Babelia dedica un interesante artículo al comienzo de la temporada festivalera. En el suplemento cultural de El País se preguntan: ¿Cómo afectan esas idas y venidas a la literatura?
Se sabe cómo empieza. Un día un escritor recibe un correo electrónico cuyo asunto reza Invitación. Lo abre y encuentra el consabido y amable “estimado fulano” y, después de unas pocas líneas introductorias el consabido y amable “nos encantaría que nos acompañara en nuestro festival/congreso/feria entre tal fecha y tal fecha en la ciudad de”. El escritor, que nunca ha estado en un evento como ese, quizás se sienta halagado, quizás se pregunte por qué a mí. Quizás no sienta ni se pregunte nada. En cualquier caso, responde con el consabido y amable “será muy grato participar”. Así empieza. Y no termina. En los últimos años, la agenda de festivales literarios y ferias de libros cubre el calendario completo en Iberoamérica. El Hay festival de España, Colombia, México y Perú; el festival Puerto de Ideas en Valparaíso; las ferias de Oaxaca, Guadalajara, Bogotá, Lima, Buenos Aires, Madrid, Santiago de Chile; las fiestas del libro de Medellín y Quito; el festival literario de Paraty en Brasil; el FILBA en Buenos Aires y Montevideo; el Festival Gabo en Medellín; la Bienal de Novela Mario Vargas Llosa en Lima; Centroamérica cuenta, en Nicaragua; los Encuentros Literarios de Formentor; el Festival de la Palabra en Puerto Rico; el Festival Ñ de Madrid; el Getafe negro; la Semana Negra de Gijón: mes a mes, uno o varios eventos de mayor y menor antigüedad reúnen, tan sólo en el mundo de habla hispana, a cientos de autores ante miles de personas que van a ¿escucharlos, verlos, pedir la firma del libro, el selfie del final?
Hoy es posible que un escritor (sin hablar de la-gama-premio-Nobel o del círculo áulico Rushdie-Houellebecq-etcétera) reciba entre veinte y treinta y cinco invitaciones por año para participar en eventos literarios de su país o el extranjero. Si las aceptara todas, pasaría más de cien días entre aviones y mesas redondas. Nadie las acepta todas pero, a veces, casi. Si un escritor es sobre todo alguien que escribe, ¿cuándo lo hace, en medio de ese movimiento? ¿Contribuye o impacta en su oficio ese nomadismo intermitente? ¿Qué tensiones se mueven entre circular en público y escribir en privado? El escritor chileno Alberto Fuguethizo diez viajes de este tipo en 2016, y pasó más de cuarenta días fuera de su país. Acaba de regresar de la feria de Guadalajara, donde presentó su novela Sudor. Estando allá le llegó por twitter la foto de un papel en el que se veía su nombre junto a unas balas, lo que atribuye al hecho de haber escrito una novela de tema gay con Carlos Fuentes al fondo. El resultado fue que la fiscalía le puso guardaespaldas.
Hoy un autor puede recibir entre 20 y 35 invitaciones por año para participar en eventos literarios
-Lo tomé como una señal: viajar no es gratis, algo se debe pagar. Mis guardaespaldas me comentaron “Nunca pensamos que escribir podía ser una profesión peligrosa”. Les dije “No lo es, lo peligroso es la promoción”. Quise reírme del jet lag y 2016 fue uno de mis años menos productivos. Creo que es casi imposible escribir en los viajes, pero a veces se me ocurren ideas. Creo que los viajes serán el crack de la nueva generación y algo que habrá que combatir con el sedentarismo: menos cosmos y más hogar. Ahora ando viviendo la resaca de la gira y lleno de dudas de si “vale la pena”. Creo que valió la pena pero igual hay que ponerse límites. Uno puede creer que viaja como premio y descanso, y puede ser. Lo que creo que es mentira es que un viaje a una feria pueda ser considerado un viaje creativo. Es un desgaste. En cada uno está ver si ese desgaste puede ser algo simpático, iluminador, o una dependencia patológica. Escribir es algo solitario y es bueno conectarse, pero en estos festivales uno conecta poco. Viajar para hablar de uno es muy raro. Viajar al final es escuchar, y en estas giras uno no escucha y queda afónico.
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