No es de extrañar que El embrujo de Shanghái obtuviera en 1993, el año de su publicación, el Premio de la Crítica, primer reconocimiento importante que tenía Juan Marsé, quien ha obtenido también ese Premio en el año 2001 y posteriormente el Nacional de Literatura por otra obra suya, la novela que sigue a ésta en su extensa producción, titulada Rabos de lagartija. El prestigio de Marsé ha ido creciendo; siempre tuvo muchos lectores, pero ahora une a ellos el reconocimiento crítico que tuvo más difícil precisamente por ser un autor de estilo muy tradicional, de novelas realistas; aunque veremos que El embrujo de Shanghái supone ya un viraje de su estilo, confirmado en Rabos de Lagartija, hacia una mezcla de realismo y de poesía, donde la ensoñación y el misterio sostienen un halo poético que va trazando un hilo diferente, paralelo a las descripciones realistas.
Marsé es escritor de un mundo muy concreto tanto en el tiempo como en el espacio. Es uno de esos autores que se han concentrado en una época y en una ciudad, casi se diría que una barriada, la de la Barcelona entre la travesía de Gracia y la ronda de Dalt, que es una barriada que fue pueblo, y se conserva popular, con calles estrechas y una vida provinciana. En ese espacio los personajes de Marsé viven un destino casi siempre de perdedores, con el estigma de una guerra perdida. Pertenece a esa generación de los 50 que Josefina Aldecoa ha llamado los “niños de la guerra”, pues tenían cinco o seis años cuando la guerra civil y su adolescencia coincidió con la posguerra.
El embrujo de Shanghái está anclada en un tiempo y espacio precisos y en ese sentido comienza siendo realista, pero conforme avanza se va convirtiendo en algo más, puesto que termina siendo “la novela del desencanto”, de las ilusiones perdidas. Lo que al comienzo parecía un homenaje a los ideales de la lucha de los maquis anarquistas, resulta ser finalmente la clausura de los propios ideales, como si fuese un golpe, un mazazo tremendo, un diagnóstico desengañado, profundamente pesimista y cruel sobre las pérdidas, podría decirse que sobre lo imposible de los ideales fuera del cine.
En ese sentido la tesis pesimista se impone, porque al final deja sin salida —nadie se libra, excepto Nandu Forcat, el mentiroso, el fabulador, el que cuenta las historias idealistas y mantiene viva, como leyenda y como historia fabulada—, el mito de aquellos ideales. Forcat, que pasa por ser un tramposo, el artista del guiñol, denunciado como tal por el Denis, el luchador que descubre toda la mentira de la historia del Kim, acaba siendo el único que sostiene la posibilidad de su pequeño heroísmo, sosteniendo piadosamente a la madre de Susana, a Anita. En cambio, el Denis demuestra ser un vengativo que se prostituye; desengañado de sus ideales, traicionado por Kim, termina hundiendo a Susana, y no puede superar la historia ni su propio fracaso. Esta pesimista conclusión, en la que nadie se salva, excepto Forcat y el loco del capitán Blay, se produce en las últimas veinte o treinta páginas, como si toda la novela fuese un castillo de naipes que se desmoronara de repente.
La novela ha sido quiciada sobre el eje encanto/desencanto y tiene una estructura doble que se mantiene tanto en su diseño externo como en el interno. En el primero cuenta dos historias; la que da comienzo a la novela y que se sostiene hasta que Nandu Forcat da comienzo a la novela subordinada, la de la historia de Kim. Por tanto tenemos una primera historia de tipo realista, cabría decir mejor naturalista, esto es, poblada de herrumbre, de notaciones de miseria; nos adentra Marsé en la atmósfera del barrio, con unos personajes que lo pueblan y que nace de la anécdota inicial del escape de gas, de la recogida de firmas del capitán Blay y con el hilo conductor del dibujo que el protagonista, Dani, un niño de catorce años, que es una especie de encadenamiento de la novela, por ser el narrador, pero también por ser su perspectiva la del descubrimiento que un adolescente hace de la realidad.
Todo está inicialmente condicionado por una guerra civil que solo aparece como trasfondo, como referencias indirectas, todas de tipo parcial, el padre desaparecido, el de Susana huido, Nandu Forcat prófugo asimismo, y que se va poblando de homenajes a esa lucha. En ese descubrimiento inicial del barrio tenemos una estructura típicamente picaresca; en realidad, Dani, en su deambular por las calles acompañando al capitán Blay nos muestra un mundo muy duro, de supervivencia, ejemplificado en los pícaros callejeros y aprendices de hampones que son los Chacón. Junto a esa estructura externa, tenemos la interna, la del desencanto que nace después del encanto de Susana, la niña tuberculosa con toda su atmósfera de encierro, de miasmas, de esputos. Un naturalismo febril encerrado en un espacio insalubre, cerrado, en el que los escapes de gas y la pútrida atmósfera de la habitación de la niña son metáforas de una España herida, enferma, pero que vive asida a ideales heroicos de los héroes de la resistencia, ejemplificados en el Kim.
Con la llegada de Forcat y su narración, la narración naturalista da paso a otra, su reverso: la historia del Kim y su viaje de París a Shanghái, que va alternándose con la historia principal. Esta otra historia subordinada la podríamos calificar típicamente de película. Marsé se sirve del elemento cinematográfico muy hábilmente. No sólo porque Anita es taquillera del cine, sino porque el cine puebla la atmósfera de la historia subordinada, donde la trama en torno de Kim nace como una historia semejante a las películas de espías, de héroes, de cumplimiento de una justicia, y de salvación propia.
Por medio de esta doble estructura que va a caminar entreverada la una en la otra, por el narrador subordinado, Nandu Forcat, Marsé introduce muy pronto el desaliento del héroe, de Kim, el luchador, que advierte de la quiebra de los ideales, de su sacrificio inútil, y busca una salida para su hija y para él, salida que habría de estar en Shanghái. Las dos historias son en realidad emblematizadas en los dibujos que Dani tiene que hacer; por un lado el naturalista, el de la niña de sanguinolientos esputos, pero por otro está el dibujo ideal, que no logra hacer, de la niña hermosa para ser regalado al padre héroe.
Lo importante de esta novela es que la duplicidad de la estructura externa sostiene su reverso en lo que he llamado estructura interna, que es el viaje del desencanto; en realidad es el conflicto ser/parecer; al final nada es lo que parece; el Denis viene a descubrir la gran mentira fabuladora; solo la primera historia es real y esa desemboca en el mundo de la miseria y en la fortuna de Susana y su destino en un bar del Paralelo y de la borrachera creciente de su madre. La otra historia, la de los ideales, ha resultado falsa, no porque lo fuera en sí misma, en su origen, sino porque se va depauperando. A la postre es un ideal imposible, un sueño de adolescencia, el mito de los héroes que la realidad se niega a confirmar, porque la realidad muestra finalmente que Forcat ha sido un fabulador, el Denis lo descubre mentiroso. De esa forma el conflicto apariencia/realidad se convierte en el viaje desde el encanto al desencanto. Una estructura muy cervantina anida en la que sin duda es una de las mejores novelas de Juan Marsé.
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Autor: Juan Marsé. Título: El embrujo de Shanghái. Editorial: DeBolsillo. Venta: Amazon y Casa del libro
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