya inalcanzable, Ravachol mira a los ojos de los viandantes y les demuestra quién supo ganarse de verdad el cariño de sus convecinos al tiempo que recuerda que en ese mismo punto estuvo la botica de Feijoo, de la que ya no queda nada pero cuyo recuerdo permanece vivo gracias a la mascota que constituyó su atractivo más pintoresco. «Don Perfeuto, parroquia».
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