El Gran Teatro de Oklahoma, según Kafka “el teatro más grande del mundo”, albergó en su seno un archivo con centenares de libros prácticamente desconocidos. Los tres escritores que firman esta sección presumen de haber descubierto algunos de esos libros y han decidido dar a conocer breves retazos de los más oscuros, inquietantes y extraños de ellos.
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There is no bad day, of Clare Lapidale, New York, 2015.
(Libro de relatos. He aquí uno breve, titulado “Un último momento de vida”)
Dos hermanas, Ruth y Deirdre, van en un tren. Ya son unas ancianas, 76 y 78 años respectivamente; visten ropa informal, de apariencia deportiva porque se dirigen a pasar unas semana de vacaciones en un resort soleado de New Hampshire. Detrás de ellas viaja una joven con un bebé de pocos meses. La joven recibe una llamada telefónica y, al ver Deirdre las dificultades que tenía para coger el móvil y sostener al bebé al mismo tiempo, avisa a su hermana Ruth, quien de inmediato se ofrece a tenerlo en brazos mientras su mamá habla por teléfono. La joven, sin dudarlo, les deja el bebé y sale a hablar a la plataforma.
Mientras tanto, Ruth se sienta y pone al bebé en sus rodillas. Deirdre le hace carantoñas. La joven se demora y también se prolonga la extraña situación de dos viejas sentadas con un bebé, pasándoselo una a la otra y, sin darse cuenta, entrando en un estado en que revivieron dos emociones: una, la de haber tenido un bebé propio muchos años atrás; dos, la de no haber tenido nunca un bebé en brazos como hasta ese momento, en ese viaje en tren. Nadie que las viera podría decir cuál de esas dos emociones estaban experimentando. Se las veía felices, pletóricas, revitalizadas.
Al cabo de unos minutos, que tal vez fueron pocos pero que Ruth y Deirdre creyeron infinitos, la joven mamá regresó a su asiento y recogió a su bebé, dándoles las gracias a las dos mujeres. Hubo un largo vacío. Pasaron varias horas. Todos dormitaban. Cuando salieron de un túnel, Ruth miró hacia arriba y echó en falta una de las bolsas de su equipaje. Estaba seguro de que subieron con dos y allí, en la bandeja superior, tan solo había una, negra como la suya, pero de una forma distinta, picuda y no redondeada. Incluso parecía menos negra.
Se lo dijo a Deirdre, quien le explicó que era normal que solo hubiera una bolsa, ya que la otra la tenía ella a sus pies. Ruth se alarmó. Faltaba su bolsa. Alguien la había cogido. Pero, ¿quién? Llamó al revisor en cuanto lo vio pasar. Le dijo que faltaba su bolsa negra. El revisor inspeccionó una por una las bolsas que había en la bandeja superior, a la altura de los demás pasajeros. Según Ruth, ninguna era la suya. Incluso un camarero del coche-bar que iba repartiendo bebidas se detuvo a echar una mano al revisor.
En un momento dado, después de una infructuosa búsqueda, el camarero le pidió a Ruth una descripción de su bolsa. Está volvió a decir que era una bolsa negra, redondeada, mate, de tela, de tamaño mediano. Recordó de pronto algo característico: en la parte frontal llevaba cosido un mapa de Misuri de color rosa. El camarero alzo la vista hacia la bolsa negra, picuda, que había en la bandeja sobre la cabeza de Ruth y advirtió enseguida el mapa de Misuri en uno de los lados. La cogió y las dos hermanas dijeron al unísono que esa era, ciertamente, su bolsa y que les había despistado el aspecto de tenía allá arriba, esa forma picuda y no redondeada.
La mamá del bebé les dijo que era normal tener esos despistes. Que era como la carta del cuento de “La carta robada” de Poe, pero nadie de los presente sabía de qué hablaba. Cuando llegó la parada en la que las dos ancianas se apeaban del tren, ambas pasaron delante de la joven madre para despedirse de ella y de su bebé. Le dieron las gracias por haberles dado la ocasión de tenerlo en sus rodillas tanto tiempo y de vivir una experiencia tan bella y singular con aquella dulce criatura. Que se le críe bien, le dijeron. Nunca más se verían. No volverían a saber unas de otras. Ni del bebé. Revivieron algo de su juventud, tal vez, si habían sido madres; o vivieron algo que nunca habían sentido antes, si no lo habían sido. La bolsa redondeada con el mapa de Misuri rosa cosido quedó finalmente olvidada en el tren. Ruth la echaría de menos una hora más tarde. Pero Deirdre le dijo que aquello no tenía importancia, porque no era la primera vez.
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Apócrifo de Sidón, University of Arizona, Tucson, 2001. Fragmento. Traducción de un doctorando spaniard.
Después de visitar Tiro, se detuvo en el monte que no tiene nombre, donde los cedros espesos. Todavía podía oír, como si fuese ahora, el suave acento de la mujer griega y la voz grotesca de su hija, la endemoniada. Ambas le habían hablado de perros de muy diferente forma y, al final de la ceremonia, uno que había en la puerta, tumbado al sol, le había seguido en cuanto retomó el camino. No tendría mejor discípulo en las tierras de Sidón, ni cuando tomó el camino del bosque. Se tumbaba a sus pies para dormir y, por la mañana, se aventuraba en la senda con diligencia, como para protegerle de posibles adversarios. Él sabía que podía esperar en paz. Sin embargo, al internarse entre los cedros el perro no quiso continuar. Se detuvo en el lindero y se tumbó, indicando con determinación que hasta allí había llegado su viaje.
Algo pasaba más adelante. Se adentró en el bosque durante el tiempo que tarda el sol en cruzar un palmo del cielo, hasta que escuchó el sonido inconfundible del aulós, la doble flauta que acompaña el cortejo de Dioniso. Esperó apartado en la sombra, sabiendo que las ménades no soportarían la presencia de un extraño y que quizá podrían despedazarlo con sus manos, como había muerto el rey escéptico, el rey espía a manos de su propia madre, nodriza del dios. «Este es mi cuerpo», supo que diría años más tarde.
Por eso, tranquilo, se acercó a la música y al coro de las danzantes, cuyas túnicas relumbraban en el claro del bosque. Y, ellas, en lugar de detener el baile, aceleraron sus movimientos al ritmo de la flauta panida, que parecía enloquecer en las manos de un sátiro, coronado de hiedra y con una cola de caballo atada al final de la espalda. En el centro del corro, una de las ménades acababa de sacrificar a un macho cabrío, cuya sangre manaba de la garganta en un borbotón alegre y púrpura. Mientras tanto, otra vaciaba sobre el lomo, temblón en la agonía, un odre de vino.
Abundantes racimos de uva se esparcían alrededor del animal, cerrando un círculo. Era el momento de pisar. Como el agua se convierte en vino, el vino se convierte en sangre.
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Ernesto Adolfo Ibáñez: La muerte en Palencia (Menoscuarto, Palencia, 2012).
La trama de esta novela es sencilla: un escritor, Gustavo Cenizas Arroyo, que sufre una crisis creativa, decide hacer un viaje para cambiar de aires y encontrar, quizá, la inspiración perdida. Después de dudar entre varias ciudades europeas, Gustavo decide por fin dirigirse a Palencia, ciudad en la que tuvo un amor de juventud y que representa para él todo lo que de misterioso y romántico tiene la existencia. De modo que se instala en el Gran Hotel de Palencia y, sin nada especial que hacer, se dedica a pasear por las calles y los canales de la ciudad, recorriendo obsesivamente las orillas del Carrión, cruzando los puentes que conducen a la isla del Sotillo de los Canónigos, extenuándose por el paseo de la Dársena, subiendo el Canal de Castilla, cruzando una y otra vez por el Puente de las Arcas y el Puente de las Esclusas de Villalta, asomándose al Museo del Agua y al Museo de Palencia, ambos conectados por el Puente Mayor, cruzando por el Puente de Hierro para visitar la isla Dos Aguas. Y así, en uno de los paseos, contemplando el antiguo molino Once Paradas en el canal del Carrión, se cruza con una familia catalana formada por una señora muy elegante con sus dos hijos, una niña y un adolescente de unos quince años y una joven que debe de ser una criada. El hijo mayor le impresiona vivamente por su belleza. Es un muchacho muy alto, delgado, con un cabello rubio que le rodea como una aureola. También él muchacho le mira. Su rostro bellísimo es completamente inexpresivo paciente.
Gustavo no entiende el catalán, pero deduce que “Tacho” es el nombre cariñoso por el cual conocen al joven.
Más tarde, descubre que la familia catalana se aloja en su mismo hotel, y a partir de entonces se las arregla para coincidir con ellos en el desayuno. Se siente confuso. Lo único que desea es contemplar a Tacho, por lo cual, para su gran vergüenza, intenta encontrarse con la familia siempre que puede y, dentro de lo posible, seguirles para observar a su amado Tacho a distancia. Se siente más que confuso, porque no es homosexual y jamás se ha sentido atraído por ningún hombre ni menos aún por ningún jovencito. Y sin embargo, lo que siente por Tacho es amor, un verdadero enamoramiento romántico. Un amor prohibido, desde luego, porque Tacho es casi un niño. Gustavo sabe que ese amor, si es que de amor se trata, es imposible por muchas razones: por la edad, por la diferencia de culturas, por el hecho de que él no sabe una sola palabra de catalán…
Una epidemia de cólera se declara en Palencia. Gustavo oye rumores aquí y allá de que los casos se multiplican por la ciudad. Preocupado, habla con el director del hotel, que le asegura que todo está bajo control, pero le recomienda que no coma fruta sin lavarla bien. Lo cierto es que las autoridades locales no quieren que se extienda la noticia de la epidemia para que no se produzca una desbandada de turistas. Es verano, la temporada alta del turismo en Palencia, y la ciudad no puede permitirse perder esa importante fuente de ingresos.
Gustavo es un hombre aprensivo y pronto comprueba que muchas familias comienzan a abandonar el hotel. ¿Debería él hacer lo mismo? Pero no puede en modo alguno apartarse de la visión de su amado Tacho, en quien cree haber encontrado una representación de esa belleza última, perfecta e inasible, que ha intentado siempre plasmar en sus libros sin éxito. Un día cree oír en el desayuno que la familia va a pasar el día en las piscinas municipales del Sotillo, en la isla del Carrión, de modo que se compra un bañador y se dirige allí también con la esperanza de poder ver a su amado Tacho casi desnudo. Va a la piscina y se sienta cerca de la familia catalana. Y en efecto, allí está el joven Tacho como un joven dios griego que, quien sabe por qué, señala hacia lo alto. En ese momento, Gustavo sufre un desmayo. ¿Ha sido por la visión del joven recordándole, sin siquiera quererlo, que hay cosas más altas y más misteriosas que nuestras pobres vidas y nuestras insignificantes pasiones? Llaman a un médico que, al examinar a Gustavo le da las malas noticias: ha contraído la enfermedad y le quedan pocos días de vida.
La novela termina con una escueta nota de prensa en la que se da la noticia de la muerte, en Palencia, del conocido escritor Gustavo Cenizas Arroyo.
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Elizabeth Carson: Luma el vikingo (trad. Isabelita Morales) Editorial Oso Azul (Madrid).
La serie de libros infantiles de Elizabeth Carson tiene la particularidad de que su protagonista es siempre el mismo: el ubicuo Luma. Desde luego, no es la primera vez que un mismo personaje es el sujeto de innumerables aventuras: pensemos en Sherlock Holmes o en el padre Brown. La particularidad de la serie de Carson es que Luma, que es siempre la misma persona, vive en épocas muy diferentes. En el presente volumen, número 12 de la colección, Luma es vikingo, pero antes había sido general romano, astronauta, esquimal, pirata, mosquetero, explorador, pintor del renacimiento, cowboy, etc. ¿Cómo se las arregla Carson para que el Luma cowboy, por ejemplo, sea la misma persona que el Luma general romano? Es cierto que las condiciones vitales de ambos personajes no pueden ser más diferentes, pero Luma es siempre Luma, con su carácter alegre y optimista, su energía incansable y su desprecio del peligro. Luma siempre tiene un amigo que se llama Remus, un hombretón fuerte y callado que le saca de la mitad de los líos en que se mete, y una novia que en cada libro es distinta pero que siempre tiene “una sonrisa arrebatadora”, “piel cobriza” y “ojos de gitana”. Otro rasgo característico de Luma es una frase que repite una y otra vez: “esa historia ya la había oído antes”.
Elizabeth Carson dio un paso arriesgado cuando decidió cambiar a Luma no solo de época, sino también de color de piel. En Luma el watusi, Luma es un joven watusi que vive en África y está empeñado en cazar un león. En Luma el samurai es un joven guerrero japonés de la época del shogunato. La verdad es que Carson ya había escrito un Luma el esquimal, y que su vikingo era tan rubio como moreno su romano, de modo que tampoco había aquí verdadero motivo para el asombro. Pero Carson fue un paso más allá cuando decidió que su Luma podía no solo vivir en distintas épocas y pertenecer a distintas razas, sino también saltar entre los sexos. Cuando apareció Luma bailarina de ballet, sus numerosos seguidores se dividieron entre los que decidieron permanecer fieles y los que se negaron a admitir que Luma, que había mandado legiones y había sido mosquetero bajo las órdenes del cardenal Richelieu, pudiera ser ahora una jovencita que se ponía tutú y zapatillas de puntas. Por supuesto, Luma bailarina tenía también un amigo llamado Remus y un novio que tenía una sonrisa arrebatadora, piel cobriza y “ojos de gitano”. Y también, igual que cuando era vikingo, watusi o samurai, dice en alguna parte del libro aquello de “esa historia ya la había oído antes”. Luma la bailarina de ballet inquietó sobremanera a los sectores más conservadores, que consideraon el libro enfermizo y obsceno, ya que parecía sugerir que el cambio de sexo era una cosa natural y que uno podía amar por igual a un hombre o a una mujer. Le siguió Luma la policía, Luma la mujer de negocios, Luma la arqueóloga y luego Luma el fenicio, en el que Luma volvía a ser un hombre. Carson dio un paso más allá cuando escribió Luma el autista, en el que Luma era un niño autista y Luma la pantera en el que su héroe epónimo ya no es ni hombre ni mujer, sino un animal, una pantera hembra que vive en las selvas de la India.
Los libros de Elizabeth Carson siguen teniendo millones de lectores en todo el mundo, aunque han sido retirados de los planes de lectura de muchos colegios de Europa y de Estados Unidos y han sido criticados por “confundir a los jóvenes lectores en materias de género y sexualidad” y por su “giro en defensa de la transexualidad”. A lo largo de todos estos años, Elizabeth Carson se ha negado a hacer ninguna declaración ni a conceder ninguna entrevista. Nadie sabe, por cierto, quién es Elizabeth Carson ni si el que se esconde tras ese seudónimo es un hombre o una mujer. O una pantera.
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