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Los archivos del Gran Teatro de Oklahoma (III)

Foto de portada: Jeosm

El Gran Teatro de Oklahoma, según Kafka “el teatro más grande del mundo”, albergó en su seno un archivo con centenares de libros prácticamente desconocidos. Los tres escritores que firman esta sección presumen de haber descubierto algunos de esos libros y han decidido dar a conocer breves retazos de los más oscuros, inquietantes y extraños de ellos.

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El carillón dio las tres, de Kitty Münchendünglach, Hamburgo, 1901. (Continuación)

(Final del capítulo 5) “Calaverus miró hacia atrás. Los dos hombres con gabardina que lo seguían estaban demasiado cerca. Eran polis que disimulaban mal su oficio y eso le hizo sonreír. «Estáis a mi merced», se dijo, y, efectuando un quiebro veloz, Calaverus entró en la primera taberna que encontró. Una vez dentro, se sumió entre el gentío que abarrotaba el local por ser el día de Santa Wagunda, festividad de la ciudad. Los dos policías de paisano corrieron para precipitarse también en la taberna. Craso error. Pese a estirar sus cuellos y apartar sin miramientos a los clientes del bar, terminaron por perder la pista de Calaverus, huido por una ventana del retrete al amparo de dos prostitutas que lo conocían. Al hacerlo, ninguna de las dos sabía que ‘El Filósofo’, como llamaban al asesino, acababa de dar matarile a Gretchen la Soplona, una de sus compañeras de la calle, y que no tardaría en hacer lo mismo con una de ellas.”

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Las canciones de Evita Perón, de Leonardo Polsky, Buenos Aires, 1968.

(De la contracubierta). En un baúl precintado, enviado anónimamente a la embajada argentina en Estocolmo en las navidades de 1958, donde había llegado por valija diplomática como material para fiestas infantiles, se hallaron doce cuadernos de caligrafía verdes. En ellos había una serie de veintidós poemas a mano, enunciados en sus títulos como “milongas”, cuya firma era totalmente reconocible: Eva Perón, junto a la cual estaba escrito “mis canciones”. La mayoría de dichas canciones iba acompañada de una elemental partitura con su música, cuya autoría hay que atribuírsela también a la Inmortal Dama. La actual edición de tan bello hallazgo, en edición del erudito peronista Leonardo Polsky, permite sumar una nueva virtud al racimo de talentos de la personalidad más importante de la Argentina de todos los tiempos. Una de las milongas dice así: “Amado el mayor amante, / por más mentas Presidente, / que en tabernas y elecciones / siempre se supo valiente”. Como Polsky apostilla: faltaba una Evita poeta y ahora ha florecido.

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La mujer detective, de Anita Valderrama, Madrid, 1949.

(Sinopsis). En el Madrid de los primeros años de la República, se produce una serie de robos en casas de familias adineradas y de abolengo. Los robos son siempre con nocturnidad y con el mismo objetivo: las joyas de la casa. Tienen, además, una misma marca, lo que hace sospechar en un único y mismo ladrón. Clotilde Lasheras, hija del inspector jefe de la policía madrileña y detective aficionada, investiga por su cuenta esos robos gracias a la información y las pistas que sonsaca hábilmente a su padre. Merced a sus pesquisas, Clotilde facilita la labor policial, al hacer pasar como de los hombres de su padre los logros de su labor detectivesca. Paulatinamente, las deducciones de Clotilde van dirigidas a un inesperado lugar: el Convento de la Encarnación, en el que la Superiora, antaño marquesa viuda, padece de un pertinaz sonambulismo, en cuyos trances se convierte en una intrépida ladrona de guante blanco y desvalija los joyeros de las familias aristocráticas que, en vida del difunto marqués, ella solía frecuentar. Cuando Clotilde resuelve el caso, después de llevar a su padre y a sus hombres hasta una trampa tendida a la Superiora en el tejado del convento, por donde la monja salía a perpetrar sus robos, esta despierta de su hipnótico sueño y, desconcertada, tropieza en una teja y cae al vacío. Tras su muerte, nunca se pudo hallar el botín de las joyas. La novela, carente de una trama atractiva, no obtuvo ningún éxito. Posteriormente, durante años se sospechó que, tras el nombre de Anita Valderrama, se escondía la verdadera identidad de Carmen Polo de Franco. Nadie de la familia del Caudillo lo ha desmentido hasta la fecha.

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Espirales de un cisterciense. Recuerdos y estampas, Anónimo, Miami, 1967.

(Escogemos tres “recuerdos o estampas” de la parte central. Aunque a lo largo del libro no hay indicadores sobre la diferenciación genérica, entendemos, por el uso de los tiempos verbales, que el primero es un “recuerdo”, y los dos siguientes “estampas”. En cualquier caso, el carácter onírico del “recuerdo” le concede un aire de “estampa”. Y se podría argüir que las siguientes estampas han sido dignas de recuerdo, al menos, para el autor, monje, novicio o impostor del monasterio cisterciense de Miami, de posible origen borinqueño. No sorprende que la tirada de este libro sea tan escasa, realizada en imprenta de la ciudad y nunca distribuida).

"Más tarde, crucé bosques y llanuras hasta encaramarme en la gran muralla China"

“La noche en la que por fin besé a la cantante se rompió el collar que la santera me regaló en Puerto Rico. Luego me quedé dormido. Nadaba entre témpanos de hielo con un grupo de amigos y amigas. Miré sus pieles erizadas bajo el agua. Y oí una voz que dijo:

—Los pezones —los femeninos y los masculinos— son anzuelos para reyes abisales.

Más tarde, crucé bosques y llanuras hasta encaramarme en la gran muralla China. Allí me encontré a una niña oriental, que me llevó de la mano hasta una biblioteca, donde, por fin, me sentí cómodo.

Estaba durmiendo en el sillón, con las obras de Turguéniev en el regazo, cuando me despertó una escritora argentina, quien me llevó al diván de sus análisis. Desde Resurrección, me está besando.

Hay una serpiente rota a los pies de la cama.

***

Me reciben en la gran sala de espera. Solo pretendo que me quiten de dentro el fantasma que ha querido habitarme. Me lo describen con la misma exactitud que yo he entrevisto: cabeza redonda, cejas sin pelo pero marcadas por el hueso, barbilla puntiaguda pero pómulos anchos.

Al ver cómo extienden sus manos, les advierto:

—Es justo lo que él me ha pedido. Reiki.

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Rezo arrodillado ante el escudo. Hecho de madera y ropa. El escudo que protege la puerta y que perteneció a la Señora.

Me he permitido encender la misma vela que ella utilizó, y de la que dejó un palmo.

Le pregunto a la llama:

—Quién soy.

Como no me contesta, le quito a la vela, sin apagarla, las gruesas conchas de cera, y asoma una vela perfectamente negra, a cuyo alrededor queda un círculo de nieve seca.

La tensión ligera de la llama me sugiere levantarme.

Con la vela en la mano, atravieso la puerta.

Al hacerlo, oigo que, a mi espalda, el escudo ha caído y se ha roto contra el suelo de piedra.”

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Los constructores de la pirámide, de Jean-François Keops, Barcelona, 1988.

Jean-François Keops, cuyo nombre es sin duda un seudónimo, asegura que esta novela es el producto de una serie de sueños en los que un «anciano egipcio» le reveló el secreto de la construcción de las pirámides y los templos egipcios. El anciano se presentaba como «el rey de Sais», la vieja capital faraónica de la que, en el presente, no queda ni una sola piedra. A partir de entonces Keops, cartero de profesión y radioaficionado, gran lector de ciencia ficción y admirador y defensor acérrimo de Erich Von Däniken, con quien había llegado a cartearse, dedicó todo su tiempo libre a estudiar la civilización egipcia y viajó varias veces al país de los faraones. Su sueño era pasar una noche en el interior de la pirámide de Gizah tal como hicieran en el pasado personajes tales como Napoleón o el millonario Henry Ford, en la creencia de que es durante la noche cuando la pirámide, por así decir, se «activa», transformando al ser humano que hay en su interior en un ser superior dotado de poderes extraordinarios. Después de muchos esfuerzos burocráticos y administrativos, lo consiguió. Nadie sabe a ciencia cierta lo que sucedió esa noche y Keops jamás reveló lo que había visto o experimentado allí dentro, pero al salir de la pirámide tenía el pelo completamente blanco. A su regreso a su Clermont-Ferrand natal, pidió una excedencia del servicio de Correos y se dedicó a escribir la que es, al parecer, su primera y única novela. El éxito inesperado de Los constructores de la pirámide convirtió al que era un perfecto desconocido sin relación alguna con el mundo literario y carente, incluso, de educación superior, en una celebridad internacional. Keops fue recibido por el Presidente de la República, por el papa, por el Agha Khan, por el presidente de los Estados Unidos Ronald Reagan, por la reina de Inglaterra, por Carlos Castaneda, por el Dalai Lama, y por diversas personalidades del mundo del espectáculo tales como Nancy Sinatra, Julio Iglesias y Harvey Keitel, y a su alrededor se creó un grupo de seguidores que le consideraban un sabio y un guía, aunque Keops siempre rechazó el título de maestro y aseguró que todo lo que había escrito en su libro provenía de los comunicados del anciano rey de Sais y de las propias revelaciones de la pirámide. Denostado por los egiptólogos académicos, criticado por el aire «místico» y revelatorio de su novela, Keops, cuyo verdadero nombre era Eugène Martin Beltoise, murió en la Ciudad de México durante una gira de encuentros con los lectores en circunstancias misteriosas y todavía no esclarecidas.

"Akhmesis IV emprende una serie de guerras con el único objeto de capturar esclavos para que trabajen en su pirámide, y Egipto se llena de hombres de razas desconocidas"

La novela trata de un faraón imaginario, Akhmesis IV, obsesionado con alcanzar la inmortalidad mediante la construcción de una pirámide que iguale o supere en esplendor a las célebres de Gizah. Pronto comprende que la construcción de una pirámide como las que ya existen es una tarea no solo difícil sino absolutamente imposible, y que nadie sabe en Egipto cómo lograron los antiguos realizar tales hazañas de ingeniería. Esta parte de la novela, en la que todos los intentos por así decir «racionales» de construir la pirámide se revelan inútiles, es para muchos lectores la más apasionante. Los arquitectos del faraón declaran que solo cortar las piedras en las lejanas canteras y trasladarlas hasta el lugar donde será construida la pirámide supondría un esfuerzo tal que aunque todos los hombres de Egipto se dedicaran solo a esa tarea descuidando todas las demás, se tardaría unos doscientos años en terminarla. Pero ¿cómo mover luego las inmensas piedras y colocarlas unas sobre otras? ¿Y cómo realizar los cálculos exactos para orientarlas de acuerdo con las estrellas y los planetas, tal y como habían hecho los antiguos constructores? Akhmesis IV emprende una serie de guerras con el único objeto de capturar esclavos para que trabajen en su pirámide, y Egipto se llena de hombres de razas desconocidas que viven encadenados. Pero el número de esclavos y de trabajadores es ya excesivo, y los problemas constructivos no se solucionarán con más hombres tirando de las enormes piedras, con más hombres empujando, con más hombres cortando árboles y construyendo rampas, con más látigos, con más muertos. Veinte años han pasado, Akhmesis es ya un hombre mayor y de su gran pirámide apenas se han colocado unas pocas piedras. «Si otros pudieron», dice Akhmesis lleno de furia, «¿por qué yo no puedo?» Poco a poco comienza a enloquecer y a convertirse en un tirano sanguinario. Manda arrojar a los cocodrilos a los arquitectos principales y a los maestros de obra, convencido de que son traidores que han querido engañarle, y hace que toda la corte presencie el horrible espectáculo. Se nombra a otros arquitectos, a otros maestros de obra, se capturan más esclavos, a los que se lleva hasta el límite de la resistencia. Pronto se hace evidente que la obra es irrealizable: no hay canteras para extraer tantas piedras, ni instrumentos de medición que permitan cortarlas con la perfección necesaria, ni bosques para talar tantos árboles para construir tantos barcos que las transporten por el Nilo ni ingeniería capaz de mover las enormes piedras para colocarlas de la forma adecuada. Los ministros de Akhmesis le aconsejan que abandonen su sueño. «Los hombres», le dicen, «no deben emprender obras imposibles». Akhmesis convoca a toda su corte y les hace contemplar cómo sus ministros traidores son torturados durante horas y finalmente arrojados a los cocodrilos.

Entonces la trama da un giro inesperado con la aparición de un viejo esclavo liberto llamado Moisha que trabaja como preceptor en una casa noble. Moisha asegura que él conoce el secreto de la construcción de las pirámides y que está dispuesto a revelárselo al emperador y a sus arquitectos con el fin de detener la sangría y evitar la destrucción de Egipto. Todos dudan que un viejo esclavo, por ilustrado sea, conozca esos secretos que los sabios más renombrados del imperio ignoran, pero Akhmesis accede a escucharle. ¿Qué tiene que perder? Es ya un hombre maduro, pronto será un viejo y su pirámide está apenas comenzada. Le dice a Moisha que si lo que asegura es cierto le colmará a él y a todos sus descendientes de riquezas, pero que si no lo es, ensayará con él y con los suyos tormentos de crueldad inaudita.

"Aquí es como comienza el viaje imaginativo de Moisha y los doce constructores de la pirámide"

Comienza así la parte más misteriosa de la novela. Moisha dice que necesita a seis hombres y a seis mujeres en los que tiene que reconocer un cierto signo en la frente, tres meses de tiempo, una cámara tranquila y silenciosa, a ser posible subterránea aunque con una abertura para que entre la luz del sol, y un espejo. Pide también otras cosas: ciertos ungüentos, ropas elaboradas de cierta forma y con ciertos materiales, las semillas de ciertas flores, instrumentos de dibujo para trazar ciertas formas geométricas, y establece una dieta rigurosa para los tres meses de tiempo durante los cuales los doce constructores de la pirámide vivirán completamente aislados del mundo y sin interferencia alguna del exterior.

Aquí es como comienza el viaje imaginativo de Moisha y los doce constructores de la pirámide y cómo se nos revela, de acuerdo con Keops, la verdadera forma en que los egipcios construyeron sus inmensos templos. Soñar es lo único que nos queda en este mundo lleno de dolores incomprensibles y de incomprensibles maravillas.

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Jorge Manuel Manzanera
Jorge Manuel Manzanera
2 años hace

Hace unas semanas puse un comentario a este blog que nunca ha llegado a aparecer, por lo que supongo que ha sido censurado. En las normas de los comentarios se dice que no se aceptan los injuriosos ni los contrarios a la ley. Yo decía que este blog me parecía de dudosa calidad (hablando siempre desde el respeto) y que la foto de los tres autores me producía una cierta inquietud. ¿Son esto injurias? No lo creo. ¿Es una injuria decir de una persona que tiene aspecto de facineroso? Pero lo que me preocupa de verdad es que vivamos en una sociedad donde uno solo pueda decir cosas bonitas y de buen rollo o bien se encuentre, como yo, silenciado. También me parece un escándalo que tres supuestos «escritores» se dediquen a inventarse libros imaginarios y a hacer bromitas posmodernas con lo que está cayendo. Hablando desde el respeto.

Mª José Paniagua
Mª José Paniagua
2 años hace

Mucho cachondeo es lo que hay.