Tras la publicación de mi primer libro, los compañeros de la revista profesional Mundo Estanco me ofrecieron escribir una columna mensual. Inspirado por el óleo de Goya titulado El resguardo de tabacos, narré, con pinceladas de esa lengua germanesca que tanto me gusta, un breve pasaje de la vida de un guardés del tabaco en el siglo XVIII.
Gustó tanto la columna que, en un arrebato de orgullo, decidí tomarla como base para escribir una novela. La escribiría para mí, sí: por puro placer de leer algo que me guste de principio a fin, por ese mismo placer con el que me fumo un buen habano tras haber comido como un marqués. Sería una aventura con espadachines, corsarios, intrigas, tesoros, viajes, malvados y amores de mujeres tan bellas como venenosas… Una novela de las de toda la vida, aunque ahora no se estilen y por eso apenas se escriban. ¿Gustarían hoy las aventuras de Los Tres Mosqueteros, de Scaramouche, de Alatriste…? Y mis ojos destellaron al recordar las noches en compañía del revertino capitán. Da igual, escribe.
¿Y por qué ese empeño? Porque soy un lector indeseable, lo reconozco: por un lado soy el lector que toda editorial quiere, ya que compro libros compulsivamente, casi por fetichismo: narrativa, ensayos, técnicos, teatro, diccionarios, poesía…, es igual. Compro tanto volúmenes nuevos con aroma a disolvente y papel pasmado, virgen, como libros viejos con aroma a usado, a desván de casa de pueblo, a herencia, a humedad; a veces surcados por subrayados que demuestran que para alguno de sus anteriores dueños tenían una importancia que no supieron ver sus descendientes. Libros regalados entre amantes, y vendidos al peso cuando el amor ha terminado, como aquel viejo ejemplar de Hojas de hierba de Walt Whitman que escondía una dedicatoria en su interior: “Siempre te amaré”. Libros de esos que, como decía Borges, eran los mejores.
Por otro lado soy la peor pesadilla de los escritores que anhelan que las mentes de los lectores den vida a esos personajes que han alumbrado, porque siempre me pasa lo mismo: me planto delante de un ejemplar, lo abrazo y comienzo a leerlo con ganas, pero a las veinte páginas ―mi “punto de no retorno” particular― si no me atrapa, lo dejo, lo cierro y pasa a ser otro objeto inerte y estrictamente decorativo en la estantería, mi particular Muro de las Lamentaciones literario. “Quién sabe, quizás no esté preparado para leerlo y dentro de unos años me apetezca”, procuro mentirme. Hay pocos que logren atraparme y por eso sigo buscando, sigo cazando para ser cazado.
Por eso cuando empecé a escribir El Guardés del Tabaco no pensaba en premios, ni en reconocimientos, dinero o aplausos. Pensaba solo en mí: que mi obra me secuestrase, que tuviera que llevarla a la mesa e incluso al trabajo por no poder desatenderla; un relato honrado, sin esa paja pomposa y vacía que solo aporta al lector páginas llenas de palabras mejor o peor colocadas.
Otro escribiría una novela policiaca o de ciencia-ficción, pero yo necesitaba una “de capa y espada”, que pareciese haber sido encontrada al abrir la sepultura de un bravo y en la que este me describiese su vida, sus sinrazones, sus lances y sus trifulcas en ese mundo donde los hombres se movían por el orgullo y se enfrentaban con hierro y fuego a las adversidades, donde el carácter de los personajes no fuese un dibujo, sino un trazo tan fino que hiciese dudar de las intenciones de aquel que empuñase la filosa; donde los malos vistiesen de negro, deambulasen en las sombras de la noche entre jugadores, borrachos y putas, maquinando con toda su no menos atezada alma cómo trincharle los hígados a su próximo trofeo; donde marinos pendencieros se ahogasen en tragos de sangre.
También tenía que ser justo con la Historia, para que la lupa crítica hallara apenas falacia, Historia traditoribus non praemiat. Y sobre todo, tenía que ser un protagonista más esa lengua de jaques, churrianas y forzados llamada germanía. La pimienta de los Quevedo y Cervantes burlescos, la lengua de los que entendían “vida” y “muerte” como sinónimos, aunque fuesen de los que “beben más que matan”.
Pese a ser un autor casi novel, y por tanto estar aún cubierto de esa capa de petulancia por creerme ya inquilino del Parnaso, no quiero ser tan jactancioso de decirles que mi obra les atrapará, que será lo mejor que han leído en su vida o que cambiará sus gustos literarios. No, lo siento, no tengo dotes de vendedor de crecepelos que garantiza frondosas melenas mientras su cráneo brilla mondo y lirondo. Seguramente este hijo literario mío pasará sin pena ni gloria por las librerías entre esa batahola de escritores que desesperadamente tratamos de hacernos un hueco y seguramente también algún día lo veré entre los saldos, viejo y desgastado, esperando ser salvado. Pero vive Dix y voto a Dux que disfruté redactando cada línea y lamento cada segundo que paso sin escribir un poco más, porque tal vez esto de las letras sea una terapia para quitarse de la realidad de la vida.
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Autor: Jairo Junciel. Título: El Guardés del Tabaco. Editorial: Almuzara. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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