El Gran Teatro de Oklahoma, según Kafka “el teatro más grande del mundo”, albergó en su seno un archivo con centenares de libros prácticamente desconocidos. Los tres escritores que firman esta sección presumen de haber descubierto algunos de esos libros y han decidido dar a conocer breves retazos de los más oscuros, inquietantes y extraños de ellos.
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Caperucita parda, de Marie-Sophie Steinneman, Luxemburgo, 1999.
(Sinopsis).- Corría el año 1939. Había una anciana bondadosa que vivía sola en una cabaña en lo más hondo de un bosque oscuro de los Ortaggen, los montes de la recóndita provincia bohemia de Wurdfurt, fronteriza con Checoslovaquia y dominada por el partido nazi desde 1934. La anciana alimentaba a un lobo en aquel bosque. El lobo era, además, un lobo ya mayor, que había conocido peligros y riesgos sin cuento y que, en la etapa final de su vida, se había refugiado en el frondoso hayedo apenas visitado por los humanos. La única que lo visitaba era la buena anciana, cuyos hijos habían servido y muerto en la Gran Guerra, al igual que su marido, conductor de carros.
El lobo comía los exquisitos alimentos que la hija del Gruppenführer nazi del pueblo le vendía a la anciana, por lo general pedazos de los cuerpos de judíos que quedaban desperdigados después de alguna de las “tareas de exterminio” llevadas a cabo. La hija, una adolescente de catorce años, se llamaba Herta, era rubia platino y se solía cubrir con una caperuza de color pardo en cuya parte delantera estaba cosida una cruz gamada.
En cierta ocasión, Herta, después de haber provisto a la anciana de un buen surtido de extremidades provenientes del enésimo gueto destruido, se quedó deambulando por el hayedo. Nunca había visto al lobo y sentía curiosidad por ver cómo se comía aquellas manos y aquellos pies ya azulados. El lobo apareció. Tenía un caminar sedoso cuando deslizaba su delgado cuerpo huesudo hacia el lugar donde la anciana le había dispuesto la comida, genéticamente kosher (esto, nunca mejor dicho).
Al verlo tan hermoso, a Herta se le ocurrió una idea caprichosa: ¿por qué no ofrecer aquel lobo como alimento para la anciana? Lo pensó como una diversión, obviamente. Tan solo tendría que matarlo, despellejarlo, descuartizarlo y darle a la mujer una buena tajada, o medio lobo, y quizá algunos huesos aún humeantes. Esa misma noche, Herta se hizo con la pistola Luger de su padre, el Gruppenführer.
Unos días después, cuando le llevó a la anciana más provisiones para el lobo (en esta ocasión, la carne era solo de caballo), volvió a esconderse en el hayedo para esperar al lobo en vez de regresar al pueblo. El lobo surgió con su habitual parsimonia sigilosa. Su agudo olfato le advirtió de que en las proximidades estaba esa muchacha a la que la anciana llamaba Herta la de la Caperucita Parda, pero le era un olor familiar que no debía espantarlo ni despertar sospechas, así que ni se inmutó. Desde su escondite, Herta sacó de su bolsita la Luger, apuntó al lobo y, al apretar el gatillo, la piedra sobre la que se apoyaba su pie derecho se desestabilizó, provocando que la chica cayera de espaldas. El disparo sonó seco, pero la bala tomó otra dirección. En concreto, la línea recta superior hacia la nuca de la anciana, que, aún cerca, estaba subiendo por un sendero empinado de regreso a su cabaña.
Al recibir el disparo, la anciana dio con su cuerpo en tierra bruscamente y rodó pendiente abajo hasta que la detuvieron unas piedras, las cuales, tras el golpe del cuerpo de la anciana, echaron también a rodar, empujando en su descenso otras piedras mayores. Cogieron velocidad y pasaron a ser un desprendimiento. En tropel, fueron a caer, cual bombardeo granítico, sobre la pasmada Herta hasta enterrarla. La joven murió, lógicamente, aplastada. La anciana había fallecido en el acto. Durante varios meses, el lobo sobrevivió comiéndose partes de la anciana, pero, tras esos meses de festín sobrevenido, también el viejo animal murió, famélico porque nadie le había vuelto a llevar comida nunca más.
Esta historia no sería importante si no fuera porque en 1977, un veterinario llamado Joseph K., mientras buscaba setas, encontró la Luger y convenció a todo el mundo de que se trataba de la pistola con la que Adolf Hitler se suicidó el 30 de abril de 1945. Una casa de subastas de Berlín la subastó con gran notoriedad. El precio de la puja final fue de 1.678.000 marcos. Fue adquirida por un japonés cuyo nombre no se hizo público. Los lobos se dieron por extinguidos en la región de Wurdfurt en 1940.
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La nube de Asher, de Natascha Lemon, Nutmeg, Oklahoma, 1988.
Resumen del bibliotecario: Novela corta escrita en un tono infantil, aunque no sé a quién trata de engañar la autora. Cuenta la historia de una nube. Una nube perfectamente visible desde las ventanas orientales de la escuela pública de Asher, un pueblo de Oklahoma. Un nube que, al contrario del resto de nubes, no se mueve de su lugar exacto en el cielo, ni un milímetro, ni de día ni de noche.
Cuando hay sol, la nube está quieta como una pequeña isla blanca.
Cuando hay lluvia, continúa quieta como una pequeña isla blanca que, o bien recibe la lluvia, desde arriba, o se inserta en las borrascas que parecen engullirla hasta que desaparecen. Entonces, la nube permanece en su sitio.
Cuando hay viento, la nube no se inmuta. No se inmuta tampoco cuando los tornados asuelan Oklahoma. Derriban árboles y casas, pero no la nube que parece esperar algo frente a la escuela pública de Asher.
¿Qué espera la nube?
Hace tiempo que ha salido en el telediario. Y, por supuesto, ya ha sido estudiada por técnicos policiales y científicos de los prestigiosos cuerpos de EEUU.
Ha sido sobrevolada por aviones que intentaron deshacerla, pero la nube resiste.
Durante unos meses ha sido la gran preocupación de los habitantes de Asher (solo 393), pero luego se acostumbran a ella. Tanto que el alcalde se decide a utilizarla como reclamo turístico. Los 393 habitantes llegan a incorporar tres o cuatro visitantes los fines de semana, pero luego se quedan los que están, hasta que alguien muera o hasta que alguien nazca.
Con la nube quieta como una isla frente a la escuela pública de Asher.
Porque la nube espera a una niña.
Una niña que está mirando la nube desde su pupitre, desatendiendo las enseñanzas del maestro, y a la que se le está ocurriendo justo la idea que la nube quiere transmitirle: que trate de subir en ella y que lleve consigo las riendas del caballo de su padre.
Al día siguiente, la niña, que se llama Natascha como la autora del libro, se acerca con las riendas y la nube desciende hasta el suelo. Natasha se monta en ella, trata de ceñirle las riendas, y la nube por fin despega y comienza moverse —¡de una vez por todas!— por el cielo de Asher.
Natasha, en cambio, se ha quedado en tierra. Las riendas están revueltas sobre la hierba. El sol cae vertical sobre la cabeza de la niña, quien se da cuenta de que la nube le ha robado algo. Su sombra, su alma frágil, forma parte ahora de la nube. Es ese color violáceo que ahora hincha el vientre nuboso y que se convertirá en lluvia en cualquier momento.
La niña, sin pensárselo dos veces, comienza a caminar tras la nube, antes de que empiece a llover.
(Este es el principio de la novela: «Quien haya sobrevolado el estado de Oklahoma, tal como yo lo he hecho, se habrá sorprendido de la gran variedad de nubes que acumula su cielo. Algunas son altas como las columnas del rey Salomón; otras rechonchas y porcinas; muchas fantasmagóricas como trasgos. Vistas desde el avión, parecen un bosque megalítico, donde las dimensiones de las rocas varían de tamaño radicalmente. Entre ellas, hay una que claramente esculpe la forma de una niña»)
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La ciudad del león de arena, de Camilla Winslow, Nueva York-Londres-Los Angeles, 1988.
Esta bella novela de ciencia ficción está ambientada en Romare, la Ciudad del León de Arena. Romare es la capital de un país desértico, Kargazé, más allá de cuyas infinitas extensiones de dunas no hay otra cosa que más desiertos y luego cadenas montañosas y luego todavía más desiertos. Romare, situada al borde del mar, parece ser, por eso, la única ciudad de este mundo magnífico y desolado. La abundante vida marina proporciona alimento a los romarianos, que son también ávidos consumidores de algas, los únicos productos vegetales que conocen, ya que en Kargazé no hay árboles, ni flores, ni frutas, ni mucho menos agricultura. El agua dulce, un bien preciado y escaso, se obtiene del rocío y de las lluvias.
La novela comienza cuando Abraz, el viejo rey de Romare, tiene un sueño en el que ve a una joven mujer descender del cielo trayendo consigo una especie de huevo de cristal azul en cuyo interior, según ella misma le explica, hay una estrella encerrada. “Cuando el león cante”, dice la mujer, “descenderá la luz de la estrella y comenzarán los Tiempos”.
Como Abraz no entiende el sueño, reúne a sus magos para contárselo y pedirles que lo interpreten para él. Hay que comprender que los magos de Romare practican una forma de magia que nosotros hoy más bien consideraríamos una curiosa combinación de filosofía e ingeniería. Son los encargados de construir máquinas, de levantar muros, de fabricar relojes, de diseñar navíos. No poseen ningún conocimiento sobrenatural ni tampoco ninguna creencia de este tipo. En Kargazé no existe la religión, ni hay dioses, ni templos.
Sin embargo, en el centro de la ciudad, está el misterioso, el inconcebible León de Arena que le da nombre. Se trata de una escultura de enormes dimensiones, levantada en lo alto de una plataforma cónica que se eleva en el centro de la inmensa plaza central de Romare. Nadie sabe quién construyó el león, ni con qué propósito. La escultura, que representa a un león tumbado sobre sus cuartos traseros y delanteros, con la cabeza erguida, está esculpido con un tipo de piedra arenisca que se deshace con relativa facilidad. El viento constante lleva siglos, quizá milenios desgastándola, y el gran león ha ido perdiendo su forma y su perfil y ahora no es más que una figura abstracta.
Desesperado por encontrar un significado a su sueño, el rey consulta a los músicos, ya que el arte de la música es especialmente importante en Kargazé, y les pregunta cómo podría cantar un león de arena desgastado por el viento. Entonces un joven citaredo ciego afirma que él ha escuchado muchas veces cantar al león, y que su padre, su abuelo y su bisabuelo lo oyeron también. “Antes”, explica el citaredo, “su canto era como un rugido, pero últimamente parece pronunciar palabras humanas”. “¿Qué palabras?”, pregunta el rey intrigado. “Siempre las mismas”, responde el citaredo: “Ayudadme».
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El diablo bueno, de Marta Buenaventura, Ediciones La mano roja, Madrid, 1964.
Este curioso cuento de niños trata de Andrés, un diablo venido del infierno que tiene la particularidad de ser un diablo bueno. Andrés ha sido enviado a la tierra por Lucifer para entrenar a los mosquitos, moscas y cucarachas para que atormenten a los seres humanos, pero al conocer la sociedad humana, el pequeño diablo se siente tan intrigado que decide abandonar la misión encomendada, comprarse un sombrero para cubrirse los cuernos rojos que le adornan las sienes y ponerse a vivir entre los seres humanos.
A pesar de ser “bueno”, el pequeño Andrés no deja de ser un diablo, y disfruta haciendo bromas, contando chistes algo subidos de tono, organizando todo tipo de fiestas y diversiones y convenciendo a los que quieren escucharle de que disfrutar de la vida es mucho mejor que ir a trabajar o, en el caso de los niños, que jugar con los amigos es mucho más sensato que ir al colegio a morirse de aburrimiento.
La autora explica que cuando era pequeña la figura del diablo le llenaba de terror, y que muchas veces no podía dormir pensando en el infierno y en los castigos que aguardaban allí a los pecadores. “Espero que mi libro”, afirma en la solapa del libro, “sirva para tranquilizar a todos esos niños que sufren como sufría yo cuando era pequeña”. El diablo, dice Marta Buenaventura, solo quiere divertirse y salirse con la suya, y representa, por eso mismo, lo mejor y más admirable del ser humano.
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