He estado leyendo recientemente la nueva biografía ilustrada El arte de vivir, sobre Lola Flores, escrita y llena de colores gracias a Sete González, que el año pasado se ocupó de hacer lo mismo con la vida de Camarón de la Isla, otra de las indudables leyendas musicales de la historia de nuestro país. Pero, como todos ya hemos podido intuir, Lola Flores es mucho más que música; ante todo es imaginario popular y símbolo de España y de la época dorada de la copla, ese «no canta ni baila, pero no se la pierdan» con la que conquistó al New York Times en el año 1953, tras su primera actuación en Estados Unidos.
A partir de aquí he comenzado a indagar sobre los amores de Lola Flores y sentirme identificada con cada uno de ellos. ¿Cómo eran los hombres capaces de llamar la atención de una mujer tan magnética que nunca pasaba desapercibida por su gran espontaneidad e ingenio de la palabra? Podríamos considerar a su primer gran amor a Manolo Caracol —aunque al parecer antes pasó por su vida el gran guitarrista Niño Ricardo—, con quien saltó a la fama gracias a la oportunidad de ser su pareja artística (la misma Lola presumía de ser ella quien contactó al gran divo del cante flamenco para comenzar a trabajar con ella). Como bien se explica en la biografía, Caracol sacaba lo mejor de ella artísticamente. Sus escenas sobre celos más que teatro eran una realidad; a pesar de la diferencia de edad y que Caracol era un hombre casado, se acabaron enamorando de una forma tóxica. Hasta que Caracol en medio de una discusión se «cagó en sus muertos», a lo que ella le contestó que le había puesto los cuernos con otro Manolo, Manolo González, que era un torero sevillano.
Cuando cruzó el charco y fue a América comenzó a vivir intensamente su vida amorosa, hasta el punto de llamar la atención de hombres como Gary Cooper o el magnate Aristóteles Onassis. ¿Cómo fue capaz de enamorar a hombres poderosos como políticos, empresarios, futbolistas, actores y figuras intelectuales del momento? Porque ella como figura por sí sola siempre ha sido una representación del «antielitismo», fiel defensora no del saber mucho, sino del «saber bonito», el tener gracia y salero, el admitir que no entendía nada sobre política y sintiendo gran orgullo cada vez que alguien la llamaba «Lola de España», sintiéndose representante del pueblo español independientemente de ideologías, funcionando incluso como unión. Ya lo dijo en alguna entrevista: que ella trabajó desde los doce años, sin saber, sin tener libros, pero que sin embargo sabía de cosas «más nobles».
Pero fue ella quien puso el ojo al gran amor de su vida, Antonio González «El Pescaílla», para ella el padre de la rumba catalana. Le hizo su compañero artístico, pero la situación era complicada, puesto que él acababa de tener una hija con Dolores Amaya, mientras que también tenía un romance con Carmen Santos, bailaora de la compañía de Lola, que se acabó quedando también embarazada de él. Pero, como era de esperar, el amor todo lo puede y acabaron viéndose a escondidas. Y por lo visto Antonio acabó proponiéndole que se casaran, dándole veinte días de plazo y amenazando con marcharse. Y así lo hicieron, también secretamente, hasta que acabaron teniendo tres hijos por todo lo alto. Antonio se había convertido en el gran amor oficial de la gran Lola Flores.
Pero no todo fue oro a relucir; mientras debutaban en el Teatro Calderón con La guapa de Cádiz (1967), él comenzó a verse con la mujer de uno de los cantaores. Ella llegó a confesar que perdió ocho kilos del disgusto, pero siempre les quedó el cariño tras tanto tiempo juntos, reconociendo en alguna entrevista que se respetaban, pero que ella debía sacar toda la pasión inagotable que llevaba dentro de manera innata. Al parecer, pasó los últimos años de su vida teniendo como amante a un gitano apodado «El Junco», bailaor en su compañía, al que dijo que si alguna vez le faltaba dinero, tan sólo debía escribir un libro contando su historia. Porque el amor de Lola también le llevaba a la caridad con todos aunque eso conllevase arrasar con su imagen pública.
Por tanto, no sólo es resaltable su amor hacia los hombres, puesto que ella amaba a los pobres y les daba dinero, al igual que era una mujer de su familia que había tenido que lidiar con la muerte de su padre y de su hermano siendo todavía joven (y yéndose de este mundo con un hijo desamparado que no aguantó su muerte). Presumía de ser de signo Acuario y un poco bruja, haciendo que leía la mano o una bola de cristal, cuando realmente utilizaba magistralmente su intuición, su forma de ser ella y abrazar las emociones del resto. También amaba a la comunidad LGTBI o, como les llamaba ella, los «mariquitas», que quería que fuesen a verla incluso estando muerta, el día en que habló de su propio entierro delante de Lauren Postigo y que también se menciona en esta biografía. Tampoco hay que olvidar su gran sensibilidad artística y su forma de recitar a Rafael de León hablando de Lorca («¡Cómo gemía dentro de tu esqueleto la poesía!») —y también de ella misma—.
Lola Flores es mucho más que un icono popular y un símbolo de la humildad en el ámbito artístico; también representa el triunfo de la gracia, la improvisación y la personalidad (el duende) frente al academicismo. A pesar de que ahora se ponen en boca frases que no son realmente suyas (como el «manosea tus raíces» del reciente anuncio de Cruzcampo), cabe recordar todo lo que hizo y dijo realmente en vida, mostrándose rebelde, moderna e ingobernable, mostrándonos un modelo de feminidad avanzado a su tiempo. Cuando desgraciadamente el cáncer nos la arrancó de esta vida (dejándonos a todos un poquito más huérfanos de identidad), no se fue sin decirle a su amor de toda la vida, al Pescaílla, que quería pedirle perdón por si le había hecho daño. Él contestó «No tengo nada que perdonarte». Y así se nos fue, llena de amor, como cantaba en «A tu vera»: «Siempre a la verita tuya, hasta que de amor me muera».
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Autor: Sete González. Título: Lola Flores, el arte de vivir. Editorial: Lunwerg. Venta: Todostuslibros y Amazon
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