Los significados del exilio
Tienen razón en Podemos cuando dicen que el término exilio designa, en primera instancia y según la RAE —es curioso cómo hacemos o no caso a tan docta casa en función de nuestra conveniencia—, la separación de una persona de la tierra en la que vive. También cuando sugieren que todo admite comparaciones: es lícito comparar un elefante y una hormiga, pero del ejercicio se extrae la conclusión inapelable de que ambas especies apenas tienen nada en común. Por eso, cuando el periodista Gonzo preguntó al vicepresidente Iglesias si el caso de los republicanos españoles que cruzaron la frontera tras caer derrotados en la guerra civil admitía compararse al del expresident Puigdemont, no planteaba la cuestión en términos semánticos, sino políticos, lo que en la práctica equivalía a inquirir si entre ambos casos cabía establecerse una equiparación, es decir, si uno y otro ejemplo podían considerarse equivalentes, por no salirnos de las definiciones de la RAE. La respuesta de Iglesias —dijo que sí, y argumentó tanto los unos como el otro se habían «jodido la vida» a causa de sus ideas— resultó decepcionante por falaz y frívola, por no emplear otros adjetivos, y constituyó una ofensa al reducir a su nivel más epidérmico lo que se presentaba como una cuestión moral: la de ponderar si unas personas que se jugaban la vida por defender un estado de derecho deben tener la misma consideración que quien decidió fugarse para eludir sus responsabilidades ante la justicia tras atentar directamente contra las leyes que regulan ese mismo estado de derecho. Aunque en uno y otro caso haya un evidente alejamiento del lugar de residencia, en el trasfondo subyacen motivaciones muy distintas: mientras los republicanos españoles huían para salvar su vida, Puigdemont puso tierra de por medio para evitar que un juicio (justo) dirimiera su responsabilidad en una maniobra que atentó directamente contra algunas leyes fundamentales, incluida aquélla que le legitimaba a él como presidente de todos los catalanes; los primeros pagaban el precio de reivindicar la dignidad frente al fascismo, pero el segundo únicamente exhibió una nula voluntad para asumir las consecuencias de sus actos; si a ellos los expulsaron de España sus ideas, no fueron los planteamientos políticos de él la causa de su fuga —hay muchos catalanes que comparten sus mismos postulados y los manifiestan libremente, como no pude ser de otra manera en una democracia—, sino la terquedad con que se aprestó a ejecutar acciones que, según le advirtieron desde instancias múltiples y variopintas, eran contrarias a derecho. Sugerir, como hizo Iglesias, que ambas cosas —radicalmente opuestas, como se ve— se pueden situar al mismo nivel no sólo constituye una ofensa al exilio republicano, sino un flaco favor a sí mismo, dado que de facto implica sugerir que la España franquista se asemejaba a la de hoy y él representa precisamente a ésta, lo que implica cuestionar la legitimidad misma de su cargo y, de paso, proveer de munición al adversario. Las palabras extienden su eco mucho más allá de la literalidad, sobre todo si quien las escribe o las pronuncia debe conjugarse a sí mismo en primera persona del plural. Muchos se indignaron, con razón, al escuchar las desoladoras palabras del vicepresidente. A mí me trajeron a la cabeza, una vez más, aquella afortunada sentencia de Montaigne: «Nadie está libre de decir simplezas. La desgracia es decirlas seriamente.»
A solas con Margarita
Me desplazo una vez más hasta aquel día en que la infanta Margarita, una niña de apenas cinco años, apareció, sin que nadie la esperara, en la sala del Alcázar donde sus padres posaban, solemnes y algo aburridos, ante su pintor de cámara. La conjunción del azar y la oportunidad me brindan en esta tarde de invierno un privilegio inesperado: el de encontrarme completamente solo en el espacio circular donde brilla con luz propia el gran milagro de Velázquez. Un viento invernal helaba las calles, y la pandemia y los restos de nieve propiciaban un benéfico vacío allí donde acostumbra a haber saturación. En la solemnidad silenciosa de la gran sala, sin presencias indeseadas ni murmullos molestos, la infanta Margarita me vio entrar con la curiosidad y el recelo de quien sorprende a un intruso penetrando en sus dominios. Yo habría querido decirle que se tranquilizara, que ya había estado allí otras veces y que aún tengo pensado volver unas cuantas más; que la conozco desde mucho antes de lo que piensa, porque cuando tenía en la realidad la misma edad que ella tendrá siempre en el lienzo me gustaba pasar el rato contemplando la copia de Las Meninas que mi abuela Esther tenía colgada en su salón. No me hizo falta explicar nada, sin embargo, porque enseguida se relajaron sus facciones y todo a su alrededor cobró de nuevo vida. Volvió Isabel de Velasco a hacer una ligera reverencia de salutación a la recién llegada y volvió María Agustina Sarmiento a ofrecerle agua a la niña mientras se reclinaba en cumplimiento de la ortodoxia protocolaria. Mari Bárbola, que había acompañado hasta allí a la criatura, se apartó discretamente a una esquina mientras Marcela de Ulloa continuaba su conversación con el guardadamas sin atender a las travesuras de Nicolasito Pertusato, entretenido en molestar al soberbio mastín que intentaba continuar su siesta entre tanto ajetreo, y volvió a detenerse ante la puerta José Nieto, que pasaba por allí de camino a otros asuntos, para observar a qué se debía el tibio revuelo que acababa de organizarse en el interior de la estancia. A mi lado, Felipe IV y Mariana de Austria lo observaban todo con aires de condescendencia —se adivinaba su sonrisa relajada en el espejo del fondo— y Velázquez mantenía su actitud sobria y circunspecta, esforzándose en ocultar que lo que inmortalizaban sus pinceles no era aquello que todos creían que pintaba, sino la cotidianeidad que se ocultaba tras el cuadro, el paisaje que componían todos aquellos personajes que acabarían viéndose absorbidos por la historia y a los que él estaba regalando la inmortalidad sin que ellos mismos lo advirtieran. Pensé en los raros privilegios que a veces concede el infortunio: mientras afuera iban declinando las luces vespertinas en la ciudad aterida por la borrasca, mientras las estadísticas de infectados y fallecidos aumentaban en esta espiral de cifras macabras en la que nos hemos habituado a subsistir, yo encontraba un resquicio de felicidad en esos minutos a solas con la infanta Margarita y con su séquito, arrullados todos por la calidez y la magia de ese lienzo en el que el talento de Velázquez obró uno de los mayores prodigios del arte universal: el que integra al espectador en la propia obra hasta hacerle sentir que respira el mismo aire que circulaba por aquella sala del Alcázar, ése del que Dalí dijo que era el mejor aire que existe.
Literatura y lengua, cultura y territorio
He defendido siempre que la única clasificación válida en literatura es aquélla que se establece en términos filológicos: es decir, la que divide los libros en función del idioma en el que fueron escritos. La literatura catalana sería, así, la que se ha escrito y se escribe en catalán, del mismo modo que la española aglutinaría los libros escritos en esa lengua, en lo que considero un criterio tan elemental como irrefutable. Ocurre, sin embargo, que a menudo por comodidad o a causa del consabido principio de economía del lenguaje, o bien porque la perspectiva no es en absoluto filológica, sino sociológica o política, se emplea la expresión literatura catalana para referirse a la literatura escrita en Cataluña, lo que provoca, y más en estos tiempos, los consiguientes debates entre quienes niegan que tal denominación pueda englobar a escritores que, como Juan Marsé o Carlos Ruiz Zafón, emplearon el español en sus obras, por mucho que en ellas haya alusiones constantes y explícitas a la Cataluña en la que vivieron o pasaron los años más determinantes de sus vidas. Hace un tiempo, a raíz de la muerte del segundo, escribí aquí un largo artículo defendiendo que, si bien sus novelas podían no obtener gran consideración crítica desde un punto de vista estrictamente literario, sí debían gozar de consideración si se atendía a un criterio cultural. Del mismo modo, cabe decir que aunque no quepa integrar los libros de Juan Marsé y Ruiz Zafón dentro de la literatura catalana —dado que el adjetivo actúa aquí no como gentilicio, sino como referencia idiomática—, sí forman parte indisoluble de la cultura catalana, en tanto que ese otro concepto, el de cultura, va ligado por su propia naturaleza a un determinado territorio, aquél al que por activa o por pasiva explica y sobre cuyo devenir ejerce una influencia. Lo expuso bien Sergio Vila-Sanjuán cuando, en su ensayo Otra Cataluña, se ocupó de unos cuantos escritores catalanes que, en el transcurso de los últimos seis siglos, habían utilizado el idioma español en sus libros. La convivencia de varias lenguas dentro de un mismo territorio conlleva forzosamente la convivencia de las literaturas que las emplean como instrumento, sin que haya motivo para extender la separación idiomática a otros terrenos, dado que el español es una de las lenguas de Cataluña, del mismo modo que el catalán es una de las lenguas de España. Pretender que una prevalezca sobre otra, que goce de mejor consideración y que sirva de baremo desde el que juzgar ese patriotismo de pandereta que tanto furor causa en estos tiempos, es una perversión que no hace ningún favor ni a la propia lengua, ni a su literatura, ni a los ciudadanos a los que se obliga a tomar partido en un asunto que debería ser un aliciente para la concordia y no una razón para el desacato. Las lenguas siempre son inocentes, por más que algunos pretendan emplearlas para ocultar tras ellas las filias, las fobias y los prejuicios que no se atreven a verbalizar con las palabras que corresponden.
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