Un amigo me preguntó una vez si lo del coronavirus me había venido bien o me había venido mal. Sonreí, porque me parecía una pregunta arriesgada, pero era evidente que no se refería al virus ni a la enfermedad, sino a todo lo demás.
Es un tema peliagudo, pero no es falso. Es cotidiano. Es lo que vemos. Lo más impactante a corto plazo es la gente que se ha ido, o que ha perdido mucho. Pero para el largo plazo han quedado cosas de las que seremos capaces de ir hablando. Ha dado oportunidades inesperadas a personas que ni siquiera se las planteaban. Ha traído vidas ficticias dentro de vidas reales.
Solo por eso, el COVID me fascina como experimento sociológico. Ha tenido que llegar una plaga mundial para hacernos frenar, y para replantearnos las prioridades, o para tener tiempo de convivir intensamente, y así disparar, en ciertos casos, segundas partes de unas vidas de las que no sabíamos que habíamos vivido las primeras.
Antes del COVID hubo otra cosa, otro mundo, y ahora flota en el aire esa teoría de que todo volverá a ser lo que fue, y de que volveremos a cometer los mismos errores.
No estoy de acuerdo.
Se me hace difícil pensar que no tendremos en mente el confinamiento cuando vayamos a una entrevista de trabajo, o cuando pensemos en cambiar de casa, o cuando iniciemos una nueva relación. Ha quedado un poso —un trauma— del que hemos salido, pero en el que aún estamos, y al que, desde luego, no queremos volver.
La realidad es que regresamos a él de vez en cuando, al revisar fotografías o escuchar ciertas canciones. Al encontrarnos con ciertas personas y preguntarnos dónde estabas tú.
Nuestro mundo se ha ensanchado de golpe porque una vez se hizo pequeño. Porque una vez estuvo circunscrito a la intimidad de un hogar y de una pantalla. A la estrechez de lo que nos permitía una ventana o un balcón, desde el que solo podíamos soñar con un final hacia el que trampeábamos con acercarnos.
La ilegalidad se convirtió en un privilegio que envidiábamos, más que nunca, y la picaresca fue una afición compartida, y solo rota —en aquellos ridículos momentos—, por los idiotas de ojos atentos y los dictadores frustrados.
Esta mañana desperté canturreando el «Confineo» de los Stay Homas. Se la puse a mis hijas durante el desayuno, y la seguí cantando mientras vaciaba el lavavajillas, atento a una letra que había olvidado que conocía de memoria, y maravillándome de nuevo con la capacidad de improvisación de estos chavales. Al mismo tiempo, pensaba en lo diferentes que fueron las imposiciones que recibimos de las opciones que tomamos.
Había leyes para casi todo, y prohibiciones para casi todo. Había maneras de hacer las cosas, maneras de caminar por la calle, maneras de saludarse. Maneras de pensar en el final.
Había canciones.
Y luego estaban nuestras canciones, y nuestras maneras de saludarnos, y nuestras maneras de encontrarnos a escondidas. A veces era por rebeldía y otras por pura necesidad, tratando de solucionar con sentido común lo que se nos obligaba a hacer como si nos faltara inteligencia.
No planteo nada nuevo al decir que el COVID nos ha enseñado muchas cosas. Pero esa no es la parte que me interesa, porque es una visión que asume que hemos adaptado nuestra vida a un imprevisto. Lo que me seduce es tratar de imaginarnos a cada uno de nosotros en ese mundo alternativo en el que no ha habido ningún virus. Ese universo en el que todo sigue igual, y en el que seguimos siendo los mismos. Esa realidad en la que los horarios nunca se han roto, y en la que todos los días son iguales, y en la que nadie ha tenido tantos ratos muertos para fantasear con la posibilidad de una vida diferente.
Ese es el lugar al que deberíamos volver cuando revisamos cada foto o escuchamos cada canción con la que la mente nos encierra de nuevo en nuestra casa. El mundo anterior, al que deberíamos pertenecer, pero del que hemos escapado.
Ese debería ser el punto de partida sobre el que plantearnos si hemos intentado aprovechar un quiebro del destino para dirigirnos hacia donde nos gustaría estar, o si, por el contrario, nos hemos dejado llevar, esperando a que todo pasara, para regresar al mismo lugar en el que estuvimos.
Si hemos hecho esto último, significa que nunca hemos cambiado de universo, y que seguimos anclados a aquel que jamás fue arrasado por ninguna pandemia.
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