Mi madre me llama por teléfono. Al final de la conversación desliza la pregunta, un poco desentendida de sus propias palabras, entre el suspiro y la risa del chascarrillo de actualidad: “Bueno, hija, ¿ya has pensado qué harás cuando la inteligencia artificial te quite el trabajo?”. Balbuceo nosequé, cuelgo, entro a clase de yoga, respiro, intento no enfadarme ni con mi madre ni con la IA ni con el yoga, que no me deja enfadarme.
Le cuento a mi amiga María Folguera la pregunta de mi madre. Responde con decisión: “Dile a tu madre que no se preocupe, que la mitad del trabajo de una escritora es andar de feria en feria, de sarao en club de lectura, hablando, escuchando y entreteniendo aquí y allá. Hasta que la IA haga eso, habrá trabajo”.
Después de las palabras de María, cada acto de esfuerzo me parece tremendamente humano e inimitable. La IA nunca podrá, por ejemplo, ir de Zaragoza a Alcañiz con un ataque de migraña y un chófer simpatiquísimo que desgrana para mí los beneficios de la miel, hasta el punto de contarme cómo se la aplicó en los puntos de la episiotomía a su mujer después del último parto. “Y aquello quedó perfecto”. También fue la miel la que evitó que le amputaran un pie. Escuchamos pasodobles toreros, me habla de la vez que consiguió ponerse un traje de luces y sacarse una sesión de fotos. Fue justo después de lo del pie.
Virginidad. Hacía tiempo que no hablaba sobre este tema, que tan apasionante fue hace años. La pérdida de la misma. Fiesta de pijamas, susurros exaltados, orejas ardiendo. Lo hablo con María José hasta por WhatsApp. Ella está en Zaragoza, yo ya en el hotel de Alcañiz, a un par de horas de entrar a un club de lectura al que he venido. Aunque no podamos vernos, hablar por wasap estando un poco cerca es distinto que estando lejos. Enciendo la tele de la habitación y están poniendo Mi novia es una extraterrestre. Kim Basinger es una alienígena que no sabe nada del mundo humano y se enamora de un terrícola viudo, pardillo, que no se puede creer el pedazo de tía que le ha caído del cielo. Se besan en la cama, pero Kim Basinger se atora porque no sabe qué viene a continuación. Huye de la situación y se encierra en el baño llevándose el bolso consigo. Dentro del mismo porta a un compañero alienígena, una especie de tentáculo con un solo ojo que la socorre en estos casos. El tentáculo polifemo posee una especie de wikipedia estropeada que sólo le ofrece conocimientos erróneos. Sonrío. Recuerdo de pronto que la última vez que vi esta película, hace más de veinte años, también yo habría necesitado encerrarme en un baño para que un tentáculo dentro de un bolso me explicase lo que era el sexo, qué había que hacer exactamente. Se lo cuento por WhatsApp a María José: “Es decir, que la última vez que vi esta película yo también era una extraterrestre”.
Veo por la calle a un señor con una gorra con impresiones de fotos de mala calidad de distintos rostros de niños. Se me ocurre un personaje, un cuento: Un hombre ya mayor, que vive solo, pasea por el barrio sin demasiado rumbo, conversando con los borrachos, con otros viejos, con el portero de alguna finca. Suele vestir una camiseta y una gorra con fotos de sus sobrinos. Tiene varias prendas de ropa con fotos de sus sobrinos, muchos niños y niñas que van de los cero a los doce años. Habla de ellos con otros viejos, con el portero, con algún que otro borracho. Son su ilusión. Repasa sus nombres, algún detalle que parece inventado. Cuando repite la historia confunde los nombres, explica todo distinto, engrandece, lima. Nunca ve a sus sobrinos. Por alguna razón que no se llega a concretar, su familia se comunica con él de forma esporádica, distraída, evasiva. Al final del cuento recorre el barrio camino a la tienda de impresiones. Por el camino, le habla a un borracho del nacimiento de su nuevo sobrino. Le muestra la foto que los padres de la criatura han compartido en el grupo de wasap familiar. El último párrafo del libro cuenta el proceso de impresión: la tinta de colores penetrando en la tela blanca para imprimir los mofletes enormes, el pelo ralo, los ojos hinchados de ese sobrino nuevo al que el señor nunca conocerá.
Días después, ya de vuelta en casa, se me ocurre otra idea mientras friego los platos. Se va desenvolviendo sin mayor sentido, sin un patrón o un propósito, como la baba de un perro que, mecida por el aire y los movimientos, se va enredando en el hocico:
Un pueblo escandinavo pequeño, aislado. Una mujer vive en las afueras del pueblo, en el bosque, con su perra negra. La mujer es ruda, de pocas palabras. Algunas veces sale del bosque y va al bar del pueblo a beber. Allí, una noche, echa un polvo mecánico con un forastero. A los meses descubre con sorpresa que está embarazada. Acoge la noticia con la naturalidad de una nevada hermosa, una mala cosecha, un bidón de gasolina lleno encontrado en medio de la carretera. La vida es hacerle frente a todo. Tiene al bebé sola en casa, estoicamente, como todo. La perra lame al bebé sucio de sangre y placenta. Le arranca un trozo de nariz. La mujer es dura, seca, sin emociones extremas. Cura la nariz, que cicatriza enseguida, pero no cae en la histeria. Ella también ha perdido dos trozos de dedos y tiene el cuerpo magullado por las labores del campo. La vida es ir perdiendo. La perra es una buena perra, la ha acompañado todos esos años y defiende el hogar estupendamente. No la sacrifica, claro que no. Tampoco deja de quererla, porque sólo la ha querido como se quiere a las bestias de trabajo, como se quiere a sí misma. La niña crece, es callada y alegre. Juega sola durante horas, le habla a la perra. A los siete años va por primera vez a la escuela. Vuelve sombría, desolada, con el horror dibujado en el rostro. Ha sabido lo de su nariz. Es, por primera vez y para siempre, un monstruo. La madre no dice nada. Sólo la mira, la mira. Su gesto se arruga ante la emoción desconocida de un amor desesperado que, pese a su fuerza, no puede arreglar nada. Sale de la casa, llevando a la perra del collar. Detrás de la casa, le pega un tiro al animal. La madre vuelve a la casa, se limpia las manos. Sirve la sopa.
No hay nada que detone esta historia. Es como un sueño: llega y se va a desenvolviendo. Me encuentro bien dentro de este cuento que me aleja del mundo, de la vajilla y el jabón. Pero inmediatamente imagino tener que dar entrevistas hablando de un libro que la contenga, que la desarrolle. Es pavoroso la cantidad de tiempo que se pasa explicando un libro, repitiendo todo el tiempo las tres mismas cosas. ¿Qué diría? Diría: “Me interesa la psicología de personajes puestos al límite”. Diría: “Me interesa la exploración de lo que para unas personas es el horror más absoluto y para otras es la vida cotidiana”. También podría decir: “Me interesa el concepto de fealdad. Sin contacto con el otro, sin poner un cuerpo cerca de otro para observar la diferencia, la fealdad no existe”. Pero creo que este libro no le gustaría a nadie. Ya imagino Goodreads: “No me gustó porque no me identifiqué nada con los personajes”. “No pude seguirlo porque el pueblo del que se habla no se parece nada a mi pueblo, ni mi madre a la madre”. “Me desagradó mucho y no me identifiqué nada porque nunca me ha faltado un trozo de nariz”.
Pero hay motivos constantes de alegría: en los últimos días, escucho a personas cercanas decir expresiones que he visto por escrito muchas veces, pero que nunca había escuchado a viva voz en una conversación:
En el ínterin
No exento de belleza
Postrarse de hinojos
Cazar estos animales mitológicos vivos me da fuerzas para seguir de viaje. Tengo que ir a Benicàssim. Hago la maleta de cualquier manera. Pienso que allí, tal vez, alguien pronuncie una expresión que nunca antes haya escuchado en voz alta.
Al día siguiente, por la mañana, tras la jornada de presentación y entrevistas raras, estoy haciendo el check out del hotel de Benicàssim. Siento un agotamiento supremo, un empezar a ponerme enferma de tanto hablar. Llega al hall la escritora con la que tuve el evento el día anterior. Es una mujer tremendamente inteligente, pero, quizás precisamente por eso, un poco brusca, despiadada en su franqueza. Se gira, me sonríe y me dice: “Ay, por cierto, anoche soñé que te habías muerto”.
Un par de horas después, en el tren, inclinada por primera vez sobre el remolino oscuro de empezar a esbozar la siguiente novela, con un terror inconcreto instalado en medio del cerebro, pienso: «La IA nunca me podrá sustituir, porque jamás podrá sentir la ansiedad que tengo ahora mismo».
No soy un robot
Tampoco!
Una inteligencia artificial
Que hasta el momento!
Solo va gateando,
Sobre el verdadero talento.
Sideral…
Dentro de quince años!
No se necesitaría abogado,
Solo su nombre y suplemento.
Todo lo hará la inteligencia artificial.
Ya dentro de poco
se dará
La singularidad»
Seremos parte de la tecnología.
O ella parte
De la que ya existía
No más.
Creadas, aun sabiendo
Sus efectos.
En el ecosistema
Cerebral.
El hombre»
dejara de ser humano,
Por voluntad.
Habrán muchos
A los Que se le revelará…
Pero ya el sistema
Por estadística,
Te conocerá
Sabrá más de ti»
Que tus recuerdos.
Volverán si dudar.
Conoce
Tu complejidad
Trabaja en ella
Solo parando!
Para descansar.
Llegará un día»
Hoy! No es el día
Ahí adonde comienza
El algoritmo
Ay de aquel»
Que no lo pueda abservar
Ya que todo!
Se convierte, en publicidad».
Complejos., de ser. Humano!!!
Venezuela……..