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Los años rotos

La prima guapa de nuestra célebre Nada llega a Las resistentes, la sección en la que el escritor Andrés Barba rescata para Zenda grandes libros de pequeñas editoriales. Los años rotos, de Dacia Maraini, libro publicado por la editorial Altamare traducido por Raquel Olcoz y con epílogo de Lidia Falcón, es una excelente recuperación.

Resulta curioso cómo la distancia otorga a autores aparentemente opuestos un relativo “aire de familia”. En la narrativa italiana que abarca desde los años cuarenta hasta bien entrados los setenta hay más obras maestras por metro cuadrado que en muchos países europeos durante siglos. La lista de los cabezas de cartel es estelar: Cesare Pavese, Natalia Ginzburg, Alberto Moravia, Elsa Morante, Italo Calvino, Lalla Romano… Dacia Maraini, menos conocida para el público español y un poco ensombrecida por su propia celebridad como dramaturga (autora, entre otras obras, del célebre Diálogo de una prostituta con su cliente), pertenece a esa coalición de narradores que nadie sabe qué desayunaron. Hija natural de la sobriedad de una Ginzburg o un Pavese, pero tamizada por una clara influencia del nouveau roman francés y con la inyección de una evidente cosmovisión feminista, Maraini es, como todas ellas, no solo buena escritora, sino también triste; tristísima. Pero quizá sea engañoso presentarla así. Su forma de gestionar narrativamente la tristeza es tan lejana a la nuestra que uno asiste a esta narración (como a los primeros films de Goddard) como si se tratara de una fábula con moraleja en suspenso. La tristeza, más que una sucesión de catastróficas desdichas, es un estado del ser, una metafísica que borra los sentimientos humanos y deja solo gestos, unos gestos al borde de la abstracción.

"En la narrativa italiana que abarca desde los años cuarenta hasta bien entrados los setenta hay más obras maestras por metro cuadrado que en muchos países europeos durante siglos"

Los años rotos sería, en versión italiana, como la prima guapa de nuestra célebre Nada. La historia, igual que lo de la tristeza, tampoco importa tanto: muchacha de clase trabajadora, padre inútil y novio rico sin más intención que despacharla, recibe una serie infinita de golpes: aborto, muerte, pobreza, inquietud ante el futuro, desamor… A Enrica (que así se llama) no le falta de nada. Lo sospechamos, en realidad, desde el principio, y por eso no nos sorprende tanto que la vida no le dé tregua (tampoco parece sorprenderle a la propia Enrica, que asiste a su infortunio con una indiferencia budista), pero sí de lo maravillosamente bien que están diseñadas muchas de las escenas de este libro, de la forma en la que esa “distancia” metafísica parece limpiar de sentimientos demasiado literarios todas las escenas objetivamente tristes y deja a los personajes en un estado de pureza lunar, como si fueran espectros que asisten a sus propias vidas. Una sensación que reconocerá cualquier buen lector de Marguerite Duras, a quien creo que este libro debe buena parte de su fuerza. Hay, por ejemplo, un diálogo en el que una vieja millonaria habla a Enrica de su gigoló adolescente que en unas manos menos cuidadosas habría podido convertirse en un pastiche de lugares comunes y aquí tiene una estupenda rotundidad. Y ese padre que construye jaulas-palacio para pájaros podría haber parecido un símbolo demasiado obvio, pero aquí funciona con mucha eficacia.

"La diferencia entre la mala y la buena literatura no es, o no es solo —ya lo decía Pavese— una cuestión de forma, sino de “respeto” (qué bonita palabra) a la verdad"

La diferencia entre la mala y la buena literatura no es, o no es solo —ya lo decía Pavese— una cuestión de forma, sino de “respeto” (qué bonita palabra) a la verdad. Nos gusta lo que leemos no solo porque reconocemos que está hermosamente escrito, sino porque hay una violenta corroboración de la realidad, un “asombro de reconocerse”. Lo mejor que se puede decir de la narrativa de Maraini es precisamente eso: que mediante un recurso de limpieza extrema comunica mucho más radicalmente el centro de la experiencia que una escritura “literaria”. Los años le han sentado bien a esta novela, y los defectos propios de su tiempo son perdonables y a ratos hasta simpáticos. Maraini tiene toda la energía de sus compañeras de armas (Ginzburg, Romano, Morante) —repito: ¿qué desayunaban?—, pero con una dote escénica que, como dice Lidia Falcón en el epílogo, es fácil de atribuir a su condición de dramaturga. Una excelente recuperación.

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Autor: Dacia Maraini. Título: Los años rotosTraducción: Raquel Olcoz. Epílogo: Lidia Falcón. Editorial: Altamarea. Venta: Amazon

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