La Guerra Civil española sorprendió a Georges Bernanos en Mallorca. Cuando vio el horror que las tropas vencedoras esparcían por la isla, escribió que aquella era la “imagen de lo que será el mundo mañana”. En este ensayo reflexionó sobre los totalitarismos que se cernían sobre Europa. La frase que lo resume es hoy famosa: “La ira de los imbéciles llena el mundo”.
En Zenda reproducimos las primeras páginas de Los grandes cementerios bajo la luna, de Georges Bernanos (Pepitas).
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Si sintiera inclinación por la tarea que emprendo hoy, probablemente me faltaría valor para seguir, porque no creería en ella. Solo creo en lo que me cuesta. Si algo aceptable hice en esta vida, al principio me pareció inútil, inútil hasta la ridiculez, inútil hasta la aversión. El demonio de mi corazón se llama «¿para qué?».
Antes creía en el desprecio. Es un sentimiento muy escolar que pronto se transforma en elocuencia, como la sangre de un hidrópico se transforma en agua. La lectura prematura de Barrès me había proporcionado ilusiones al respecto. Lamentablemente, parecía que el desprecio de Barrès —o al menos el órgano que lo segrega— sufría una retención perpetua. Para llegar a la amargura, un despreciador debe empujar muy hondo la sonda. Así el lector, sin saberlo, no participa tanto del sentimiento mismo como del dolor de la micción. ¡Paz al Barrès de Leurs figures! El que nos gusta entró en la muerte con una mirada de niño altivo y con su pobre sonrisa crispada de jovencita pobre y noble que nunca encontrará marido.
¿Por qué el nombre de Barrès al comienzo de este libro? ¿Por qué en la primera página del Sol de Satán el del gentil Toulet? Porque en este momento, como en aquella otra tarde de septiembre «llena de luz inmóvil», vacilo en dar el primer paso, el primer paso hacia vosotros, ¡oh, rostros ocultos! Porque cuando haya dado el primer paso, sé que ya no me detendré, que iré, a trancas y barrancas, hasta el final de mi tarea, a través de días y días tan parecidos entre sí que ya no los cuento, que están como apartados de mi vida. Y realmente lo están.
No soy un escritor. Me angustio al ver una hoja de papel en blanco. El recogimiento físico que requiere este trabajo me resulta tan odioso que hago lo posible por evitarlo. Escribo en los cafés, a riesgo de que me confundan con un borracho, y acaso lo sería si las poderosas repúblicas no gravaran con impuestos, implacablemente, los alcoholes consoladores. En su lugar, me paso la vida bebiendo cafés con leche dulzones, con mosca dentro. Escribo en las mesas de los cafés porque no podría pasar mucho tiempo alejado de la cara y la voz humana de las que creo haber intentado hablar noblemente. Allá los suspicaces si, en su idioma, dicen que «observo». No observo nada. La observación no lleva muy lejos. Bourget se pasó la vida observando a la gente de mundo y ni siquiera se mantuvo fiel a la primera imagen que se había formado de ella ese maestrillo con fama de chic inglés. Sus duques sentenciosos parecen notarios y, cuando quiere que parezcan naturales, le salen tontos de remate.
Escribo en las salas de los cafés lo mismo que antes en los vagones de tren, para no engañarme con criaturas imaginarias, para hallar, con un vistazo al desconocido que pasa, la justa medida de la alegría o el dolor. No, no soy escritor. Si lo fuera, no habría esperado a tener cuarenta años para publicar mi primer libro, porque quizá estaréis conmigo en que a los veinte años habría podido, como cualquier otro, escribir las novelas de Pierre Frondaie. Tampoco rechazo el nombre de escritor por una suerte de esnobismo al revés. Siento un gran respeto por el oficio al que mi mujer y mis hijos deben, gracias a Dios, el no morir de hambre. Y hasta sufro humildemente el ridículo de no haber sino emborronado con tinta esa cara de la injusticia cuyo ultraje incesante es la sal de mi vida. Toda vocación es una llamada —vocatus— y toda llamada debe transmitirse. Aquellos a quienes va dirigida mi llamada no son muchos, evidentemente. No van a cambiar los asuntos mundiales. Pero es para ellos, para ellos para quienes he nacido.
Compañeros desconocidos, viejos hermanos, juntos llegaremos, algún día, a las puertas del reino de Dios. Tropa exhausta, tropa extenuada, blanca por el polvo de nuestros caminos, queridos rostros duros a los que no he sabido enjugar el sudor, miradas que han visto el bien y el mal, que han hecho lo que debían, que han asumido la vida y la muerte, ¡oh miradas que nunca se han rendido! Así os volveré a encontrar, viejos hermanos. Tal como os soñó mi infancia. Porque había salido a buscaros, corría hacia vosotros. Tras el primer recodo, habría visto el resplandor de las hogueras de vuestros campamentos. Mi infancia solo os pertenecía a vosotros. Tal vez, un buen día, un día que yo sé, seré digno de ponerme al frente de vuestra tropa inflexible. ¡Quiera Dios que nunca vuelva a ver los caminos donde os perdí el rastro, cuando la adolescencia extiende sus sombras, cuando el jugo de la muerte se mezcla en las venas con la sangre del corazón! Caminos de la comarca de Artois, al final del otoño, leonados y olorosos como animales, senderos que se pudren bajo la lluvia de noviembre, grandes galopadas de nubes, rumores del cielo, aguas estancadas… Yo llegaba, empujaba la verja, arrimaba al fuego mis botas enrojecidas por el aguacero. El alba llegaba mucho antes de que hubieran entrado en el silencio del alma, en sus profundas guaridas, los personajes fabulosos apenas formados, embriones sin miembros, Mouchette y Donissan, Cénabre, Chantal, y usted, la única de mis criaturas cuyo rostro creí distinguir a veces, sin atreverme a ponerle nombre —cura entrañable de un Ambricourt imaginario—. ¿Erais entonces mis maestros? ¿Lo seguís siendo ahora? Bien sé cuán vana es esta vuelta al pasado. Mi vida, desde luego, ya está llena de muertos. Pero el más muerto de los muertos es el niño que fui. Sin embargo, llegado el momento, será él quien ocupará su lugar al frente de mi vida, reunirá mis pobres años hasta el último y, como un jefe joven a sus veteranos, tras agrupar a la tropa dispersa, será el primero que entre en la Casa del Padre. Al fin y al cabo tendré derecho a hablar en su nombre. Pero no hablamos en nombre de la infancia, porque tendríamos que hablar su idioma. Es ese idioma olvidado, ese idioma que voy buscando de libro en libro, ¡imbécil de mí!, como si ese idioma pudiera escribirse, se hubiera escrito alguna vez. Da igual. A veces recupero alguno de sus acentos… y es eso lo que os hace prestar oídos, compañeros desperdigados por el mundo, que por azar o hastío habéis abierto un día mis libros. ¡Idea singular la de escribir para quienes desdeñan la escritura! Amarga ironía la de tratar de persuadir y convencer cuando mi certeza profunda es que la parte del mundo aún redimible solo pertenece a los niños, los héroes y los mártires.
Palma de Mallorca, enero de 1937
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Autor: Georges Bernanos. Título: Los grandes cementerios bajo la luna. Traducción: Juan Vivanco. Editorial: Pepitas. Venta: Todostuslibros.
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