En la ciudad más cercana al pueblo donde vivo se celebra cada finales de agosto desde hace diez años un festival de cine que promociona principalmente a directores y productores independientes de Australia y Francia. Algunos, aunque con un presupuesto bajo, han conseguido fichar a actores famosísimos que ya habían conocido la gloria en Hollywood, como Toni Colette, Russell Crowe o Sam Neill. Una de las ventajas de acudir a este festival es que a veces se proyectan películas en exclusiva que todavía tardarán de tres a seis meses en llegar a las pantallas de cine del resto del país.
El año pasado tuve el privilegio de estar en el estreno de la adaptación de Jasper Jones, una novela magnífica (publicada en español por Seix Barral en 2010) que su autor terminó de escribir con solo veintiún años. Hacía tantos años que la había leído que la película también me pareció bastante buena.
Este año, sin embargo, me he llevado una decepción con una película que me ha vuelto a hacer pensar en el empeño de muchos escritores y cineastas en hacerles la pelota a los americanos, imaginamos todos que para entrar en ese gran mercado. En mi opinión, es un gran error que afecta a la calidad de la película o la novela. Sin embargo, hay que reconocer que a algunos les ha funcionado la estrategia, aunque yo sospecho que habrían logrado la atención internacional de todos modos y por otras razones.
La película a la que me refiero es My Pet Dinosaur, familiar y de aventuras. En general ha obtenido buenas críticas y a mis hijos no les desagradó. A mí me pareció un sucedáneo de E.T. con todos los tópicos y nada de original. En eso coincidí con mi propio compañero de aventuras, pero además hubo algo que me confundió y al final me pareció una chapuza, algo en lo que sorprendentemente él (mi compañero de aventuras), que es estadounidense y australiano y, como yo, conoce bien las dos culturas, no se fijó. Cada uno se fija en lo que le interesa, supongo. Él le prestó atención a los efectos especiales, que por lo visto eran fantásticos. No puedo opinar al respecto porque mientras el dinosaurio se transformaba en temible bestia en la habitación del protagonista, yo tenía la mirada puesta en los enchufes hembra (o tomacorrientes) de las paredes: eran de los que solo se encuentran en Australia. Luego la película se filmó aquí. Otros detalles me confirmaron mis sospechas: las matrículas de los coches también eran de aquí, del estado de Nueva Gales del Sur, para ser exactos. Pero lo que más me chocó, desde el principio, fue la manera de hablar de los actores: eran australianos afectando un acento americano y usaban, demasiado insistentemente, palabras o expresiones que se emplean en Estados Unidos y que aquí tienen un significado o connotación diferente. Enseguida me pregunté por qué hablaban así de raro en una película australiana. Después de unos veinte minutos quedó claro que la trama está situada en un pueblo de Estados Unidos dominado por los militares y, para que no cupiera duda, de nuevo la cámara insistió demasiado en enfocar una bandera americana. Ah, ¡pero yo ya había visto los fallos! Qué decepción descubrir una vez más que un artista independiente americaniza su obra con el afán de llamar la atención del gran imperio.
Cada vez que lo veo me pregunto ¿por qué, por qué?, ¡si queda fatal! Pero la verdad es que muchos espectadores y lectores no se dan cuenta o no le dan importancia. Solo los quisquillosos, los que se fijan en las pequeñas cosas y no en el conjunto pensamos que estas ganas de complacer a los titanes restan calidad a la obra. Para mí, es una cuestión de querer abarcar demasiado con pocos recursos. En la película del dinosaurio en cuestión, está claro que sus realizadores no tenían el presupuesto necesario para trasladarse a Estados Unidos a filmar y contratar a actores estadounidenses. Eso no es grave; lo peor es que no cayeran en la cuenta de que los enchufes allí no son como aquí o que no cambiaran las matrículas de los coches —sí se molestaron en cambiar el volante de derecha a izquierda y mostrarnos que circulaban por la derecha, mientras que en Australia se circula por la izquierda.
Estos fallos denotan amateurismo y falta de conocimiento profundo de la cultura que se intenta emular. Y como espectadora y lectora no puedo evitar perder respeto por los imitadores de voces ajenas. Creo en eso de mostrar o escribir sobre lo que conoces y no aventurarte en territorios en los que no has estado y de los que solo tienes conocimientos a través de la pequeña o gran pantalla o de internet. En su defensa, sin embargo, hay que decir que el cine australiano en general no gusta ni a los australianos, y por eso sus creadores menos valientes buscan primero la aprobación de los americanos.
En literatura el caso más famoso y reciente de una novela situada en Estados Unidos escrita por alguien que no tenía ni idea (o no le importaba) cómo se habla allí es Cincuenta sombras de Grey y siguientes. Ni las he leído ni he visto la película porque el tema no me interesa y como mujer siento una profunda vergüenza ajena hacia su autora y alarma por el éxito que ha tenido, pero sobre todo porque después de echar un vistazo a las diez primeras páginas decidí que no soportaría leer nada con una redacción tan nefasta. Algo que me llamó enseguida la atención fue la manera tan británica de expresarse de la protagonista, que se supone que es americana y vive en Seattle. Después corroboré con las críticas que esta discrepancia es constante a lo largo de toda la obra y fue motivo de queja de gran cantidad de lectores estadounidenses, que se sintieron confusos, molestos, estafados —se me acaba de ocurrir que quizá debería usar el femenino plural, pero no: también la leyeron muchos hombres— y que no paraban de repetir que «aquí no hablamos así» y si la autora es británica, ¿por qué no se atañe a lo que conoce y sitúa la novela en Londres? Se ha dicho que lo hizo por dinero, por entrar en el mercado americano, en fin, por lo de siempre. Pues no deja de ser un elemento más que contribuye a su baja calidad literaria.
No solo los británicos y australianos pecan de esta idolatría hacia el imperio americano. También lo hacen algunos que escriben en español, y no solo en literatura sino también en el cine o la música. Cada uno que intente encontrar la fama, el dinero o lo que sea que busquen como les dé la gana, pero reconozcamos al menos que si no paramos de acusar a los estadounidenses de estar absortos en ellos mismos, el resto del mundo tiene algo que ver. Por otro lado, son muchos los artistas que nunca han americanizado su obra y sin embargo han alcanzado la fama internacional y han recogido estatuillas en Hollywood. El caso más claro de un español, en el cine, es Pedro Almodóvar.
En la literatura escrita en español algunos cambian acentos o modismos en sus novelas con el objetivo de atraer a un tipo determinado de mercado. En algún sitio leí que antes de que Carmen Balcells impulsara el boom de la literatura latinoamericana, los escritores de las Américas sentían una especie de complejo de inferioridad o temor a que en la madre patria —¿todavía se referían a España así en el siglo XX?— no se les entendiera. Aún ahora, después de tantos años, alguna vez veo escrito u oigo algún comentario de lector español inculto quejándose de una novela escrita «en sudaca». Y siguen existiendo escritores temerosos de estas críticas. Pues yo digo que si uno se va a dedicar a escribir o hacer películas, tiene que ser más valiente y desechar a los lectores mediocres e ignorantes, que los hay a punta pala y son los que leen literatura basura. A no ser, claro, que la intención del que escribe sea atraer la atención de ese gran público que lee basura y genera millones.
Una vez leí una novela en la que la protagonista mexicana no paraba de usar palabras y expresiones de México con la misma insistencia antinatural con la que los actores de la película del dinosaurio usaban expresiones que no se oyen en Australia. Sin embargo, la mexicana usaba la forma verbal del vosotros que solo se emplea en algunas partes de España. No me pude callar, tuve que mencionar al autor de la novela que esta irregularidad me había descolocado hasta el punto de interferir con la fluidez de la lectura. Su respuesta me sorprendió: era perfectamente consciente del fallo, incluso había recibido cartas de lectores mexicanos informándole de que en México nadie habla como la mexicana de su novela, pero no le importaba porque su público objetivo era español y no quería arriesgarse a que no entendieran el habla de su protagonista.
Esto me recordó a una anécdota que me ocurrió hace muchísimos años, en mi primer viaje a Estados Unidos precisamente. Allí conocí a una chica sevillana que hablaba «normal» cuando estaba con sus otras amigas también sevillanas pero cuando estaba solo conmigo se expresaba como yo, pronunciando las ces como fricativas dentales sordas y sin dejarse ni una ese. Nunca me había encontrado con un fenómeno así y tuve que preguntarle por qué lo hacía. Pues lo hacía porque le parecía más fino aunque las otras sevillanas la podrían haber tachado de esnob, y también para que yo la entendiera; o sea, como dando por hecho que yo no había oído jamás un acento andaluz. En cierto modo es un insulto. Eso es lo que hacen algunos: insultar al lector o espectador, alimentar su ignorancia con su propia inseguridad.
La labor del escritor serio no es dar papillas al lector, sino culturizarlo o al menos no engañar sobre lo que conoce. Los buenos lectores se espabilan solos, aprenden leyendo, que de eso se trata. Yo leí Cien años de soledad con quince o dieciséis años y no me da miedo confesar que no entendí gran parte del vocabulario y los regionalismos. Hasta entonces ni siquiera había hablado nunca con una persona colombiana. Pero como me gustó tanto esa novela, continué leyendo toda la obra del gran Gabo y enseguida me familiaricé con una manera de expresarse diferente de la mía, ampliando así mis horizontes. Me ha pasado luego con muchos otros. La primera vez que leí una novela australiana o nigeriana (en inglés) no entendí muchas cosas pues yo aprendí primero el inglés americano traduciendo las canciones de Bruce Springsteen y leyendo novelas americanas. Esas obras habrían sido una mierda si sus autoras hubieran modificado su lenguaje para adaptarlo al público estadounidense. Y en cambio son obras maestras. Me refiero a My Place de Sally Morgan y The Joys of Motherhood de Buchi Emecheta (publicada en español como Las delicias de la maternidad por Ediciones Zanzibar, 2004).
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