(apuntes de filosofía para jóvenes, sexta entrega)
Joven amante de la sabiduría, con ésta hemos llegado juntos a la media docena de entregas de la serie, y procede recapitular. Vimos amanecer la aurora del conocimiento con los filósofos de la naturaleza; admiramos en ellos su arrojo intelectual para abandonar las explicaciones mágicas y religiosas de la realidad y buscar en la razón el fundamento del saber. Luego conocimos a quienes ampliaron esta curiosidad por lo que nos rodea a ellos mismos; inventaron la ética y la estética, la metafísica y la reflexión política, acuñando por primera vez términos abstractos para expresar conceptos que no se podían tocar con las manos ni casi con el intelecto. En ese punto, y a esa temprana altura temporal, todos los grandes temas del conocimiento estaban planteados. De aquí han bebido los que vinieron detrás; la filosofía ha estirado a través de los siglos aquellas ensoñaciones y ha visto cómo evolucionaban y se desplegaban como ramas de un frondoso árbol… árbol más de tipo ornamental que de los que dan frutos, si se nos permite la licencia.
Porque, ¿la filosofía sirve para algo práctico, aparte de pagar el sueldo a sus docentes? Práctico, insistimos: no nos referimos a la satisfacción ni al crecimiento personal que proporciona visitar a Platón o Schopenhauer. Estamos más bien pensando en cómo evitar las inquietudes del día a día, las que afectan a la salud física y mental, a la estabilidad emocional; en una palabra, a lo que hace llevar una vida feliz. ¿Hay algo más práctico, más útil que ser feliz? Pues hubo una época en la que los filósofos se ocuparon justamente de eso, de la filosofía práctica, el arte de enseñar al bien vivir. Son las escuelas helenísticas: epicúreos, estoicos, escépticos. Nacieron en un mundo que por primera vez apuntaba a global, gestado a partir de la expansión política y militar debida a las conquistas de Alejandro y dilatado a lo largo de la dominación romana. Ya están presentadas.
El lector debe saber que las diferencias entre las tres es más cosa de detalle que de fondo, aunque tantas veces en el detalle está la gracia. Pero, ciertamente, comparten un importante sustrato común, novedoso e importante, que intentaremos resumir en unas cuantas pinceladas, o brochazos:
—la filosofía no tiene sentido si no sirve para aliviar los sufrimientos de las personas. Esta reflexión, tan categórica y a la vez tan sugerente, que abría un camino hasta entonces no transitado, se atribuye a Epicuro, pero está en el fundamento de las tres escuelas. La filosofía es, en esta interpretación, la medicina del alma y, en un sentido más amplio, como ya se ha mencionado, techne tou biou, el arte de vivir.
—el objetivo de la filosofía no es otro que ayudar a la persona a alcanzar la felicidad (eudaimonía) mediante el buen uso de las herramientas que nos da la razón.
—la felicidad está en el interior de cada cual, y no debe verse afectada por las circunstancias externas que, por otra parte, escapan a nuestro control
—y la felicidad, finalmente, depende del correcto gobierno de nuestros deseos (o, como dijo más elegantemente el emperador estoico Marco Aurelio: de la calidad de nuestros pensamientos).
Nos podemos saltar los pormenores de toda esta teoría de los deseos —que, en puridad, nace de una escuela tan genuinamente socrática como es la cínica— yendo a la esencia: hay deseos buenos (los naturales) y malos, que se identifican con los contrarios a la naturaleza. Entre estos últimos entrarían el afán de riqueza, o de poder, las pasiones… en este punto, el sagaz lector objetará que todos los deseos, por el hecho de serlo, son parte de la condición humana y, en ese sentido, parece forzado calificarlos de antinaturales. Y, además, ¿habrá algo más difícil de definir que la felicidad? ¿No es distinta la idea que unos y otros tenemos de lo que es ser feliz? Pues este es el punto donde cada cual debe entrar en el detalle que antes mencionábamos, antes de pedir el carnet de la escuela que considere se adapta mejor a su idiosincrasia.
Si entre las tres hubiera un contador de simpatizantes, los de la Stoa ganarían por amplio margen. La influencia del pensamiento estoico se ha extendido a lo largo del tiempo, y es fácil rastrear sus tesis en multitud de filósofos y políticos de todas las épocas. Escribieron parte de las más nobles páginas de la Humanidad, acuñando por primera vez la noción de derechos para todos, sin diferencias en tanto que seres humanos, en una época donde había bárbaros y ciudadanos, muy diferentes escalas sociales y hasta esclavos. En una palabra, inventaron la filantropía. En cuanto a su actitud hacia los deseos espurios, era más de abulia que de oposición militante: la felicidad no consiste en pelear contra los impulsos instintivos, sino en conseguir que te sean indiferentes.
Hablemos de los escépticos… ¿y quién un poco no lo es, según el entendimiento habitual de la palabra? En tal concepción, no hay conocimiento cierto y nunca se podrá tener la seguridad de acceder a verdad alguna; lo cual contribuye a poner distancia con las pasiones y aporta tranquilidad de ánimo. La vida feliz debe regirse por tres reglas: lo que indica la experiencia, lo que el cuerpo necesita y lo que la naturaleza nos dice a través de los sentidos. Como escuela filosófica también tuvo largo recorrido, y aquí podemos nombrar, además de a sus clásicos Pirrón o Sexto Empírico, a Montaigne y al primer Descartes, entre tantos otros cuya obra ha estado marcada por esta corriente de pensamiento. Aprovecharemos por cierto para mencionar con ellos a uno de esos españoles peculiares que asoman de vez en cuando en la intrahistoria, el filósofo y médico renacentista Francisco Sánchez, autor del quizá más importante tratado escéptico posterior a la época clásica: Quod nihil scitur (o, por mejor poner el impresionante título completo, De multum nobili et prima universali scentia. Quod nihil scitur, Del nobilísimo y universal primer saber: que nada se sabe).
Hemos dejado para el final a los seguidores de Epicuro, nuestra escuela favorita, de cuya grey nos esforzamos en merecer ser parte. Es sabido que arrastra una fama un tanto equívoca desde que el Maestro dijo aquello de que la felicidad consiste en evitar el dolor y buscar el placer, y a causa de ello, en el lenguaje común, epicúreo se suele entender como mezcla entre juerguista y sibarita. Pero lo que placer significa en el contexto de esta escuela no es otra cosa que ausencia de preocupaciones, la ataraxia. Y las recomendaciones de Epicuro van justamente por ese camino: evitar los conflictos más que perseguir quiméricos goces. Vive ocultamente, es otra de las sentencias, quizá la fundamental, de las muchas que la tradición le atribuye. En un mundo —aquél y este— complejo y tantas veces despiadado, hemos de ser conscientes de lo mucho que nos puede afectar lo que nos rodea. Estamos a expensas de las circunstancias políticas, el ambiente social, el entorno laboral, el contexto familiar… todo puede conspirar —y, de hecho, lo hace— contra el sosiego del filósofo. Por eso, la receta epicúrea es quitarse de en medio, no afrontar los problemas sino esquivarlos, recluirse en la tranquilidad del Jardín. Vivir ocultamente.
Se puede disfrutar mucho de esta doctrina leyendo a dos poetas latinos: Horacio, el grandísimo Horacio, y Lucrecio y su Rerum natura, donde son antológicos los versos que se dedican al arte del bien morir (a un epicúreo pata negra la muerte es la cosa que menos le debe preocupar; mucho menos, por ejemplo, que un vecino ruidoso). Y, al igual que en el caso anterior, disponemos de una muestra castiza: el monje cisterciense aragonés Juan Crisóstomo de Olóriz (siglo XVIII), autor de un libro que hubiera hecho las delicias del mismísimo Epicuro, como bien se hace ver por el título: Molestias del trato humano.
Los helenísticos nos dejaron los mejores libros de autoayuda que se han escrito jamás. Nos enseñaron a ser felices. Borges, que con seguridad los frecuentaba, lo expresó a su estilo, como frente al espejo, en su poema El remordimiento:
He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer. No he sido
feliz.
Nota bibliográfica: el mejor libro para sumergirse en la filosofía helenística es La terapia del deseo, de la norteamericana Martha C. Nussbaum, cuya versión española ha sido editada por Paidós. Del Quod Nihil Scitur de Francisco Sánchez sólo conocemos una edición bilingüe, editada por el Instituto Luis Vives en 1984, bastante desaparecida hasta de las inagotables librerías en internet. Con Molestias del trato humano de Olóriz hay más suerte: la preciosa edición de la Biblioteca Clásica Española de 1887 puede encontrarse con relativa facilidad (por cierto, es el libro que Ulises Adrados muestra en la foto de su perfil) y, si no, la editorial Altafulla sacó hace unos cuantos años un facsímil que hemos llegado a ver hasta saldado.
Próximo capítulo: Pienso, luego Descartes existe.
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