A los 76 años y aun en plena salud física y mental, uno debe querer redistribuir su tiempo desde una nueva perspectiva. Imagino que eso ha llevado a Steven Spielberg a decir “adiós” a Indiana Jones, bajándose casi a punto de comenzar el rodaje de la quinta entrega, para acometer este relato semi-autobiográfico que es Los Fabelman. Nominada a siete Oscars (incluyendo mejor película y director) y ganadora del Globo de Oro a Mejor Película Dramática, la obra más personal de Spielberg es, paradójicamente, la que demuestra que todas las demás eran precisamente eso, obras puras y personales.
A lo largo de dos horas y media Spielberg plaga Los Fabelman de episodios, momentos e imágenes que recuerdan a absolutamente toda su filmografía. Uno podría decir que aquí se demuestra que el de Cincinatti incorporó a películas comerciales como E.T. o Encuentros en la Tercera Fase instantes, destellos biográficos, pero eso huele un poco al clásico menosprecio del cine spielbergiano. Desde el teléfono del extraterrestre hasta la microaventura inicial de La última cruzada, e incluso derivados suyos como el choque de trenes de Super 8 o el tornado de Twister, todos aparecen evocados aquí y allá a lo largo del metraje de la obra. El arte y la realidad están unidos por un camino de doble sentido y quizá Los Fabelman, con su ADN de melodrama juvenil y familiar, lo que hace es convertir definitivamente al mismo Spielberg en un personaje para la posteridad a través de Sammy Fabelman (Gabriel LaBelle, que efectivamente guarda un notable parecido con el director).
Spielberg se funde así con su propio universo en su camino hacia las estrellas. Lo hace en una obra que, sin embargo, huele más a poema dedicado a sus desaparecidos padres que a una despedida de la vida. Uno podría decir que tampoco era necesaria esa justificación a estas alturas, que Spielberg se convirtiera a sí mismo en mito, y desde luego acusar al realizador de Tiburón de mirarse el ombligo durante 150 minutos largos. En ocasiones la película, demasiado episódica y elíptica, y también definitivamente cruel en un sentido no especialmente autocrítico, parece darles la razón a esos detractores, que los habrá. ¿Era necesario que el propio Spielberg se explicase a estas alturas, que se presentase como una suerte de Jesucristo judío mitad ciencia, mitad arte, todo cineasta? La escasez de personajes secundarios, como sus hermanas o el propio tío Benny (excelente Seth Rogen), cuyas historias nunca calan o tocan al espectador, siendo Spielberg un experto en eso, en tocar, también refuerzan esa impresión.
Los Fabelman es, en efecto, un melodrama ensimismado, un poco roto, que sin embargo habla de maravilla de algo muy complicado, la conexión entre el cine y la realidad y cómo el cine se erige como el conocedor del secreto mismo que guardan sus padres: el descubrimiento sobre su madre Mitzi que hace Sam a través de su relato filmado es digno de un thriller conspiranoico de Coppola. Y hay, en este sentido, momentos que podrían erigirse sin duda como los mejores de la carrera del director, y que son mucho más elusivos: esa gresca colegial en los pasillos del instituto tras convertir la figura de su gran enemigo en las aulas, Logan, en una suerte de figura heroica clásica, es de una profundidad, humor negro y dramatismo de pura locura. Solo unos minutos más tarde Sammy Fabelman (o, perdón, Steven Spielberg) se va a encontrar de bruces con el creador del mito mismo, John Ford, que le proporcionará una frase imposible para resolver su enigma (una anécdota real relatada por el propio Spielberg en varias ocasiones). La película está tan preñada de imágenes y momentos impresionantes que casi ni merece la pena enumerarlos.
Para todos aquellos conocedores de los datos esenciales de la biografía de Spielberg Los Fabelman no va a suponer un gran problema argumental. Sí lo hará para los que reflexionen sobre ese problema esencial de contar historias, consideradas aquí como una fuerza destructiva que nace de un dolor esencial. Que Spielberg se ponga el traje de artista atormentado puede sonar a autoindulgencia, pero —y aquí entra el gusto de cada cual— el director parece dar por hecho habérselo ganado (¿acaso no lo han hecho recientemente Sorrentino, Cuarón y otros?). Al fin y al cabo, su retrato de la familia como un ente de individuos egoístas capaces de arrasar con todo, ese conformismo que va a ser arrasado por esa imagen seminal de un tren chocando contra un coche de la película El mayor espectáculo del mundo, resulta enormemente sincera y hasta un punto angustiosa.
Sí, tenía que presentarse como una especie de Jesucristo judío porque… Jesucristo era judío!