“Como si esperara ver pasar por el costado del bote el cráneo baboso. Los mechones de pelo podridos, flotando como raíces blancas”.
Así se lee No es un río: como si se esperara ver pasar a ese fantasma que flota río abajo. Como si el fantasma —la tragedia— fuera a suceder de un momento a otro. Como si los personajes —ese padre, ese hijo, esos amigos— se dejaran llevar por la corriente con los ojos cerrados, dispuestos a despeñarse por la gran catarata.
Así se cuenta No es un río: una historia sencilla; tres amigos van de pesca al río Paraná en la provincia argentina de Entre Ríos. Rememoran una excursión que hicieron años antes con uno de ellos, ya muerto. Beben, sueñan, cuentan y callan. Sobre todo eso: callan.
Así se describe el paisaje: el río Paraná, el segundo más largo de Sudamérica, frontera con Uruguay y que marca la provincia de Entre Ríos. Una naturaleza exuberante, poblada por aves y peces gigantes, por bosques y montes que se tragan a los hombres. Allí, en el pueblo de Villa Elisa, nació Selva Almada hace cuarenta y ocho años. En una familia luchadora, de mujeres que salieron adelante solas. Su abuela, muchos años sirvienta en una gran casa; su madre, trabajando para pagarse sus estudios de enfermera y maestra. Y ella, Selva, que empezó la carrera de periodismo, pero la abandonó por la literatura. Selva, siempre envuelta en la calima que cubre a Faulkner, a Flannery O’Connor o a Erskine Caldwell. Escritores que diseccionan el corazón del campo sureño estadounidense y lo muestran sangrante, palpitante. Selva disecciona el corazón del campo argentino. Escribe sobre lo rural, sobre paisajes crueles y hombres duros, sobre el mundo que mora en los márgenes del centro. Sobre el desierto y el clima asfixiante del Chaco argentino en El viento que arrasa (2012), la historia de un predicador y su hija que recorren los caminos y se quedan varados en un taller en medio del vacío. Sobre Ladrilleros (2013), la historia de dos amigos-enemigos que relatan o quizá sueñan o quizá imaginan sus vidas mientras se desangran después de una pelea.
Así se respira dentro de No es un río: a duras penas. Es un relato de hombres, amigos, enemigos, de cómo los hombres aman, de cómo los hombres disfrutan, de cómo los hombres tejen sus relaciones, de cómo los hombres se golpean, de cómo los hombres matan, de cómo los hombres mueren. Almada, que publicó un ensayo sobre el feminicidio, Chicas muertas (2014), tras seis años de investigación; Almada, que dice que la palabra «feminicidio» es importante porque las cosas hay que nombrarlas; Almada, descendiente de una estirpe de mujeres fuertes; Almada escribe sobre los hombres.
Así se entiende No es un río: a marchas cortas. Frases fogonazo: un verbo solitario; un sujeto sin verbo. Las palabras salen como pequeños proyectiles a través de una cerbatana. Y te bombardean la piel, te pican, te atacan por todas partes. ¿Cómo se defiende el lector, la lectora? Reconstruyendo el lenguaje. Lo que al principio desconcierta después se deja fluir como eso, como un río. Fluye la historia entre las dos orillas del agua, entre el pasado —una excursión pretérita— y el presente —la excursión de pesca de hoy—; lo que sucedió —que nadie sabe a ciencia cierta— y lo que sucede y lo que sucederá. Hay ecos de Onetti, pero también hay ecos de Rulfo. Los espíritus caminan entre los vivos y no sabemos distinguir unos de otros.
Así se cierra la última página de este libro breve: con las manos crispadas, los ojos entrecerrados. Con la memoria de la historia leída y de los fantasmas que habitan el río.
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Autora: Selva Almada. Título: No es un río. Editorial: Literatura Random House. Venta: Todostuslibros y Amazon
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