La guerra no ha terminado. Y me temo que no se va a acabar nunca. Son tantos los enigmas que quedan por resolver —entre otros muchos, la muerte y el destino final del cuerpo de Hitler, o la inexplicable pasividad, durante los primeros años de barbarie, de la mayoría de países de todo el mundo— que el nazismo y sus aledaños van a seguir siendo un asunto que seduzca a historiadores, escritores, cineastas y público en general.
Últimos días en Berlín es, para empezar, una novela escrita a la vieja usanza (Galdós y Baroja son algo más que un simple referente), en donde se “tira” de argumento y se echa mano, no sólo a la documentación existente, en una excelente labor de investigación exhaustiva, sino también a la imaginación desbordada que fluye por estas páginas. El libro transcurre en dos grandes escenarios que dan mucho de sí: de un lado, la Rusia pre y post revolucionaria, y, por otra parte, la Alemania (Berlín, principalmente) en los años previos a la II Guerra Mundial y durante el transcurso de esta, con especial atención no a los hechos bélicos en sí, a las batallas y a los encarnizados combates, sino, sobre todo, al día a día, al transcurrir de la calle, al modo en que afectó este conflicto a las familias.
Nadie podía predecir cuál sería el final de todo este jolgorio. Pero lo cierto es que Berlín, durante los años anteriores a la guerra, se había convertido, como con tanta exactitud indica la autora de esta novela, “en un campo abonado para el epicureísmo y la diversión desenfrenada”. Se bailaba, se disfrutaba. Y la ciudad se pobló de bares, de salas de fiestas, de cabarets, sustentados bajo el dicho de “vive y deja vivir”. Hasta que apareció Hitler y se acabó la diversión. Poco a poco, por el impulso del nuevo orden, van borrando del mapa a los críticos, a los opositores, a los disidentes. Uno de estos personajes, Fritz, ante tal situación, saca de su cartera de piel un libro que pone ante los ojos de Yuri: Los amigos de Voltaire, de Evelyn Beatrice Hall, su gran descubrimiento, y lee un breve párrafo: “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”.
Sánchez-Garnica abre muchos frentes a medida que va avanzando en su novela. En uno de ellos se pone sobre el tapete un tema que, aún hoy, sigue siendo espinoso: la responsabilidad del resto de los países en ese despertar salvaje de una Alemania irreconocible. Uno de los personajes apostilla que tanto Inglaterra como Francia fueron cómplices del antisemitismo, poniéndose de perfil y mirando para otro lado. También resulta oportuno que la autora, en las últimas páginas de este relato, trate de abrirnos los ojos y proponga un debate sobre el papel de las mujeres durante esta época: “Eran los hombres los que hacían y sufrían la guerra (…), mientras nosotras, las mujeres, nos quedábamos cómodamente en nuestras casas”.
La guerra, todas las guerras —la rusa del año diecisiete, la mundial, e, incluso, la civil española, que también aparece al fondo—, obedecen siempre a un mismo patrón, a un mismo esquema en donde hay muy poco que pueda salvarse, ni siquiera el consabido patriotismo. El fundamento es el mismo, le explica Yuri a Axel. En todos los casos, el terror sirve para auparse al poder. Y, luego, están las víctimas, millones de víctimas inocentes. Con ese telón de fondo, asistimos, no obstante, a una auténtica y apasionante historia de amor entre Yuri y dos mujeres que, como en la Fortunata y Jacinta de Galdós, no se excluyen, sino que se complementan: Claudia, la dama exuberante de pasión desenfrenada y labios carnosos, y Krista, mucho más equilibrada, más cerebral, no exenta de inteligencia y belleza.
A quienes lean la obra no les pasará inadvertida una imagen que, no por repetida en todos los conflictos bélicos, resulta más impactante y descorazonadora, que Pérez-Reverte contempló con sus propios ojos —y dejó fielmente plasmada en Territorio comanche— durante su etapa de reportero en la guerra de los Balcanes: las montoneras de libros calcinados, “de sabiduría abrasada, devastada por la cerril incultura”. La cita de Heine, que reflota Sánchez-Garnica unas líneas después, resulta muy oportuna: “Ahí donde se queman libros, acabarán quemando personas”.
Por lo demás, estamos ante una novela ambiciosa, exigente, bien escrita —quizá demasiado bien escrita para un premio literario—, con una prosa sencilla, sin excesivas complicaciones, clara y directa; con un buen manejo del tiempo, aunque con un excesivo número de páginas —la causa no es otra que el firme deseo de no querer dejar ningún cabo suelto— y en donde, a veces, están de más ciertas e innecesarias explicaciones. Mantiene, de principio a fin, un tono melodramático y folletinesco que sirve para “enganchar” al lector desde las primeras líneas. Pero, al mismo tiempo, los asuntos tratados nos hacen pensar en la más que dudosa racionalidad del ser humano. De ahí la oportunidad de recurrir a Voltaire, el pensador y filósofo francés que puso luz sobre las tinieblas.
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Autora: Paloma Sánchez-Garnica. Título: Últimos días en Berlín. Editorial: Planeta. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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Hay que repetir, repetir hasta la saciedad ese pasaje de “Los amigos de Voltaire” y recordarlo en esta sociedad ajena a su espíritu, llena de suciedad. Y recordar y desenmascarar lo de “la mentira repetida… “, hoy llamado posverdad. Y desenmascarar a sus seguidores, los constructores de “relatos” (alguno glorificado en esta misma revista), adalides y precursores de nuevos totalitarismos: goebbelianos redivivos, dignos y mefistofélicos alumnos de tal luciferino maestro.