Esta semana tocaba club de lectura en la cafetería de alt. Era una actividad que llevaba en suspenso desde antes de la pandemia. Parece que fue ayer cuando el mundo hizo una pausa para llevarse a algunos consigo y dejarnos a los demás con el miedo en el cuerpo y la tristeza de la pérdida. Supongo que no lo tomamos en serio demasiado a tiempo. Sonaba a gripe (algunos decían que no era más que una variante más fuerte), pero se llevó a muchas personas queridas, algunas muy queridas para mí. Sin embargo, no puedo culpar al covid de todas las muertes que me han afectado durante los últimos años. Todavía sigo pensando en todos los que nos dejaron y me pareció que fue a deshora, muy pronto. Imagino que nunca es buen momento. Pienso en mi suegro y en mi cuñado Patri, en mi colega Juaniko, en mi suegra y en mis tíos y mi primo. A la mayoría no se los llevó el virus, sino que fueron arrastrados por la enfermedad. Arrancados de la vida a destiempo, unas veces de golpe y otras de a poco, pero siempre dejando tras de sí un buen puñado de vidas quebradas.
No era de eso de lo que quería hablar, sino del club de lectura. Empezó con el año nuevo, como una promesa por cumplir. Hasta el momento, nos hemos reunido un par de veces (sin contar la charla posterior del autor). La familia ha aumentado y nuestras ansias por leer, departir sobre lo leído y llegar a conclusiones que, en ocasiones, rozan lo filosófico o lo trascendental, no han decrecido ni un ápice. No necesitamos excusa para estas reuniones, pero, de haberla, no se nos ocurre ninguna mejor que hablar de un libro, de la experiencia que nos ha supuesto, de aquello que, al devorarlo, se ha quedado con nosotros. El primero de esta nueva etapa fue Anoxia, de Miguel Ángel Hernández. Me gustó muchísimo. No solo porque estuviera ambientado en esta zona, sino por el tema y el trasfondo. Me gustó también cómo estaba narrado. Creo que el autor tiene mucho talento. Esta última vez hemos repetido editorial, pero le ha tocado el turno a Manuel Moyano con su distopía El imperio de Yegorov. Y también me ha encantado. Sobre todo el modo en que el autor ha estructurado la novela, a modo de recortes, transcripciones y documentos varios. Son dos horas de disfrute máximo, donde aprendemos unos de otros y compartimos impresiones. La única que no hablaba (al principio) era «ella».
No todos se fueron. No todos «cruzaron», si queremos decirlo así. Como a todo, al final uno se acaba acostumbrando. Al principio, la gente se apartaba y huía escandalizada. Luego, bueno… Luego la curiosidad era mayor que el miedo y les dejaban a su aire. «A ver qué hacen», decían. Cuando hablamos de Anoxia no vino, pero sí lo hizo con este último libro. Nosotros ya estábamos sentados. No donde siempre, excepto Tote y Oli, que suelen presidir las sesiones. Además de ellos, éramos ocho más. Diez en total. Once si la contamos a ella. Ya habíamos hecho la primera ronda, donde hacíamos un primer acercamiento a la obra, decíamos si nos había gustado o no. De forma breve, por mucho que algunos tendiéramos a enrollarnos. Entró por la puerta que da a las aulas, a la izquierda de la cafetería. Nadie recordaba si se había abierto la puerta o sencillamente la había atravesado.
Se puso a un lado y no sé si fue Simón quien le ofreció una silla. Ella la aceptó. Y escuchó. Durante más de media hora nos observó con suma atención, asintiendo de vez en cuando. A veces entornaba los ojos o fruncía el entrecejo, algunas otras se llevaba la mano a la barbilla y miraba al techo, como si estuviera buscando una respuesta. Al cabo, carraspeó y todos nos volvimos hacia el fantasma. «Estoy de acuerdo con casi todo lo que habéis dicho, menos lo que ha dicho él» y me señaló a mí. Tragué saliva y di un trago a mi vaso de agua. «Sí, lo del poder de la inmortalidad, el dinero y tal», dijo. Tenía una voz rota, como de fumadora, y me pregunté si, cuando estaba viva, lo era. «La inmortalidad está sobrevalorada». No sé si fue Tomás o David, pero alguien contuvo una risotada. Raquel, Beli, Carmen y Miriam no sabían qué decir. Quizá por no contrariar a la muerta. Porque nadie la conoció en vida, pero todos pensamos que debió estar viva antes de ser espectro. Obviamente, no le preguntamos. En la calle se oían cosas como que no les gustaba hablar del pasado o que había preguntas que era mejor no formular si no queríamos que todo volara por la habitación. Y en el alt café si hay algo son libros y nadie quería que comenzaran a saltar de las estanterías.
Lo que más nos sorprendió a todos, quizá, fue el hecho de que hubiera leído el libro. Ella pareció advertir aquel pensamiento, arqueó una ceja, sonrió con aquellos labios azules enmarcados en la palidez de su rostro y contestó a la pregunta que nadie le había hecho pero todos teníamos en mente. «Pues claro que lo he leído —dijo—. Hay como cuatro ejemplares en esa balda de ahí y los días aquí son muy largos. He leído casi todo lo que hay en esta habitación y parte de lo que tenéis en vuestras casas». No sabíamos que los fantasmas tenían sentido del humor. La oímos reír mientras conteníamos la respiración. Sonaba a hojas secas y a motor roto. Se desvaneció ante nuestros ojos justo después de poner una nota final al libro de Moyano, y su risa de ultratumba se desvaneció con ella en un fade out imposible. No supimos qué le había hecho tanta gracia. Igual nos lo cuenta en la próxima sesión. Aunque no sé yo. Cuando nos despedimos, me dio la impresión, por la palidez de algunos, que igual seremos menos.
Me ha gustado mucho esta sesión de club de lectura ‘espiritista’. Ojala todos nuestros seres queridos guarden por siempre su sentido del humor aunque sea un poco fantasmagórico. ¡Un abrazo enorme y fuerte!