Rodrigo Murillo consiguió el I Premio José Ángel Mañas a la mejor ópera prima de la editorial Nuevos Talentos con Los héroes sentimentales, una novela ambientada en el agitado y convulso Perú de los años de Fujimori y Sendero Luminoso. A continuación, Zenda te ofrece el primer capítulo de este libro que está ya a la venta desde este miércoles.
I Santiago
El final (parte primera)
1 de agosto de 1992
San Juan de Juste Departamento de Ayacucho Sábado
En el día más importante de su vida, al capitán Santiago Pío Ferré Silva lo acompañó, en todo momento, un aire liviano con aroma a eucalipto. Las nubes entonces estaban claras como acuarelas y el sol, sobre ellas, brillaba. Santiago apoyó las manos sobre el timón de la camioneta, descansó el cuello en el espaldar del asiento, y suspiró. Un vientito fresco le alisó las mejillas. Consultó la hora en su reloj. Eran las dos y treinta de la tarde, la hora de emprender el viaje, pensó. Extendió entonces un brazo por el vano de la ventana y se despidió de los pobladores que lo veían partir. Un bosque de manitas artesanas –entre chullos, polleras, ponchos y trenzas– se alzó, cariñoso, en respuesta. La camioneta rugió gravemente y se internó en el sendero que marcaba la salida del pueblo. Las casitas de San Juan de Juste, el campanario dorado de su iglesia y los contornos de sus pobladores, desaparecieron tras la polvareda en el espejo retrovisor.
A su lado viajaban los suboficiales Teodoro Vargas y Pancracio Álvarez, y el padre Basilio Huayta Quispe, de la iglesia de la Compañía de Jesús. Emprendían juntos el viaje de regreso a Ayacucho, un trayecto de cuatro horas por quebradas ocres y escarpadas, en la vertiente oriental de los Andes.
El vehículo avanzaba por una trocha llena de piedras. Vadeó luego un arroyo de espumas cálidas y agua cristalina. Emergió finalmente a un empinado sendero de arcilla. Conforme subía, y vaya que lo hacía, franqueaba precipicios y abismos, y linderos de montañas nevadas. Entonces Vargas y Álvarez hablaban de fútbol; el padre Basilio dormía con la frente apoyada en la ventana; y Santiago pensaba, como lo había hecho durante todo el día, en lo afortunado que había sido. Aquella era la cuarta y última semana que cumplía destacado en la zona de emergencia. Pronto regresaría a Lima. Entonces pensó en su esposa y en su hijo, y el pecho se le llenó de alegría. Alzó la mirada, empuñó alegre el timón, vislumbró los picos blancuzcos de la sierra, como quien contempla el peligro por última vez, cuando entró a una curva cerrada y pisó el freno gravemente. La camioneta patinó y se ladeó de costado, y hasta cerca estuvo de desbarrancarse, pero al final se detuvo. Ante ella, ocultos en la polvareda que levantó el frenazo, yacían dos troncos grandes y pesados que bloqueaban peligrosamente el camino.
–Quédese adentro, capitán –aseveró Vargas, preparándose para bajar.
–Vaya con cuidado, hombre.
El militar se llevó la mano a la pistola, guiñó el ojo y sonrió. Estaba afuera del vehículo, entre la trocha y el bosque, y, sigiloso, se acercaba a los maderos. Santiago lo veía desde el timón, junto al padre Basilio, que viajaba atrás y, por un segundo, se estremeció e imaginó que desde la oscuridad frondosa de los árboles brotaban ráfagas secas y traqueteantes; y que alguien gritaba: «ríndanse, mierdas, están rodeados»; y que Vargas caía derribado y se enroscaba en torno a su estómago; y que el coche recibía impactos de bala y olía a pólvora y gasolina; y que el padre Basilio se cogía del cuello, de pronto, y se atoraba y desprendía chorros de sangre; y que él, que estaba adelante, sentía unas pepitas crujientes perforarle el pecho, las costillas, los hombros. Entonces cerró los ojos. Respiró muy hondo. Los volvió a abrir. Vargas estaba de cuclillas, revisando el derrumbe, acompañado ahora de Álvarez, que también se había bajado. Conversaban, tomaban medidas, hacían cálculos con las manos. La vía seguía desierta y en silencio.
–Habrá sido un huayco, señor…–regresó Vargas, acodándose en el umbral de la ventana.
–No son pesados… –razonó Álvarez–. Los movemos y seguimos, capitán.
Les tomó cerca de tres horas retirar los troncos del camino. Retomaron el viaje agotados, con las ropas llenas de polvo, casi al anochecer. Salieron finalmente a una meseta desde el agujero verde y arbolado donde se encontraba el pueblo. Cuando la silueta de las montañas se fundía con la oscuridad del crepúsculo, Santiago advirtió que una figura pequeñita y borrosa lo esperaba en el medio de la nada, más adelante, junto a la carretera. Parecía un hombre. Intentó aclarar su vista y aceleró. Hizo señas con las luces. La figura se movió y levantó los brazos. Era un niño. Vestía un pantaloncito azul y una chompa amarilla. Su postura le parecía conocida.
–Quizá deberíamos seguir, capitán… –advirtió Álvarez.
–Está oscuro y puede ser peligroso… –coincidió Vargas.
Pero un instinto natural, o quizá la fuerza irremediable del destino, hizo que Santiago disminuya la velocidad y se detenga. Desenfundó entonces su pistola y la cargó. Bajó de la camioneta y avanzó hacia la criatura, atizado por la ventisca y la lluvia que había oscurecido el atardecer. Se sorprendió al descubrir el rostro amoreteado del niño, con la boca ensangrentada, y el labio lleno de cortes. Sus pómulos estaban hinchados. Apenas abría los ojos.
Antes de que Santiago le toque la mano, sin embargo, se escucharon, como el crujido de un vidrio que se parte, estridente y agudo, ráfagas, disparos, insultos. Emergieron desde las piedras, entre los tallos de pasto quemado, sombras: una, cuatro, nueve, quince. Peinaban el campo con las armas en ristre.
–¡Al suelo, conchasusmadres! –vociferaban.
–¡Fuera de la camioneta, carajo! –disparaban al aire.
Santiago volteó la mirada. Con el arma en la mano, contó a quince o veinte subversivos, todos con pasamontañas, enfundados en ponchos negros. Se quedó inmóvil, entonces, la cabeza paralizada, las rodillas temblando. El padre Huayta, Vargas y Álvarez, estaban reducidos y se arrodillaban en la calzada de la carretera. Miraban al suelo, empapados bajo la lluvia que partía las nubes, con las manos en la nuca.
–¡Baja el arma o quemamos al niño! –lo amenazó el encapuchado que tenía más cerca. Caminaba lentamente, el fusil en alto y apuntándole–. ¡Estás sordo! ¡Lo mato, mierda! ¡La pistola al suelo o el niño se muere!
Entonces, Santiago Pío Ferré Silva, capitán de corbeta de la Marina de Guerra del Perú, padre de Ernesto Benjamín Ferré Iparraguirre, y esposo de Juliana Iparraguirre Belaúnde, bajó su arma y fue capturado.
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Sinopsis de Los héroes sentimentales, de Rodrigo Murillo
Una emboscada misteriosa en la cordillera de los Andes, una familia adinerada dividida en su seno por la violencia política y la guerrilla, y un sacerdote que mantiene su humanidad mientras que todo el país pareciera despeñarse por el abismo. Los Héroes Sentimentales es una novela poderosa, ambientada en el Perú de los años noventa, basada en hechos reales y documentados, que ilustra lo que pueden llegar a sufrir las personas sencillas y corrientes, que sólo desean vivir en paz, cuando se ven absorbidas por el huracán de uno de los conflictos más sanguinarios y atroces que ha vivido Latinoamérica, en su historia reciente.
Bio de Rodrigo Murillo
Licenciado en Derecho, trabajó en una corporación bancaria y dos estudios de abogados. Abandonó su carrera como abogado para convertirse en historiador. Y cuando era historiador y profesor de historia y derecho en la universidad, decidió venir a Europa y convertirse en politólogo, periodista y escritor.
Además de su carrera profesional en Derecho, ha cursado dos máster. Una en Historia, en la Pontificia Universidad Católica del Perú, y otra en Política Internacional, en la London School of Economics and Political Science.
Autor: Rodrigo Murillo. Título: Los héroes sentimentales. Editorial: Nuevos talentos. Venta: Amazon
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