El Gran Teatro de Oklahoma, según Kafka “el teatro más grande del mundo”, albergó en su seno un archivo con centenares de libros prácticamente desconocidos. Los tres escritores que firman esta sección presumen de haber descubierto algunos de esos libros y han decidido dar a conocer breves retazos de los más oscuros, inquietantes y extraños de ellos.
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La clave Coleridge, de Peter Le Bond, Barcelona, 2000.
En 1980, un espía doble británico (en realidad, un confidente, aunque todos los espías son, en un grado u otro confidentes, si bien el confidentes es aquel a quien un espía paga para que traicione), descubre un error garrafal y peligroso en los Servicios Secretos de Su Graciosa Majestad: la clave de referencia para el algoritmo que puede desencadenar una guerra nuclear a gran escala es la fecha de nacimiento del poeta Samuel Taylor Coleridge: 11-6-1771. Sin embargo, el espía del MI5 descubre por azar que esa fecha está equivocada. Alguien la puso por error, ya que la verdadera es 21-10-1772.
Cuando da cuenta del error a sus superiores, estos consultan a los científicos nucleares responsables y llegan a la conclusión de que alterar el algoritmo con la fecha equivocada es mucho más arriesgado que tratar de cambiarlo por la fecha verdadera. Se opta entonces por una medida tan descabellada como estúpida: se ven en la necesidad de cambiar todas las enciclopedias del mundo para dar por buena la fecha errónea. Calculan cuánto tiempo les llevará y en qué medios hacerlo: durante dieciocho meses, conferenciantes expertos en literatura británica darán por todo el mundo académico charlas específicas sobre el cambio de fechas en la biografía de Coleridge y se modificarán todos los estudios y libros que haya sobre Coleridge en las universidades y bibliotecas de todo el mundo.
Han de hacerlo sin levantar sospechas y con solvencia erudita de historiadores reputados. Para ello se inventan una teoría demostrable y coherente en la biografía del poeta. Urdirán toda una trama de intrigas, mentiras, fuentes documentales, testimonios falsos, deshonores, trampas, crímenes y falsedades, con el único fin de arrojar sombras en la honorabilidad de los padres de Coleridge, quienes por oscuras razones de índoles adulterina y pecaminosa cambiaron la fecha del 11-6-1771 (errónea, pero ahora sostenida como verdadera) por la del 21-10-1772 (verdadera, pero ahora convertida vehemente en falsa).
No obstante, tamaña estupidez no dio el resultado esperado. Al contrario: el espía doble que descubrió el error, en su calidad de doble, filtrará que la fecha equivocada-pero-verdadera es “el dato Coleridge”, la clave con que una guerra nuclear se desencadenaría sin concurso humano rectificador. Así pues, todo el mundo puede acceder a esa clave secreta si alguien aplica, simplemente y en el lugar adecuado, la fecha de nacimiento (errónea) de Coleridge. La labor de convencer al mundo académico de que la fecha es otra y así desviar la atención fue una de las mayores estupideces de la Guerra Fría; al final, nadie sabrá cuál es la clave de ese algoritmo, porque seguirá siendo la falsa (ahora verdadera), pero todo el mundo tendrá a la verdadera por falsa y nadie podrá acceder a la bomba, ya que en el MI5 se terminaron haciendo un lío. Informada de ello Margaret Thatcher, esta propondrá un camino más sencillo: eliminar a Coleridge de los libros de literatura sin decírselo a los rusos.
Esta novela de Peter Le Bond fue considerada por la crítica como la peor novela de espías de todos los tiempos. Peter Le Bond, obviamente, era un seudónimo. Martin Amis reveló en 2017 que detrás de ese nombre se escondía su padre, el escritor Kingsley Amis, pero no aportó prueba alguna.
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Cuadernos de la doctora Franciska Durkheim, traducción y notas de Alfredo Roperti. Trotta, Madrid, 1999.
Texto de contraportada:
Primera traducción al español de los cuadernos de Franciska Durkheim (1900-1939), una de las discípulas menos conocidas de Jung, asesinada en las cámaras de gas nazis. El lector apenas encontrará novedades respecto a las teorías junguianas. Los cuadernos de Durkheim destacan, sobre todo, por el esmero con el que recogió los testimonios de sus pacientes, los cuales se pueden leer, en la práctica, como una suerte de relatos inacabados.
1
No dejo de mirarlos.
En América alguien habitó la mansión.
No dejo de mirarlos.
Alguien, en efecto, permanecía horas y horas contemplando los retratos de sus antepasados, las escenas de granja y de conquista, los jinetes de los páramos y las minas de oro.
Eso fue hace mucho, mucho tiempo.
Pero yo, después del entierro, me detuve ante la fachada.
Una mujer negra me abrió la puerta y, tras invitarme a una taza vacía en la cocina, me contó la historia de alguien. Luego me llevó hasta un ancho pasillo donde colgaba el retrato que presidía el resto de los cuadros.
2
La mujer negra untó mis ojos con una pomada y me pude internar dentro de aquel lienzo, que trataba de representarme a mí mismo, y del resto de los lienzos donde los perros de caza y los bisontes cobraron vida.
Estreché la mano de aquel tatarabuelo que tenía una cicatriz de cuchillo en la cara, pero no me habló. Cerca de la mina de oro unos niños, que tendrían ya unos 150 años, no dudaron en dirigirme la palabra. Como niños que eran, todavía no tenían prejuicios ni acumulaban malhumor.
Recorrí y recorrí la postpresencia de los antepasados, y supe que yo era un fantasma para ellos tanto como ellos lo eran para mí. Nos fascinamos los unos a los otros, figuras de la muerte o de la vida en plena confusión.
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Etidorhpa o el fin de la tierra; la extraña historia de una criatura misteriosa y el relato de un viaje intrigante, de John Uri Lloyd, Cincinnati, 1895.
Esta extrañísima novela fue publicada en 1895, en una edición privada, por un tal John Uri Lloyd, cuya verdadera vocación y profesión era la botánica. Con sólo quince años, John Uri se puso a estudiar el negocio de los productos farmacéuticos y pronto se convirtió en gerente y poco después en director de una importante compañía farmacológica de Cincinnati, Ohio.
Los hermanos de John Uri eran también botánicos y farmacéuticos. Juntos comenzaron a editar una revista llamada Drugs and Medicines of North America, crearon la Biblioteca Lloyd de Botánica y Farmacia y comenzaron a publicar la revista Lloydia que sigue siendo hoy en día una referencia en su campo. El hermano menor de John Uri, Curtis Gates Lloyd, fue uno de los mayores especialistas de micología de su tiempo y dedicó muchos años de su vida a la recolección y taxonomización de hongos en los estados del golfo y del Sur de los Estados Unidos, entre los cuales nos vemos forzados a suponer que debió de recoger incontables muestras de stropharia cubensis, uno de los más poderosos alucinógenos que se conocen. Más tarde sus colecciones de setas desecadas fueron depositadas en la Smithsonian Institution de Washington, donde todavía hoy en día pueden consultarse. ¡Setas, hongos de todas clases, esos maravillosos hongos del Nuevo Mundo, llenos de propiedades mágicas, y tan raros e infrecuentes en cualquier otro continente! Seguramente no es posible pasarse años y años estudiando setas alucinógenas sin decidirse a probarlas. El hecho es que la novela de su hermano John Uri, esa misteriosa Entidorhpa de tan extraño título, está llena de descripciones de bosques de setas gigantes y también de relatos de las visiones producidas por la ingestión del “zumo” de distintos hongos.
Entidorhpa trata del encuentro de un hombre con un ser muy extraño, una especie de homúnculo completamente blanco y carente de rostro, que dice llamarse “Yo-soy-el-hombre”, y que le guía, a través de una caverna de Kentucky, y mediante el concurso de un espejo, al mundo subterráneo. ¡Sí, en efecto, John Uri Lloyd era, como Lewis Carroll, como Julio Verne, como Bulwer-Lytton, como Edgar Rice Burroughs, como Thomas Pynchon, un enamorado de la idea de la Tierra Hueca! Recordemos el primer título que dio Lewis Carroll a la que sería su obra maestra. ¡Exactamente, Las aventuras subterráneas de Alicia! De acuerdo con esta maravillosa creencia, este sueño de la poesía y de la locura, el mundo está hueco, y cuando uno se mete bajo tierra se vuelve a encontrar allí dentro mares, barcos, pastos, rebaños, el día y la noche (¡hay un sol allí dentro, porque las cosas no son como nos las han contado!) De modo que “Yo-soy-el-hombre” le pide al protagonista que se beba el “zumo” de un cierto hongo, que le produce una serie brillantes alucinaciones multicolores que parecen llevarle al Mundo de las Hadas. Más tarde tendrá lugar el encuentro con la propia Etidorhpa, la diosa de la Tierra.
Etidorhpa puede parecer un nombre extraño, pero no lo es tanto cuando nos damos cuenta de que se trata, en realidad, del nombre “Aphrodite” al revés. La traducción española debería ser, por tanto, Atidorfa, que no es otra cosa que “Afrodita” al revés.
Poco después, el héroe del libro se ve a sí mismo atravesando durante días un árido desierto, a ratos ardiente y a ratos helado. Sería fantástico poder mostrar aquí las ilustraciones del libro en la segunda edición que llegaría a hacerse tan popular, una serie de maravillosas acuarelas de John Augustus Knapp en las que se ve a los dos personajes, un androide blanco y sin rostro y un hombre de edad provecta vestido con una larga levita de paño oscuro, descendiendo por una ladera de monstruosos cristales cúbicos y luego perdiéndose entre los hongos gigantes.
¿De edad provecta? El hecho es que cuando el protagonista de la novela atraviesa el espejo y entra en el mundo subterráneo, su apariencia juvenil desaparece y cobra el aspecto de un anciano.
La novela llegó a hacerse muy popular a principios de siglo, hasta el extremo de que muchas familias decidieron poner a sus hijas el áspero nombre de Etidorhpa.
De acuerdo con Terence McKenna, uno de los pocos lectores que ha tenido esta novela extraña en los tiempos modernos, los “monstruosos cristales cúbicos” por los que descienden los personajes en su viaje hacia las entrañas de la tierra, no son más que un anagrama que pretenden revelar una de las claves secretas de la novela. “Monstruosos cristales cúbicos”, “MonSTROUS CUBical crystals”, es decir, “Strous Cub”, “Stropharia Cubensis”.
El problema es que la Stropharia Cubensis no fue descrita y catalogada hasta 1906, es decir, nueve años después de la publicación de Etidorhpa. ¿Cómo podía estar John Uri Lloyd creando un anagrama de la stropharia cubensis años antes de que el botánico Earle se le ocurriera darle ese nombre durante una de sus expediciones científicas por la isla de Cuba? Ya que eso es, precisamente, lo que significa cubensis: “cubana”. Terence McKenna es bien consciente de esta diferencia temporal, pero no parece darle mucha importancia, seguramente porque en el mundo de los psicotrópicos el tiempo funciona de manera distinta.
Etidorhpa no resulta una lectura cómoda. Su autor no es un novelista profesional, y el libro es demasiado largo y verboso. Pero los párrafos donde se describen los efectos de las alucinaciones y la forma en que las visiones afectan a nuestra percepción y a nuestro cerebro son deslumbrantes, y de una pertinencia y modernidad absolutas.
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