Harry Hole es el personaje más conocido y carismático de Jo Nesbø por protagonizar una larga y potente serie de trece títulos. Un poli duro, capaz de salir airoso de las situaciones más adversas, un ser complejo y torturado, en pugna constante con sus demonios en forma de múltiples dependencias. Es el epítome de la resiliencia, portador de una armadura interna que le permite aguantar lo que le echen a las malas, y que en sus buenos momentos sabe disfrutar de la vida con sobrio escepticismo.
Toca hablar de Olav porque al fin ha concluido un proyecto largamente postergado, un largometraje basado en Sangre en la nieve que en principio iba a dirigir Tobey Maguire con su amigo DiCaprio como protagonista. La idea no cuajó y al final Cary Fukunaga, director de Sin tiempo para morir y True Detective, se puso al mando, con el propio Nesbø como coguionista junto a Ben Power. El filme concurrió a principios de septiembre al Festival Internacional de Cine de Toronto con dos caras conocidas: Aaron Taylor-Johnson como Olav y Tom Hardy como uno de sus jefes y oponentes, El Pescador.
Supongo que el escritor noruego quiere quitarse la espinita, porque no ha tenido mucha suerte con el cine. El muñeco de nieve, de Tomas Alfredson, resultó un filme fallido, algo confuso y no me acabo de creer al atractivo Michael Fassbender en la piel de Hole. También es cierto que no es fácil plasmar en un solo largometraje la compleja personalidad de un personaje que Nesbø ha desarrollado muy a fondo a lo largo de varios libros.
No he visto El hombre celoso, de Amazon Prime Video, basado en el thriller que da nombre a una colección de relatos sobre los celos y el poder. Basta con el tráiler para comprobar que los guionistas han modificado por completo el argumento. La acción se desarrolla en Creta en vez de Kálimnos, una isla griega muy concurrida por los escaladores de todo el mundo, por su peculiar topografía. El relato de Nesbø es un doble duelo entre dos gemelos idénticos físicamente pero de caracteres muy distintos, Franz y Julian Schmid, enamorados de la misma mujer, y entre uno de ellos y Nikos Balli, policía experto en casos relacionados con los celos, que investiga la desaparición del otro hermano, y que tiene un pasado que ocultar. Según los críticos, la adaptación audiovisual es una historia tediosa, predecible y carente de ritmo.
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Adaptar Sangre en la nieve a la gran pantalla habrá sido sencillo y complicado a la vez. Sencillo porque la acción se desarrolla en un tiempo y lugar muy concretos: año 1977, en las calles de Oslo, en vísperas de Navidad. Excepto una escena muy violenta en la cripta de una iglesia, con féretros ocupados por vivos en vez de por difuntos, el argumento no exige un gran despliegue de efectos especiales. La complejidad reside en trasmitir el mundo interior de Olav, un tipo reflexivo que pese a ser disléxico maneja una gran cultura, aunque no le gusta alardear de ello. «No es que yo sepa mucho sobre la nieve —en realidad tampoco sé mucho sobre otros asuntos—, pero he leído que los cristales de nieve que se forman cuando hace mucho frío son completamente distintos a los que aparecen cuando la nieve es compacta, pesada o helada», reflexiona mientras observa cómo la sangre de su víctima se extiende bajo su cadáver como una capa real.
Consciente de sus limitaciones, confiesa su incapacidad para llevar a cabo determinados actos delictivos como atracar bancos, conducir coches a la fuga o meterse en el negocio de la droga y la prostitución. Lo suyo es despachar. Y lo hace de maravilla: pulcro y eficaz. No en vano practicó en la juventud con su padre maltratador, al que despacha con un palo de esquí y una escobilla de váter. Un chico algo impulsivo, puede ser, pero también un sensible soñador. Olav está platónicamente enamorado de una joven sordomuda a la que salvó de una situación comprometida, cajera en un supermercado, a la que escribe cartas secretas. Aparte de matar cuando se tercia, su vida no tiene nada especial. Los problemas se presentan cuando su jefe, David Hoffmann, uno de los más importantes capos de la droga, le encarga que liquide a su mujer. «Corina Hoffmann era la belleza personificada», exclama extasiado cuando la ve por primera vez. «Y aquella piel blanca —blanquísima— de sus brazos, su rostro, sus pechos, sus piernas… ¡Ay, Dios! Eran como mesetas cubiertas de nieve bajo un sol vibrante. Podían dejar ciego a un hombre en pocas horas. Como la nieve».
Enamorado hasta las cachas, incumple la orden y pretende fugarse con ella a París, pero con Hoffmann vivo nunca podrán vivir tranquilos, así que Olav recurre al Pescador rival y competidor de su exjefe, y urde un plan magistral que no saldrá tan bien como había previsto.
En las novelas de Nesbø, además de apuntes didácticos sobre temas muy diversos, siempre encuentras un elemento sorpresa que te deja ojiplática. No solo giros inesperados, que también, sino situaciones inesperadas que desafían la ley de la lógica y se resuelven con gracia y ligereza. En Sol de sangre hay una de esas situaciones en torno al cadáver de un reno, que da escalofríos. Y no solo porque Jon, el protagonista del relato, se encuentre en el norte de Noruega, cerca ya del Ártico, en Kasund, un pequeño pueblo de Finnmark, el país de los samis, donde ha llegado huyendo del Pescador, la bisagra que une las dos historias. Jon es un buen chico que vende hachís para pasarle una pensión a su exnovia, con la que ha tenido una niña. Cuando a la pequeña Ana le diagnostican una grave enfermedad e intenta ganar más dinero para sufragar el costoso tratamiento, el Pescador le da una oportunidad. Pero Jon es incapaz de apretar el gatillo en el momento adecuado y debe poner pies en polvorosa. Y allí lejos, en el norte del norte, encuentra junto a una mujer, Lea, hija de un predicador laestadiano y su hijo Knut, el amor. Y una posibilidad de escape y salvación.
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Espero que estrenen pronto en España la versión cinematográfica de Sangre en la nieve y disfrutar del gran placer que produce una buena película basada en una buena novela: una estimulante combinación de reconocimiento y sorpresa, como visitar un lugar solo visto en íntimas ensoñaciones. Ponerles caras a los personajes, tierra y cielo a los paisajes embellecidos por la banda sonora que enfatiza los momentos cumbre. Un placer raro, porque adaptar un relato literario al lenguaje cinematográfico requiere sobredosis de talento, sobre todo por parte del guionista y montador. Hace poco disfruté de ese raro placer con Mystic River, uno de los casos en los que novela y película alcanzan similar nivel de excelencia. Parte esencial del mérito está en la labor del guionista, Brian Helgeland, que recibió un Oscar por la adaptación de La Dalia Negra y es también responsable de la adaptación de una excelente novela de Michael Connolly, Deuda de sangre, dirigida e interpretada por Clint Eastwood, que este otoño fue recuperada por Netflix con gran éxito. Por cierto, la última vez que vi Mystic River me pareció reconocer al autor de la novela, Dennis Lehane, en un cameo saludando al público a bordo de un cochazo descapotable al final del desfile de San Patricio que culmina la historia. Pero tal vez los ojos me engañaron. Ya se sabe que en las películas todo es trola.
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