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Los ecos de la tragedia

La ficticia realidad

No siempre están claros los límites entre la realidad y la ficción, ni todas las personas alcanzan a discernir la frontera entre los territorios donde reside aquello que existe sin lugar a dudas y los que habitan las cosas que tal vez emerjan únicamente de la fabulación. Me he acordado estos días de una anécdota que sucedió en mi pueblo cuando andaba agonizando la década de los ochenta y que tuvo protagonista a una mujer anónima cuya observación ha venido nutriendo desde entonces el anecdotario jocoso de la pequeña historia local. Emitía entonces la televisión pública —la única que había, porque creo que las privadas aún no estaban implantadas y, de estarlo, es más que posible que no hubiesen llegado todavía a Mieres, donde sólo pudieron verse uno o dos años después de su desembarco en las orillas catódicas— la primera telenovela venezolana —el primer culebrón, en suma— que llegaba a estas latitudes. Se titulaba Cristal y no sé de nadie que permaneciera al margen de su influjo. Tampoco sé si se han dado muchos fenómenos tan intergeneracionales como lo fue aquél. Durante el año y pico que duró su emisión —fueron cientos de capítulos—, nos dedicábamos en las sobremesas con nuestras abuelas y nuestros abuelos, con nuestras madres y nuestros padres, a seguir puntualmente las evoluciones de un guion retorcido y arbitrario en el que se sucedían las alegrías y los tormentos de unos personajes que nos resultaban por completo inverosímiles pero que quizá por eso capturaban nuestra atención con la misma eficacia con que atrae la luz a los mosquitos. Era fácil vituperarla —la sonorización era pésima, las actuaciones no muy esmeradas, los decorados puro cartón piedra apenas disimulado—, pero de ningún modo cabía despreciar sus méritos: en absoluto es sencillo dar con una fórmula que obligue a miles o millones de personas a estar pendientes de un argumento cuyo final era más que consabido —nadie dudaba que aquello iba a terminar en boda— y en el que, por lo tanto, no importaba tanto el desenlace como los giros y requiebros por los que habría que pasar hasta que aquél se consumase. Se hablaba de Cristal en los bares, en el mercado, en las salas de espera de las consultas médicas, en los despachos de abogados, en las celebraciones familiares, y por descontado en el colegio, porque nosotros mismos terminamos enganchados a lo que, más que una serie de televisión, resultó ser droga dura. El fenómeno, apabullante, se complementó con la audacia de unos directivos que tuvieron la humorada de programar, antes de cada capítulo, una pequeña secuencia de producción propia en la que una mujer que respondía por el sonoro nombre de Doña Adelaida resumía ante la cámara los avatares de los capítulos anteriores, ofrecía sus propias impresiones sobre el serial y sus protagonistas y elucubraba sobre lo que pudiera estar por venir, en una afortunada traslación a la pantalla de las comidillas y los runrunes que cada tarde se hacían fuertes en torno a las mesas camillas de nuestros hogares. El caso es que allá por 1989 o 1990, cuando el asunto de Cristal estaba en plena efervescencia, vino Carlos Mata a Mieres para cantar en las fiestas de San Xuan. Era el actor que encarnaba en la serie al protagonista principal, aquel Luis Alfredo que se enamoraba y se desenamoraba de aquella Cristina a la que no recuerdo por qué se la conocía con el seudónimo que daba título a la telenovela, y según supimos entonces había desarrollado en Venezuela una carrera musical que intentó exportar a España aprovechando el éxito de su culebrón. El anuncio de su presencia en nuestro pueblo, como no podía ser de otra manera, causó una expectación grande, máxime porque en aquellas fechas se hallaba el argumento del serial —que se había rodado algunos años antes— en uno de sus puntos álgidos, pródigo en separaciones imprevistas y reencuentros inesperados, en traiciones estremecedoras y alianzas contra natura, y las elucubraciones sobre lo que podía o no pasar corrían de boca en boca. Tan agitada estaba la cosa al otro lado de la pantalla que era imposible que sus ecos no salpicaran de una u otra forma el ámbito de lo real, hasta el extremo de que uno o dos días antes del concierto, aquella señora a la que me he referido antes, mientras hacía cola en la pescadería, no pudo reprimir su desconcierto con tanta elocuencia que no me resisto a dejar consignada aquí su aportación, transcrita además en la misma lengua asturiana en que la pronunció y que aporta, si cabe, aún más color a su cándido desparpajo: «¡Ai, madre! ¡Con la que tien liada ésti en casa y tovía se atreve a venir a cantar a Mieres!»

Alrededor del personaje

"Es en esta parte del cuadro donde se halla una de las escenas más inquietantes"

Supe de su existencia hace unos cuantos años, pero hasta ahora no lo había tenido delante de los ojos. Merodeé hace algunas semanas en su busca por los recovecos el monasterio de San Lorenzo de El Escorial, donde permaneció colgado a lo largo de varios siglos, pero he venido a dar con él a la Galería de las Colecciones Reales, ese flamante museo de nueva planta que se esconde tras la catedral de la Almudena al modo y manera de un pequeño gabinete de maravillas abierto para quien tenga la curiosidad de ir a su encuentro. Se trata de un óleo sobre tabla que pintó Joachim Patinir en torno a 1521, seguramente inspirado por unos dibujos que le regaló Alberto Durero, y en el que se representa la conocida escena en la que San Cristóbal cruza las aguas de un río con el Niño Jesús sobre los hombros, siguiendo el relato consabido que estipuló Santiago de la Vorágine en La leyenda dorada. Lo interesante, como ocurre casi siempre en Patinir, no se encuentra tanto en las figuras de esos dos personajes principales como en el paisaje y el paisanaje que las envuelve. Hay en medio de las aguas un islote coronado por un castillo que tiene a sus pies un pequeño puerto. A la derecha se ve un camino que se dirige a una ciudad que se vislumbra al fondo, por él caminan dos individuos en dirección al espectador —hay dos hombres semidesnudos en la vereda que quizá acaben de darse un baño— y tras ellos va un ejército que posiblemente regrese de una batalla, ya que se atisba tras las murallas que cercan la ciudad el humo de un incendio. En lo que ya es el mar en el que desemboca el río, cerca de las dársenas portuarias de la urbe, dos embarcaciones colisionan en lo que no queda claro si es un mero accidente o una confrontación abierta. En la orilla opuesta, varios personajes se afanan en el levantamiento o la reconstrucción de un edificio que tal vez se haya venido abajo a causa de una guerra o una tempestad: en su interior alguien se reconforta frente una hoguera y fuera un anciano reza ante una pequeña hornacina presidida por un Cristo y una Virgen. Tras él, un lobo o un perro persigue a lo que asemeja un cordero inocente, y muy cerca, con su mano izquierda sosteniendo un bastón y la derecha apoyada sobre el tronco de un árbol, un monje cuya biografía atraviesa ya las tierras de la senectud observa al fatigado San Cristóbal. Es en esta parte del cuadro donde se halla una de las escenas más inquietantes. En la orilla del río, una embarcación transporta unos ladrillos que seguramente serán empleados en la construcción de la cabaña en la que ya hemos reparado. En un plano inmediatamente anterior, y aquí el ojo se toma un tiempo para asegurarse de que está viendo aquello que observa realmente, dos religiosos sujetan una cuerda atada a una balsa sobre la que reposa un cadáver. ¿Lo están atrayendo a tierra o lo están echando a las aguas? No hay forma de saberlo. El cuerpo tiene el rostro lívido y lleva prendido de su cinturón un papel doblado en el que es imposible leer nada, pero que acaso contenga el mensaje que le acaba de costar la vida. Uno contempla detenidamente todos los elementos —el ejército, el incendio, la colisión entre navíos, la cabaña destruida, el cadáver en el río— y cree entender que es en ellos, y no en la estampa que sirve de coartada a la pintura, donde reside la verdadera historia, que ésta no se presenta en su totalidad, sino esbozada a partir de cabos sueltos que sólo la imaginación podrá anudar sin otras pautas que las que vaya marcando su libre albedrío, y que bien podría empezar con ese cadáver, ya impasible a las inclemencias del mundo, yace sobre una embarcación rudimentaria que, mal que bien, flota sobre las aguas.

Dos adversidades

"Hay allí otra placa que recuerda que entre esos muros pergeñó sus «Nanas de la cebolla», uno de los poemas más hermosos y estremecedores de la literatura española"

En la esquina de Alcalá con Narváez —o más concretamente, en la pequeña encrucijada que conforma el encuentro de ambas calles con las de Goya y Conde de Peñalver— se encuentra el edificio en el que tuvo su última vivienda en Madrid el poeta Federico García Lorca. Hay una placa en la fachada que lo señala, pero poca gente se detiene a leerla. Tampoco se dan en ella demasiados detalles, así que es relativamente fácil pasar de largo si uno no está al tanto de ciertos pormenores de su biografía. De esta casa salió en el verano de 1936 con el manuscrito de Poeta en Nueva York bajo el brazo para llevarlo al despacho de José Bergamín, quien se había ofrecido a publicar el libro, y cerca de su portal tomó unos días después el taxi que lo condujo hasta la estación de Atocha, donde se subió al tren en el que emprendió el rumbo a Granada, camino del que sería su calvario. Digamos que fue este inmueble el último donde vivió sus días de felicidad plena, si es que se puede dar tal cosa, y fue al abandonarlo cuando comenzó a girar, implacable, la rueda de su infortunio. Si uno elige desentenderse de la calle de Alcalá —que desciende en diagonal, como un gran río, en busca del Retiro y la Cibeles— y elige continuar el paseo por Conde de Peñalver hacia arriba, no tardará mucho en dar con el solar que ocupó en su día la temible cárcel de Torrijos, donde purgó sus penas agónicas Miguel Hernández. Hay allí otra placa que recuerda que entre esos muros pergeñó sus «Nanas de la cebolla», uno de los poemas más hermosos y estremecedores de la literatura española que ha quedado inscrito en la memoria de varias generaciones gracias a las buenas artes de Alberto Cortez y Joan Manuel Serrat. Recorre uno esos pocos metros bajo el último sol del verano madrileño estremecido por esa vecindad que la historia estableció entre dos adversidades de las que quizá no fueron conscientes ninguno de sus protagonistas —uno murió antes de que la padeciera el otro, y no sé si éste llegó a tener en cuenta la coincidencia—, por esas dos placas aparentemente inocuas a las que une un pasadizo invisible por el que siguen rondando, tantos años después, los ecos de la tragedia.

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