“Hay un fusilado que vive”. La frase, rotunda e intrigante, la escucha Rodolfo Walsh (1927-1977), en un café de La Plata en el que se jugaba al ajedrez. Cómo llegó desde la frase hasta desentrañar todos los detalles del fusilamiento de 12 infelices, de los que siete sobrevivieron, es la historia que recoge el clásico Operación masacre. Lo acaba de rescatar Libros del Asteroide, editorial ya indispensable para acceder a los grandes textos del periodismo; de Manuel Chaves Nogales a Agustí Calvet “Gaziel”, pasando por Ramón J. Sénder.
Rodolfo Walsh es del tipo de periodista que maneja con la misma destreza el fusil que la pluma. Para él ambos instrumentos no fueron más que armas para conseguir un fin. Fue militante de una causa, en este caso, política: el peronismo o justicialismo, en una terminología menos personalista. Walsh era de izquierdas y seguidor de Perón, curiosamente uno de los pocos aliados del dictador Franco. Cosas del siglo XX. Perón —y su esposa Evita, diosa del populismo— abre la genealogía política argentina que acaba, por ahora, en Cristina Fernández de Kirchner.
La militancia no impidió a Walsh ser un grandísimo periodista. Como tampoco lo impidió a otros de su misma especie, como John Reed o el mismísimo George Orwell. Lo demuestra en Operación masacre, el texto con el que, dicen, empezó todo antes de que nadie supiera cómo llamarlo. Todo es el periodismo total, llamado años más tarde «novela de no ficción» por Truman Capote (A sangre fría) o «nuevo periodismo» por el feroz y lisérgico Tom Wolfe.
Eso ya sería en los años 60. Walsh escribió su obra maestra en 1957, en caliente, sobre unos sucesos que habían tenido lugar apenas unos meses antes. Quién fuera el primero es lo de menos, porque si nos empeñamos en buscar pioneros tendríamos que revisar a Herodoto, amigo de las florituras a la hora de contar sus batallas. O, sin ir más lejos, a nuestros Chaves Nogales, José Díaz Fernández o Alejandro Sawa, a los que el periodismo literario —mejor llamarlo así que «nuevo periodismo»— debe mucho. Pero esos grandísimos periodistas españoles no gozaron de las simpatías y empatías políticas de un García Márquez, alguien que les ensalzara su “compromiso con la realidad” y su “encarnizamiento político”, como sí le ocurrió a Walsh.
Pero da igual. Ni el periodismo —profesión competitiva donde las haya— ni la literatura debieran ser deportes de alta competición, en los que importan las marcas, los récords, los hitos, las estadísticas, en suma, quién es el primero. Sería un gravísimo error aplicar criterios tan prosaicos a la creación, ya sea literaria o periodística.
De lo que no hay duda es que Rodolfo Walsh tenía un inmenso don para narrar. Así, de la misma manera que relata las escabrosas tramas de sus novelas negras —Variaciones en rojo (1953) o Diez cuentos policiales argentinos (1953)—, relata la historia tragicómica del fusilamiento más chapucero de la historia, el de los doce infelices, de los que sobrevivieron siete. Claro que eso no lo supo Walsh hasta que acabó de investigar su historia.
Estamos en el mes de junio de 1956. Un año antes el general Pedro Eugenio Aramburu había dado un golpe de estado, había echado del poder al autarca de la tercera vía Juan Domingo Perón (1895-1974). Bajo el rimbombante lema de Revolución Libertadora, llevó a cabo con mano férrea una terrible represión con el objeto de “desperonizar” la Argentina. Una iniciativa que tenía algo de orwelliana, por la que quedaba prohibido hasta mencionar el nombre de Perón, que a partir de entonces se sustituiría por uno de estos tres: el expresidente, el tirano prófugo o bien el dictador depuesto. Y también de macabra, porque permitió el desmembramiento y hasta el secuestro del cadáver de Eva Perón.
En ese contexto, sin saber que está en marcha un golpe de estado para frenar la represión de Aramburu, doce vecinos del barrio de Florida de Buenos Aires se reúnen en la casa de uno de ellos, para escuchar el combate de boxeo que se celebra esa noche, para jugar a las cartas, o simplemente para huir de sus rutinas domésticas; algunos ni se conocen entre sí. Los milicos ven en aquella reunión la representación ideal de sus fantasmas conspiradores. Los detienen, les interrogan y los pasean por la ciudad hasta acabar en un vertedero, donde tendría lugar la desastrosa ejecución sumarísima. La falta de luz hace imposible incluso ver los catastróficos resultados del esperpento.
Los hechos son contados por Rodolfo Walsh con la tensión propia de un thriller. Minuciosas descripciones, detallecitos aparentemente nimios, adjetivos colocados con mimo, diálogos espontáneos, sentencias cortantes y afiladas como cuchillas. Baste como muestra el arranque de la segunda parte del libro, los hechos:
“Tan desconcertado está don Horacio, que no atina a dejar la bolsa. Corre, hace girar la llave en la cerradura, y antes de que termine de sacar la cadena, la puerta es impulsada con violencia desde afuera, salta el cerrojo y él se ve impelido, rodeado, desbordado por el tropel de policías y particulares provistos de armas largas y cortas, que en pocos segundos inundan todas las dependencias, y cuyas voces no tardarán en oírse en el patio y en el pasillo, que conduce al fondo. Todo sucede con velocidad de relámpago”.
Nadie diría que el autor de esta minuciosa descripción no estaba allí. La historia de Operación masacre afectó tanto a Walsh, un apacible y conservador periodista cultural, que acabó siendo un reportero armado con pistola, un clandestino que usaba documentación falsa, un hombre que abandona a su familia para dedicarse en cuerpo y alma a la causa. Nunca volvería a ser el mismo.
El libro lo introduce una grandísima heredera de Walsh, la también periodista y argentina Leila Guerriero. Arranca su texto con una minuciosa descripción de la muerte del autor de Operación masacre. Aquel 26 de marzo de 1977, un día después del aniversario del golpe de estado, Walsh ha dejado en el correo su otra obra maestra, Carta abierta de un escritor a la Junta Militar. Luego se encuentra con un compañero Montonero, grupo terrorista del que el periodista era oficial primero. Una emboscada le obliga a recurrir a su pistola del calibre 22. No le sirve de nada. Allí mismo, en la avenida San Juan, cayó muerto por uno de los llamados eufemísticamente Grupos de Tareas (GT), que no se limitó a acribillarle, sino que además secuestró su cuerpo, y desde entonces Walsh forma parte de la interminable lista de desaparecidos.
Solo seis meses antes, el 29 de septiembre de 1976, su hija Vicky, oficial segundo de Montoneros, había muerto también durante un enfrentamiento con el ejército. Se disparó ella misma en la cabeza, asomada en una terraza y después de gritar: “Ustedes no nos matan, nosotros elegimos morir.”
Guerriero recoge en su introducción unas palabras de Walsh al también argentino Roberto Piglia en 1970. Lo explican todo: “La denuncia traducida al arte de la novela se vuelve inofensiva, es decir, se sacraliza como arte. Por otro lado, el documento, el testimonio, admite cualquier grado de perfección. En la selección, en el trabajo de investigación se abren inmensas posibilidades artísticas.” A Walsh le gustaba hablar del “hombre que se anima”, como sinónimo de hombre valiente, de gran héroe, más que los de las películas. Él se animó y llevó hasta sus últimas consecuencias su credo de que el arte, para ser tal, debe ser político.
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Autor: Rodolfo Walsh. Título: Operación Masacre. Editorial: Libros del Asteroide. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro.
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