Estar «en el camino» no es lo mismo que «el camino». Lo primero supone subirse a lomos de un Cadillac —solitario, que describiría Loquillo— o de un Dodge para seguir los pasos de uno de los autores beat más reconocidos y mitificados, llamado Jack Kerouac, nacido el 12 de marzo de 1922, mientras lo segundo invita a observarlo y sentirlo desde una perspectiva un tanto omnipresente, distante y, en ocasiones, hasta impersonal.
Hace poco, un amigo me instaba a escribir en primera persona: “No puedes hablar por otros, menos aún por los lectores. Es tu opinión, tu forma de verlo. De nadie más. ¡Hazlo!”. Sin embargo, antes de que este amigo me lo dijera, otro autor a quien no tuve la suerte de conocer, llamado George Orwell, también incidía en el «ego» necesario del escritor o del orador. En realidad, de cualquiera que quiera y sienta que debe dar su opinión respecto a un tema o una cuestión, porque en cuanto lo haces obligas a la otra persona a ponerse en tu piel, a ver las cosas como sólo tú las observas o, mejor aún, las experimentas. Kerouac, sin ir más lejos, siguió el ejemplo de Orwell en la novela que tituló On the Road (En el camino), donde para contar la historia, su historia, se sirve del monólogo interior. De ese «ego» tan necesario como característico. Y así, todo aquel que se haya sumergido en el viaje que va desde Nueva York a Nueva Orleans, México, San Francisco, Chicago y, finalmente, otra vez Nueva York, habrá sentido en alguna línea, párrafo o capítulo entero lo mismo que Sal Paradise —protagonista y narrador—. Esa vida desinhibida y contracultural que pusieron de moda los beat cuando recorrían los bajos fondos y se relacionaban con los marginados de todo tipo, clase y condición, aguantando el viaje, la vida y el presente por medio de las drogas y el alcohol; donde a lo largo del periplo el lector casi puede determinar la atmósfera que envuelve los bares —tabaco liado y bourbon barato—, hacer de tripas corazón a la hora de dormir en el motel donde pasará la noche, acariciar el cuero del asiento trasero del coche, oler la piel del amante e incluso sentir la humedad del cuerpo a cuerpo. En definitiva, saborear la bohemia y el carpe diem que el escritor describió. Y gracias a la primera persona del singular, autor y lector pueden convertirse en Uno. En esto consiste la mirada directa (y también algo limitada), en la imposición de un único punto de vista. En este caso, el de Paradise, que no es otro que Kerouac.
Sin embargo, en la otra cara de la moneda, hay otro punto de vista. No tan concreto, pero sí más completo. Como el de Miguel Delibes (fallecido el 12 de marzo de 2010) cuando escribió El camino. Una obra en la que autor y lector no son el Uno sino el Todo, y el prisma de Delibes no es limitado sino panorámico, a fin de mantener el equilibrio entre lo de arriba y lo de abajo. Ascendiendo y descendiendo a su antojo a la hora de retratar un pueblo que todos conocemos. En el que hemos veraneado, hemos jugado, nos hemos preguntado, nos hemos llenado de barro, hemos pasado frío y nos hemos calentado. Allí donde todo parecía más sencillo, y conocíamos a la mayoría de los vecinos tanto como al panadero, al herrero, al párroco, al médico e incluso al señor alcalde; arquetipos que sabían de dónde veníamos y que cuando se ponían videntes auguraban un porvenir semejante, o mejor, al de nuestros familiares.
El pueblo que podíamos recorrer con los ojos cerrados porque conocíamos sus callejuelas estrechas y rincones secretos como las líneas que definen las palmas de nuestras manos. Y con ese mismo trazo delicado, Delibes dibuja el camino de su protagonista Daniel, el Mochuelo, con quien el lector anda casi cogido de la mano sintiéndose curioso, melancólico y niño otra vez. Como el muchacho que no quiere dejar el pueblo ni a sus amigos y temiendo crecer demasiado rápido, se refugia en la nostalgia de lo que fue.
Sólo Delibes escribe en El camino sobre el “pánico astral” o el “desasosiego cósmico” con la naturalidad y sencillez con que explica lo que es “tener el vientre seco”. Y te hace pensar, reír y llorar, volviendo a la infancia y al pueblo una vez más, antes de que ya no haya marcha atrás… mientras Kerouac en su On the Road te incita a coger el primer avión destino Nueva York, alquilar un Cadillac —o un Dodge—, tomar el primer desvío y seguir la dirección que marque tu brújula interior sin dejar de escuchar a un Charlie Parker, Miles Davis o Thelonious Monk. Y al final, se escoja el camino que se escoja, todo dependerá de la disposición de cada cual, pues unos días se sentirá el camino al estilo Delibes y otros al estilo Kerouac.
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