Ya nadie pasea en la ciudad sitiada.
Toda salida se ha convertido en mero tránsito, y el espacio que habitamos se ha visto reducido, encanijado. El aislamiento facilita, muy al contrario del paseo, el pensamiento circular; incluso aquellos que no tenían tendencia a la obsesión se encuentran estos días rumiando y dando vueltas a determinados pensamientos, con dificultad para centrar la atención en otra cosa. Cuando estamos encerrados, el pensamiento no gira, el pensamiento se enquista, el pensamiento se estanca.
Aristóteles, por ejemplo, enseñaba a sus discípulos mientras paseaba; por eso, todos sus alumnos eran conocidos como los peripatéticos, del griego peripatētikós: «los que pasean».
¿No es acaso el camino, el paseo, el traqueteo, lo que nos ayuda a reflexionar, lo que desvía nuestra atención hacia otro asunto? El ágora está hoy vacía y Aristóteles enseña a sus alumnos por Skype.
Surge, además, una lucha de clases dentro de los propios confinados, como los presos de la hiperpoblada cárcel tailandesa de Bang Kwang o los de la cómoda prisión noruega de Handel Fengsel. Por un lado, no sabemos muy bien dónde, están los confinados que no tienen casa. Por otro, están los confinados en casas diminutas, solos o acompañados. Los confinados que gozan de buena salud y los que no. Los confinados con balcón; los confinados con terraza; los confinados con perro propio o alquilado (estos últimos, tal vez, sean los mismos que compraron en su día una muñeca hinchable para poder circular sin multas por el carril VAO. Quién sabe si terminarán también sacándola de paseo).
En otro escalafón de confinamiento están los aislados en casas grandes; los confinados en mansiones con huerto y jardín. Los confinados en Madrid o en Teruel. Los confinados en el centro o en la periferia. Los confinados con una casa orientada al Este o al Sur. Los confinados en un piso exterior o interior; y así, suma y sigue, se establece una pirámide de lujos y recelos entre los propios confinados.
Mi amiga Icíar, que vive con su pareja en un piso de 30 metros cuadrados en pleno centro de Madrid, compara constantemente su casa con la de los demás: «con buena polla bien se folla», me dice a menudo, y en su mueca se masca la tragedia, la antesala a ese instante en el que se te hinchan tanto, que terminas por salir al balcón y abuchear sin ton ni son a todo el que circula.
Las casas se han convertido, en estos días, en el centro de toda nuestra actividad. Todo el callejero está contenido en los hogares. Google Maps está también confinado: son 30 segundos lo que tardo en llegar a pie del salón a la cocina. Del coche ya ni hablamos.
Discípula de Aristóteles, como buena peripatética, camino y reflexiono por el angosto y limitado pasillo de 10 segundos como si recorriera el ágora. Descubro de pronto qué orientación tiene mi casa; reconozco por fin el Este y el Oeste, reconozco los puntos cardinales de mi piso, el movimiento de rotación terrestre en sus paredes: en el Cabo de Creus, el dormitorio, y en el de Estaca de Bares, el salón.
Como una planta, he aprendido a moverme por mi casa buscando la luz. Soy un girasol. Calculo las horas en función de la posición del sol, igual que una astrónoma egipcia. El primer rayo en la habitación marca las 12 del mediodía: proyecto una paloma en la pared con la sombra de mis manos.
Me tumbo en el suelo bocarriba —sin ninguna referencia exterior salvo las nubes— y siento que estoy flotando en un navío, en mitad de un mar cualquiera, y me dejo arrastrar por el sonido imaginario de las olas. Pero dura poco, las gaviotas (que son las desafinadas cuerdas de tender de mi vecina) me devuelven a estos 60 metros cuadrados. Pertenezco al grupo de los confinados en pisos céntricos y pequeños, pero me encuentro bien (que eso es como tener, para mi consuelo, una mansión con jardín, vistas al mar y buganvillas).
La ropa de mis vecinos ondea en las cuerdas en señal de bienaventuranza. Salvo la de mi vecina Eulalia, que yace abandonada y raída como la bandera que dejó el hombre en la luna.
Eulalia es muy mayor. No tiene familia y está enferma. Abre la puerta y grita en el descansillo para pedir ayuda: se queja de que tiene un dolor intenso en la espalda, tan intenso, dice, como la mordedura de un lobo. Los médicos van y vienen, dicen que Eulalia tiene una infección respiratoria, pero no hay cama para ella en ningún hospital. La vecina del tercero, vestida igual que los astronautas que llegaron a la luna, le lleva comida a diario.
La policía dice que a Eulalia le queda poco; los oigo hablar agazapada detrás de la puerta. Yo no tengo traje de astronauta, yo no soy tan valiente como la vecina, yo no soy ninguna heroína en esta pandemia, yo jamás voy a llegar a la luna. Yo solo pego la boca a la pared de mi dormitorio, que colinda con el de Eulalia, y le insuflo así algo de aliento. Yo solo me asomo al balcón de la habitación y observo su bandera, con la esperanza de que logre capear el temporal como un invencible galeón pirata.
A pesar de todo, a pesar de Eulalia, hay cierta serenidad en el interior de nuestras casas. Hay silencio, hay paciencia, hay dolce far niente, hay espera. También hay miedo, miedo a lo invisible. Lo cotidiano se torna perverso: la naranja, el filete, el brik de leche. El virus, inadvertido e invisible, pulula en el exterior de nuestras casas como un forastero, y surge cierto temor cuando llama a nuestra puerta: la compra, el abrigo o los zapatos burlan nuestra sensación de vivir en un inmaculado e infranqueable búnker. Todo parece contaminado, todo parece tripulado por los gérmenes.
Más allá de nuestra casa —nuestro sereno y plácido espacio doméstico—, conviven a nuestro alrededor escenas bien distintas, como en el tríptico del Bosco.
Es primavera, como en la tabla central del Bosco. La fauna y la flora, sin nosotros deambulando, colonizan las calles. Hay un violento y repentino estallido de vida en el exterior de nuestras casas: hay búhos y pájaros gigantes, hay fresas de dimensiones humanas, camellos y elefantes. Hay jirafas, cerdos y cigüeñas. Hay polillas, burros y faisanes. Hay vegetación y arquitecturas imposibles.
También hay pájaros que alimentan con su pico a la muchedumbre hambrienta y flores que encapsulan a los hombres en sus corolas. Tal vez la naturaleza nos proteja en estos días. Tal vez siempre lo haya hecho.
Lejos de la serenidad de nuestras casas y de la orgía primaveral de flora y fauna está el bullicio de los hospitales y de las UCI, que reverbera en las paredes de nuestro búnker como un contrabajo. Se parece a la tercera tabla del tríptico del Bosco, la conocida como el «infierno musical».
Todas las personas que hemos imaginado fuera de la tabla central se apiñan ahora en este hospital de campaña. Suena el violín del virtuoso Paganini, el Capricho 24, y un extraño pájaro sentado en un trono dorado se alimenta de personas, que defeca sin masticar en un agujero: es la prefiguración de la pandemia.
Los médicos, enfermeros y celadores trabajan a contrarreloj, los pacientes se amontonan. Todos llevan sus rostros cubiertos, como en un festival de máscaras venecianas. Los relojes llevan semanas detenidos. Suenan los respiradores, desacompasados, y las máquinas pitan a destiempo igual que una orquesta desafinada. En lugar de angelitos, son las botellas de oxígeno las que guardan las camas de los infectados.
Mientras tanto, ajena al infierno musical, cae la tarde en mi piso. Lo sé por el aplauso de las 8. Camino por el pasillo, peripatética, para ver el ocaso en el punto más occidental de mi casa: las bragas de Eulalia. El sol se pone en el horizonte de la muda —que es la gomilla elástica de la cintura— y la atraviesa como un balón de baloncesto recién encestado; cae al patio con la lentitud de un tiro en suspensión y lo tiñe todo de naranja.
Al rato es todo oscuridad.
Ya solo queda esperar la llegada de la aurora y, si hay suerte, el estrepitoso orgasmo de algún vecino quebrando de golpe el silencio de la noche.
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