Los crímenes de la Academia es una de esas películas que se sitúan en un territorio terriblemente resbaladizo. Para empezar, y pese a su factura lujosa, académica y cinematográfica, este thriller procedimental policial basado en la novela de Louise Ballard —y que pone sus miras en El silencio de los corderos y sus mil derivados a lo largo de los 90 y los 2000 de Hollywood— es una película de Netflix, no está hecha para salas comerciales. Ya estamos acostumbrados a que películas de excelente aspecto visual, que antaño serían consideradas como espectáculos de salas e incluso éxitos de taquilla aparezcan directamente en el video on demand de nuestros hogares un día sí, otro también.
Es lo que hay para una película que recurre a una fórmula anacrónica pero siempre eficaz, la de los policiales de colegas, y cuya particularidad es una cuidada y cruda ambientación gótica y que uno de sus personajes protagonistas sea precisamente uno de los creadores del mismo género en que se inscribe el film, el mítico escritor norteamericano Edgar Allan Poe (un excelente Harry Melling, visto en Gámbito de Dama). En calidad de sidekick o ayudante del protagonista, un cansado expoli encarnado Christian Bale, Poe tiene las claves del caso al mismo tiempo que asimila unos hechos reales que él mismo convertirá en tropos de género.
Dejado de lado lo desapercibida o en tierra de nadie que pueda quedar Los crímenes de la Academia, película que parece destinada a decepcionar tanto a los puristas de Poe como a los deseosos de un título de “etiqueta negra” oscarizable, o bien a la última montaña rusa de diversión adolescente de Netflix (la película de Scott Cooper no es ninguna de esas cosas), lo cierto es que el resultado es un excelente, precisamente por genérico, thriller de investigación que integra muy bien los recursos creativos y poéticos de Poe con los hechos desnudos, las pruebas físicas que Augustus Landor debe afrontar para la resolución del caso.
Ese delicado equilibrio, inserto en un clásico murder mistery sin los guiños al espectador de la recién estrenada secuela de Puñales por la espalda, le sientan de fábula a la película, que combina ella misma y a través de los dos compañeros de viaje la perspectiva literal con la literaria, la cordura de los hechos de un procedimental con la locura abstracta que se adivina en la mirada, entre ausente y entusiasta, de Harry Melling.
Bien es cierto que el film resulta previsible, que algunos intérpretes se pasan de histriónicos (caso de la habitualmente excelente Gillian Anderson) y que la estrella de la función, Christian Bale, no por carismático deja de resultar un tanto afectado. El filme depende excesivamente de las fenomenales estampas visuales del director de fotografía Masanobu Takayanagi y, sobre todo, la excelente música de Howard Shore, autor precisamente de la partitura de… El silencio de los corderos. Pero todo eso y también lo demás resultan placeres cinematográficos y artísticos para cierta clase de espectador, ese al que Los crímenes de la Academia sabe complacer extremadamente bien.
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