«Escribiría yo algunos de los grandes relatos al completo, y dejaría muchos solamente colocados en el plan y esbozados. Los ciclos deberían estar vinculados a un todo majestuoso, y aun así dejar espacio para otras mentes y manos, empuñando pintura y música y drama».
Esta es una cita de una carta de J. R. R. Tolkien a su editor, hablando de cómo su ambiciosa idea inicial era componer un «corpus cosmogónico» de leyendas quintaesencialmente británicas (despojadas de toda influencia mediterránea o francesa como ya le había ocurrido al rey Arturo), y se ha usado a menudo para justificar miles de historias basadas en sus creaciones, sobre todo la Tierra Media y sus habitantes. Aunque tanto él como sus herederos siempre se han hecho mucho de rogar antes de ceder derechos de adaptación, algunas de ellas ya están viendo la luz: El hobbit y El Señor de los Anillos ya fueron convertidos en seis películas de larga duración, y ahora las migajas contenidas en los apéndices de la segunda novela han dado pie para un proyecto más libre, de los que suelen concebir de manera más o menos pública los muy aficionados a lo tolkieniano: una historia donde aparezcan algunos de los grandes personajes de este «mundo subcreado», junto a lo que tu imaginación te sugiera. Es fácil, sin embargo, olvidar la palabra siguiente que contenía la citada carta de Tolkien: «Absurdo». Tómeselo cada uno como quiera.
Inasequibles al desaliento, sin embargo, y viendo el éxito que se marcó HBO con la fantasía medieval en Juego de tronos, Amazon pagó un auténtico dineral por esos derechos, pensando que qué mejor que resucitar al gran padre venerable del género para quitarle, precisamente, ese trono al rival. La serie resultante, de ocho episodios, y cuya segunda temporada ya se está rodando (más les vale, porque se gastaron dinero a espuertas con un plan de cinco), ha dividido a los fieles y ha producido ríos de palabras e imágenes como reacción. He aquí nuestro afluente.
[Aviso de destripes (¡Sauron! ¡Gandalf!) en todo el texto]
En la obra de Tolkien la Tierra Media es una especie de Europa mitológica, con el mar al oeste y una gran extensión de tierras cada vez más lejanas hacia el este y el sur. Los relatos de Tolkien dividen la existencia en cuatro «edades», de las cuales la Primera, llena de épica y criaturas inconmensurablemente más elevadas que las de eras siguientes, ya ha pasado, y estamos ahora en la Segunda Edad, mientras que El hobbit y El Señor de los Anillos ocurrirán en la Tercera. La serie pasa por encima de todo esto de puntillas, usando la cuidadosa cronología de Tolkien solo como guía general y comprimiendo eventos de varios siglos en mucho menos tiempo. Esta es solo la primera de las muchas críticas hechas por los aficionados más puntillosos, y lo primero que hay que decir es que si se viene a esto con ese nivel de escrupulosidad, la serie no será más que una sucesión de decepciones. En este sentido, la serie es claramente heredera más de las películas de Peter Jackson que de los libros de Tolkien, y gran parte de las referencias y recuerdos a los que se alude vienen más de las unas que de los otros. Los orcos, por ejemplo, siguen siendo unos seres monstruosamente deformados y repulsivos, en lugar de los temidos enemigos de tez «de tipo mongol», a lo huestes de Gengis Khan, que ilustran, de nuevo, lo que unos europeos medievales verían como el gran peligro que acecha a su levante, y que ojalá nunca se acerque del todo. Y como este, muchos más detalles en cuanto a lenguaje cinematográfico, música, actuaciones, etc. Muchos cambios hechos para las películas se han convertido en un nuevo canon para la Tierra Media. Es lo que hay. Sin embargo, una vez que se aceptan las (nuevas) reglas del juego, hay mucho con lo que disfrutar.
Se supone que antes de llegar a ser lo que ahora es, esta tierra estuvo habitada por seres divinos que crearon y moldearon lo que existe, incluyendo una raza de criaturas, los elfos, inmortales (por vejez o enfermedad, pero sí se los puede matar) y sin embargo destinados, pasados unos miles de años, a retirarse del lugar, junto a otras criaturas como los enanos o los hobbits, para dejarlo todo en herencia a los últimos en llegar, los hombres, en cuyos cuentos o leyendas han dejado su único rastro actual. Los hombres son unos seres que poseen un don que los elfos, desde su superioridad inicial, envidian en cierta medida cuanto más tiempo viven: la mortalidad. Este es un tema común a las historias de seres inmortales (como vampiros u otros): por mucho que la inmortalidad parezca una bendición deseable, cuando esta se estira y alarga durante milenios, acaba apeteciendo apagar la luz del todo.
La luz es precisamente uno de los leitmotifs principales de esta historia, y en especial de la serie. En las leyendas sueltas pero relacionadas entre sí que escribió Tolkien y que se acabaron recopilando tras su muerte en El Silmarillion se cuenta en gran detalle toda una mitología del inicio del universo y la vida, incluyendo el hecho de que el sol y la luna que tenemos sobre nuestro planeta no son más que restos de unas creaciones anteriores en forma de árboles, de los que manaba la luz que alumbraba la existencia de sus criaturas, apartando de la tierra la oscuridad, el miedo y el peligro de muerte. El Bien, con mayúscula, ilumina. El Mal, con una mayúscula aún más grande, ensombrece, eclipsa, llena todo de tinieblas. Cuando esas sombras acechan, hace falta unirse contra ellas, o si no, serán ellas las que venzan, quizá para siempre. La llamada a la unidad es, pues, el otro gran motivo de la trama, desde los altos elfos como Galadriel, que sobrevivió a las heroicas batallas de la Primera Edad y por eso está siempre alerta, hasta las criaturas más bajas (literalmente), como los pelosos («harfoots» en el original, «los de pies duros»), pasando por hombres de corta vida o enanos siempre ocupados con sus minas bajo tierra: todos tienen su granito que aportar, y ninguna contribución es demasiado pequeña. Tolkien redactó El Señor de los Anillos a la sombra de la Segunda Guerra Mundial y, aunque siempre resistió interpretaciones alegóricas de su obra, es casi imposible encontrar un momento más adecuado en la historia humana para situar un relato como el suyo, centrado en un Mal casi absoluto que debe ser resistido a toda costa y sacrificio. De la misma forma, y dado que cada libro, película o serie que aparece intenta hablar de su propia época aunque en principio trate del pasado (o de lugares ficticios), esta serie ha coincidido en el tiempo con algo que se puede interpretar (precisamente también en el sudeste de su territorio), como un nuevo renacer de esa sombra malvada que quizá nunca desaparezca del todo y ante la cual el único recurso es unirse contra el enemigo común, olvidando las diferencias. No era la intención de los guionistas, cuyo trabajo es anterior a los sucesos de nuestra Historia, pero viene que ni pintada.
Las razas a las que unir esta vez, como hemos visto, son principalmente las de los elfos, los enanos y los humanos. Habiendo sido creados por separado, en momentos diferentes y con atributos semejantes y desiguales entre sí, son en principio parte del Bien, pero algunas veces ha habido serios encontronazos entre ellos que han producido rivalidades y desconfianzas. El guion aquí trabaja bastante duro para que, primero, el futuro de los elfos acabe dependiendo de los enanos y, segundo, los personajes que consiguen esa colaboración entre ambos tengan las características necesarias para propiciar ese entendimiento a pesar de la opinión general de sus propias razas. Entre lo primero está el mithril, un mineral de gran importancia que aún encierra restos de las míticas primeras fuentes de luz de la Tierra Media, y al que los elfos solo pueden acceder con ayuda de la pericia (y el permiso) de los enanos, y como lo segundo están Elrond y el príncipe Dúrin, dos personajes de alta alcurnia en sus respectivas esferas, pero no gobernantes de sus pueblos. El haberse conocido anteriormente ayuda al primer contacto, pero finalmente es su empatía y su capacidad para ponerse en la piel del otro lo que trae un acuerdo entre ambos, del que aún hay que cuidar mucho, porque su cumplimiento depende de las decisiones de otros (Gil-galad, a quien para abreviar llaman una especie de «rey supremo» de los elfos, y Dúrin III, monarca también de los enanos de Khazad-dûm, futura Moria). Por su parte, los humanos están representados por la nación isleña de Númenor, donde se debate, y mucho, sobre la influencia élfica que debería permitirse en el lugar (todo el tema de «vienen y nos quitan el trabajo», cual mitin «trumpero» es quizá unos de los momentos más chirriantes de la serie), y las Tierras del Sur («Southlands»), donde parecen vivir una existencia empobrecida, rural, penosa y atemorizada, y por ello estupendo caldo de cultivo para quien venga a prometerles algo que los saque de esa vida. Adar, un elfo caído en las garras del Mal hace tiempo y ya más orco que otra cosa, es uno de ellos, y entre promesas, profecías y demostraciones de fuerza logra dividir a la escasa población local, reduciendo aún más sus posibilidades de salir de la precariedad.
La serie sigue a todos ellos a través de diversos personajes, que luego entran en contacto unos con otros, pero mientras tanto, ayudando a menos de un metro de estatura sobre tierra, están los pelosos, antepasados de los hobbits, que no aparecen en los libros más que como mención de pasada, y a quienes obviamente se ha incluido porque dieron muy buen resultado en las películas, y porque sin su encanto llano y campechano la cosa se podía poner demasiado campanuda. En contra de los mansos pueblecitos asentados en la futura Comarca, estos pelosos son nómadas, pero al parecer de una forma organizada, o sea, que se mueven continuamente, pero haciendo siempre el mismo recorrido circular, e incluso advirtiendo cada día, como hacía el sargento de Canción triste de Hill Street («tengan mucho cuidado ahí fuera») que nada de salirse del camino. Esto a veces produce en algunos de sus individuos la misma sensación de hastío que en el futuro sentirán Bilbo y Frodo, la de buscar algo más de lo que ya conocen, llegando a ser una tuerca importante en la historia de la Tierra Media. Completando la sensación de dualidad está el tema de que hablan mucho de apoyarse unos a otros mutuamente y tal y cual, pero jamás parecen ayudar al que se quede atrás por incapacidad de mover su carro, y por mucho que cada año hagan una ceremonia en recuerdo de los que ya no están, no acaban de ser del todo tan solidarios como se creen. De todas formas, pasan la primera temporada apartados de todos los demás pueblos, con el único detalle importante de ser los primeros que encuentran a un extraño hombre que parece haber caído del cielo, sin conocimiento de quién es ni capacidad de hablar. Más sobre él (y ellos) más adelante.
Un detalle que ha resultado muy productivo para la serie es el de ocultar hasta el final de la primera temporada la verdadera identidad de dos de sus personajes más importantes, Sauron y Gandalf. Estos son dos seres no ya inmortales, sino «angélicos», en el sentido de que son directamente enviados por los dioses creadores, y que aunque puedan resultar dañados, derrotados y hasta aparentemente muertos, siempre podrán volver con otra apariencia diferente (Sauron ya lo ha hecho, y Gandalf el Gris volverá como el Blanco en la Tercera Edad). Sauron es uno de los lugartenientes del Gran Malvado, Morgoth, durante cuya ausencia temporal aprovecha la ocasión para ascender, y Gandalf es un enviado divino para intentar equilibrar un poco las cosas. Sauron, anteriormente derrotado, está ya poniendo planes en marcha para volver en plena forma, y Gandalf ha llegado, caído en un meteorito, como un humano barbudo, de mediana edad, pero completamente ignorante de quién es, qué hace aquí, qué poderes tiene y para qué ha de usarlos. Es aquí donde la gran maquinaria universal agradece la ayuda de los pelosos, cuya contribución a lo que se espera sea la victoria final es ser el primer punto de contacto de este recién llegado ser y ponerlo, sin saber que lo estaban haciendo, del lado del Bien, a través de su bonhomía y compañerismo. Sin ellos, quizá Gandalf habría fracasado en su intento, de la misma forma en que los otros istari enviados como él (Saruman, Radagast, Alatar y Pallando) fallaron en su misión. Sin embargo, durante toda la serie, la trama jugaba a dejar migas de pan que al final han resultado ser bastante claras incluso para quien solo había visto las películas anteriores, pero que eran recibidas con tanta suspicacia por el Twitterverso que cada semana ambos nombres eran tendencia. La serie a veces incluso parecía llegar directamente al troleo, como cuando un sureño le pregunta a Adar directamente si es Sauron y este lo tira al suelo violentamente. Lo cual tampoco lo descartaba al cien por cien. Al final sí, Halbrand, el hombre que comienza salvando a Galadriel de un naufragio, continúa haciendo amigos y enemigos en Númenor, luego pasa a ser aclamado como rey del sur tras una enconada campaña guerrera y acaba ayudando a los elfos a forjar unos objetos de gran poder (los anillos del título) resultará ser el nuevo disfraz terreno de Sauron, la nueva encarnación del Mal que Galadriel llevaba siglos aguardando, y que fue incapaz de ver cómo crecía bajo sus propios ojos, hasta que ya era demasiado tarde. Cada uno lo verá como le parezca, pero la verdad es que el suspense al respecto ha sido divertido, y las caras de los muggles del tema al oír hablar a los tolkiendili de su vida sobre maiar, herreros y apariencias hermosas («Bring forth the Silmarillion») en defensa o para atacar cada teoría han debido de ser todo un poema.
Una de las cosas que más han dado que hablar de la serie, sin embargo, es la del reparto y los acentos. La de los acentos, que seguramente se pierda entre los espectadores no angloparlantes, es que los elfos y los númenoreanos hablan con acento de clase alta inglesa, los orcos con acento de mafia cockney londinense, los enanos con acento escocés, los humanos sureños con acento del norte (post)industrial de Inglaterra y los pelosos con acento irlandés. Todo esto ideado por guionistas estadounidenses. Como puede adivinarse, esto se hizo para dar una identidad individualizada a cada raza y algo más de sabor en su lenguaje, pero en contra ha provocado las lógicas quejas de reforzar topicazos sobre cada forma de hablar. Los enanos son currantes y avaros (¿como los escoceses?), los pelosos son rurales, sencillos, animados y poco lectores (¿como los irlandeses?), los elfos sabios y altaneros, los orcos ignorantes y violentos y los sureños unos norteños desamparados con cada vez menos recursos. Queda muy pulcro y ordenado, sí, pero revela una forma de mirar al mundo que puede no resultar del agrado de los afectados.
En cuanto al reparto, se ha puesto el grito en los oídos de Ilúvatar sobre la cantidad de actores no blancos que aparecen. Entre los debates sobre si Tolkien (varón blanco anglosajón, escribiendo desde el punto de vista británico sobre una proto-Europa mitológica, como ya hemos dicho) los habría descrito así a cada uno o no, o si de verdad, como ha dicho alguno de los guionistas, quien se oponga a este tipo de repartos está en contra de la unidad necesaria entre los seres humanos y es por lo tanto parte del Mal, hay opiniones para todos los gustos. La mía, por si a alguien le interesa, es que no me parece mal que el reparto de esta obra en concreto incluya gente de diversas razas: es un mundo ficticio, y esta serie en concreto bebe de unas fuentes que están lo suficientemente sin rellenar como para poder concebir el proyecto así. Además, los papeles principales son todos blancos (Galadriel, los elfos excepto Arondir, Dúrin padre e hijo, Gandalf, Halbrand, Nori, etc). Tampoco me parece mal que esto mismo ocurra en otras series, películas y obras de teatro. Lo que sí me parecería mal, y no sé hasta qué punto ocurre o no (los profesionales del tema lo sabrán mejor), es que esto se convirtiera en norma obligada hasta el punto de que no se aceptara hacerlo de otra forma. La última película basada en novelas de Jane Austen convierte en negros o malayos a varios de sus personajes. La última adaptación a serie de Los miserables convirtió a Javert en negro, y Thénardier estaba interpretado por un actor de origen pakistaní y keniano, con lo cual sus hijos tampoco eran blancos. En el último macro-Shakespeare de la BBC, The Hollow Crown, la reina Margarita de Anjou también estaba interpretada por una actriz negra. Y así sucesivamente. Al menos en las producciones británicas y norteamericanas ya nunca parece haber repartos solo blancos, aunque sí los hay solo de otras razas. Y si esto es así porque es la visión individual de cada uno de los directores o showrunners, uno por uno, no hay problema. Pero yo creo que sí lo habría si se empieza a rechazar de salida por parte de las productoras el que así fuera, porque eso es un límite a la creación artística. Desde luego, en una nueva versión de las películas tolkienianas de Jackson, ahora mismo sería imposible que los nueve personajes de la Comunidad del Anillo y los trece enanos de la compañía de Thorin fueran interpretados por varones blancos, como ocurrió en la primera adaptación, y el director que quisiera plantearlo así seguramente lo vería rechazado. A mí eso, sin querer llevarlo más lejos, me parece que entraña un cierto peligro. De todas formas, si alguien quiere llevar este tema por el terreno de la guerra cultural en apoyo de causas de otro tipo, eso es decisión de cada uno.
Pero para terminar (por ahora: probablemente edite y amplíe esta entrada más adelante, o añada otra), la serie ha hecho buen uso del dinero invertido y se ha tomado libertades pero las ha llevado por un camino que al menos es consistente, y con las ideas motrices claras. Seguramente no llega al carisma del que disfrutaron las primeras películas, especialmente en las actuaciones, pero este nuevo paseo por la Tierra Media merece la pena.
(La lista de todas las reseñas de este blog, por orden cronológico, puede encontrarse aquí)
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