El Gran Teatro de Oklahoma, según Kafka “el teatro más grande del mundo”, albergó en su seno un archivo con centenares de libros prácticamente desconocidos. Los tres escritores que firman esta sección presumen de haber descubierto algunos de esos libros y han decidido dar a conocer breves retazos de los más oscuros, inquietantes y extraños de ellos.
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Leprosy, de John Maynard-Hopkins, Boston, 1931.
Capítulo7 (fragmento). “Todavía no se habían apagado las luces de las sirenas de los camiones de bomberos, perdiéndose en la distancia después de haber sofocado el pavoroso incendio del 346 de Madison Road, cuando Peter y Molly decidieron salir de su escondite. Afuera, olía a queroseno quemado y el humo gris y vaporoso se metía en los pulmones. La luz de la madrugada era tan roja como un tafilete y parecía una niebla sangrienta. Peter agarró con fuerza la mano de Molly, en realidad un muñón del que salían las protuberancias que antes fueron dedos, y le dijo que la siguiera. Ella, temblorosa aún por lo sucedido, obedeció, dejándose arrastrar. Al pasar por la ennegrecida fachada del hospital que había ardido, se detuvo, como si la catástrofe que ella misma había causado la hubiese clavado en la acera y no pudiera dejar de mirar el edificio destruido.
“Peter se apiadó de aquella mujer que, a partir de ese momento, llevaría sobre sus hombros el peso de un incendio que se había saldado con cinco muertos y varios heridos de diversa consideración. Ya veía él en su mente los titulares de prensa de ese día: “Arde el Trevanian Hospital to Healing of Leprosy por causas desconocidas” o “Famoso doctor fallece en terrible incendio en Madison Road”, o incluso “Muere doctor acusado de experimentar con leprosos”. Apenas un día antes, todo era diferente y auguraba un futuro distinto del que ahora, convertido en presente, amenazaba las vidas de Molly, de quien él ya estaba enamorado, y la suya misma. Se debatía entre seguir a su lado y arrostrar juntos las consecuencias de su crimen, o huir abandonándola a su suerte y entregándose al olvido. Y si seguía con ella, ¿qué cabía esperarle? El grado de contagio, debido a los experimentos del doctor Haggish, era muy elevado, no tenía cura y, además, Molly, tras seguir ese tratamiento de Haggish, no solo había empeorado, sino que, a ojos vista, la lepra avanzaba por su cuerpo a más celeridad aún. Pronto sería toda ella una llaga o una carne carcomida. Así pues, ¿qué hacer?
“Tomó entonces la decisión de quedarse con ella y esconderse los dos en algún lugar fuera de la ciudad. Sabía que no había escapatoria, todas las sospechas recaerían sobre Molly, muchos testigos la oyeron gritar que mataría a Haggish, que ardería en el infierno y que el fuego se llevaría con él todos sus tortuosos experimentos. Dos guardias de seguridad la habían visto salir con la lata de gasolina y un hombre trató de pararla pero, al retirarle el pañuelo de la cara y comprobar los atroces surcos que deformaban su rostro hasta la repugnancia, salió corriendo despavorido. No cabía duda de que buscarían a Molly y, tarde o temprano, darían con ella, si él no la sacaba de allí y la protegía. Por esa razón, Peter, a media mañana, tomó una habitación en el hotel Humphries, de su amigo Dick Butler, el dueño de las gasolineras Butler’s, y metió en ella a Molly, rogándole que no saliera bajo ningún concepto, mientras él averiguaba qué posibilidades tendrían de alquilar un coche y marcharse lejos, cuando pasaran varios días y la cosa se hubiera calmado. Molly asintió y se quedó sentada en el borde de la cama.
“Peter, de nuevo en la calle, miró hacia arriba, instintivamente, temiendo que Molly abriese la ventana y lo estuviera mirando a él, o tal vez algo peor: estuviera inclinándose para arrojarse al vacío. Pero no vio nada de eso. Las ventanas permanecían cerradas. En ese momento, inesperadamente, un coche se interpuso en su camino frenando con violencia, emitiendo un ruido crispado de llantas lamiendo el asfalto que paralizó a los transeúntes. Del vehículo descendieron dos hombres con batas blancas que asieron a Peter por las axilas y lo introdujeron rápidamente en el coche. A continuación, en un abrir y cerrar de ojos, el coche arrancó y salió a toda velocidad en dirección a un paradero que Peter desconocía. En ese instante, uno de los hombres de bata blanca le puso un pañuelo con cloroformo en la cara y el ultimo pensamiento de Peter fue imaginarse un rostro bello, suave, dulce, el rostro de Molly de cuando la lepra no la había invadido. Luego todo se volvió negro e inexistente.”*
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Manifiesto para una novela del arte, VV.AA. «Por esos mundos», número 163, Madrid, agosto de 1908.
Sinceros amantes de la novela, síntesis y compendio de todas las artes literarias; avergonzados por el titanismo mercantil que humilla nuestra cerviz dionisiaca, pretendemos invocar, frente al criterio de una novela comercial, una novela del arte, donde únicamente el arte de la novela sea faro de nuestra escritura.
Eclécticos, convencidos de que el arte de la novela no es patrimonio de secta alguna, literaria, crítica o editorial, ni de soldadesca letrada, pretendemos abrir este manifiesto a todas las tendencias sin pedir a los que las sirvan más que sinceridad en su amor al más noble arte de la palabra, a la imaginación y la atención que espolean la escritura; amor a la belleza, amor a la verdad de la ficción, sabiendo que toda la vida es sueño y que los novelistas somos tejedores de sueños que expresan una realidad múltiple, subjetiva pero traspasada del universo que nos une y que conformamos conjuntamente.
Libres de prejuicios que no sean el culto a la belleza y a una psique cultivada por el silencioso discernimiento y alimentada por la otredad, todas las ideas nos parecen admisibles a condición solo de que el arte las muestre; todas las respetaremos, aun no siendo las nuestras, aun oponiéndose rudamente a ellas, con tal de que su escudo sea el anhelo artístico, puro y elevado, incapaz de buscar cereales en campo de laureles.
Queremos con nosotros a cuantos sientan la necesidad de elevar el nivel intelectual, ético y estético de la novela; a cuantos, hombres o mujeres, quieran trabajar en ese elevación que ha de darnos el definitivo derrumbamiento de las fórmulas viejas que oprimen y anquilosan el arte narrativo y lo lastran y empobrecen por intereses comerciales, el arte de la novela que por ser la vida misma narrada, poetizada y ensayada, mayor libertad y creatividad necesitan.
Nuestro programa es amplio, porque amplio es el terreno a conquistar, pero su amplitud no nos arredra porque no tenemos por enemigos la impaciencia, ni la premura; convencidos, y seguros por ello de nuestro triunfo, no nos urge vencer; nuestra labor es de precursores y sus efectos no son a fecha fija.
Si somos pocos procuraremos ser los mejores. Estamos seguros de que el arte narrativo en España dejará de ser algo más que entretenimiento de los que dan gato por liebre, vino aguado y pascuas rancias.
Firmantes: Benito Pérez Galdós, Emilia Pardo Bazán, Ramón del Valle Inclán, Carmen de Burgos, Enrique Díez Canedo, Pío Baroja, Juan Pérez Zúñiga, Ramón Pérez de Ayala, Nuria G. Ortega, Ramón Longares, José Ortega y Gasset, Alberto Insúa, Andrés González Blanco, Ismael Ibáñez, Antonio de Hoyos y Vinent, Corpus Barga, Ramón Franz, Laura Benavides, Miguel Sawa, Paula Sorsky, Joaquín Argamasilla de la Cerda, Jacinto Hernández de la Fuente, M. Kalalú, Sonia Riestra, L. Mateo Estébanez, con el apoyo de Rubén Darío, quien no firma por no escribir novelas, pero de quien asumimos estas palabras que ha publicado hace un año como preámbulo a su Canto errante: «El verdadero artista comprende todas las maneras y halla la belleza bajo todas las formas. Toda la gloria y toda la eternidad están en nuestra conciencia». Amén.
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La bailarina de catorce años, de Louis Zukoff, Nueva York, 1995.
Mark Levandas tiene una curiosa ocupación. Trabaja en una librería de libros usados de Nueva York, Magma Books, a las órdenes de un tal Mr. Kafir Thoone, que tiene aspecto de bárbaro o de tártaro (cráneo rasurado, larga coleta, un clavo atravesándole el labio inferior, tatuajes tribales en los brazos, bombachos de seda) y que, a pesar de su extraño aspecto, sabe todo lo que hay que saber sobre libros. Mr. Kafir (esta es la manera en que hay que dirigirse siempre a él) se pasa la mayor parte del tiempo consultando las páginas de necrológicas de New York Times. Ya que este es el secreto de su negocio y también la razón de su éxito: se ha especializado en comprar librerías de personas recién fallecidas.
Los dueños de grandes bibliotecas privadas son muchas veces bien conocidos de los libreros, ya que suelen ser clientes habituales de las librerías de segunda mano. Cuando fallecen, los preciados libros quedan a merced de unos herederos que, en la mayoría de las ocasiones, no los aprecian y desean librarse de ellos como sea. Se trata, entonces, de presentarse en la casa del fallecido lo antes posible e intentar hacerse con la biblioteca en cuestión ofreciendo un precio ridículo. Aquí es donde entra en escena Mark Levandas, que después de un año comprando librerías de muertos ha desarrollado notables dotes de actor, la capacidad para valorar una pared entera de libros echándole una ojeada y también una notoria falta de escrúpulos.
Un día, Mark Levandas es enviado por Mr. Kafir a la casa de una tal señora Hollander, viuda de un importante fabricante de quesos, que acaba de fallecer en su mansión de Park Avenue. Mark corre al lugar, entra sin dificultad y se encuentra la casa llena de criados llorosos y familiares algo borrachos. Hay tanta gente allí dentro que ni siquiera tiene que justificar su presencia, de modo que se pierde por la casa para buscar la biblioteca. La encuentra enseguida, y es espléndida. Ocupa una sala entera lujosamente amueblada, pero nada más recorrerla con la mirada comprende que allí no hay nada de valor. Menos una cosa: una estatuilla de bronce y de de seda que representa a una bailarina de ballet muy joven, casi una niña. Mark, que es un hombre culto, comprende al instante que se trata de una de las 28 copias que existen en el mundo de la celebérrima «Bailarina de 14 años» de Edgar Degas, una de las esculturas más célebres de la historia. Sin pensarlo dos veces, se la mete debajo del abrigo y sale de la casa con la misma facilidad con que ha entrado. Una vez en la calle se siente horrorizado, ¿qué ha hecho? Ha robado una obra de arte, una pieza única y de un valor incalculable que no le podrá enseñar jamás a nadie, y ¿para qué? Una vez en su casa, mete la estatuilla en un armario y poco después hace construir un estuche donde la guardará cerrada con llave y embalada. Unos días después del acontecimiento, recibe la visita de una mujer joven, llamada Lucy Drew, que le dice que sabe lo que ha hecho y le ofrece su ayuda para vender la escultura. Mark, aterrado y sospechando que la mujer es en realidad una policía o una investigadora de seguros, lo niega todo, pero la joven es tan atractiva que le propone una cita. Ella acepta. Para su gran sorpresa, en los días y semanas siguientes no aparece noticia alguna del robo de la famosa estatua en la casa de la fallecida señora Hollander. ¿Se tratará de una estatua falsa? Mark contrata a un detective privado para que averigüe todo lo que pueda sobre la misteriosa Lucy. Los informes del detective son sorprendentes: al parecer, la joven se llama en realidad Amelia Fabbri, es de origen italiano y trabaja como secretaria en una residencia para jóvenes católicas situada en Chelsea. Mark y Lucy comienzan a salir, en parte porque Mark se siente atraído por ella, en parte porque le intriga el interés de Lucy / Amelia por la estatua. El detective contratado por Mark averigua algo más: la sobrina nieta de la señora Hollander vivía en la residencia de jóvenes católicas de Chelsea, y Lucy la acompañó en varias ocasiones a visitar a su tía abuela a su residencia de Park Avenue. Las cosas se complican todavía más cuando, en una apasionada escena en que Lucy / Amelia, cede por fin a los amorosos deseos de Mark y se deja desnudar, Mark comprueba sorprendido que no es una mujer en absoluto, sino un jovencito. No desvelaremos más de la trama de esta novela, que es extraordinariamente complicada y está llena de sorpresas. En su momento ganó el Premio Zeckendorff Towers. No es un premio literario importante, lo cual es una lástima, porque la novela está bien escrita y es de muy agradable lectura.
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Libro de las diferencias, de Ito Yamaguchi. Traducción del japonés por Jesús Alcántara y Aki Sakuyama, Madrid, 2014.
Los lectores que se acerquen a este libro pensarán o bien que es un libro maravilloso o bien que es un libro muy estúpido. Es muy posible que sea las dos cosas al mismo tiempo.
El libro de las diferencias se compone de doscientos breves «tratados», que ocupan a veces un párrafo y a veces dos, tres o incluso cuatro páginas, en los que se exponen las diferencias entre dos cosas elegidas, por lo que parece, al azar. No hay ningún orden en los tratados.
Pongamos un ejemplo: «Diferencias entre un pez y un caballo». El tratado, uno de los breves, dice lo siguiente: «El pez puede tener muchos colores, del dorado al fucsia, mientras que el caballo solo puede tener tres colores. El pez tiene aletas y el caballo tiene crines. El caballo sirve para montar y para arar la tierra, pero no es posible montar en un pez ni tampoco usarlo para la agricultura. El pez no tiene párpados y no emite sonidos, mientras que el caballo puede cerrar los ojos y relinchar. Algunos peces son deliciosos, mientras que la carne de caballo es considerada, por lo general, poco apetitosa, aunque en Polonia fabrican ciertas salchichas con carne de caballo y alcaravea. No suele usarse la alcaravea para sazonar el pescado.»
En ocasiones, los textos se aproximan a la poesía, como en «Diferencias entre el aire y una cereza», uno de los más breves, que reza: «La cereza es roja, el aire es azul. El aire corre, la cereza pende.» Las parejas de palabras o de conceptos elegidos son en algunos casos extremadamente chocantes: «Diferencias entre una pared blanca y una pared roja», «Diferencias entre una esquina y el oro», «Diferencias entre una mesa y un pozo», «Diferencias entre un triángulo y una calamidad», «Diferencias entre una peonza y un rinoceronte». Por lo general, no se buscan la originalidad ni el humor, sino la constatación de diferencias obvias y literales.
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