¿Y si fuera cierto? ¿Y si el amor, como asegura Eslava, no fuera otra cosa que un invento? Un artificio creado por la Literatura, una ilusión, una idea, una pompa de jabón. Más, me digo, ¿y si también lo fueran la luna, el dinero, el Cid, Dios, que sé yo, la ilusión, la identidad, el futuro y hasta uno mismo? Ficticios señuelos, un constructo literario, un “invento”, dicho sea en la terminología de Eslava. Una “invención”, exactamente igual que Macondo, don Quijote, Brobdingnag o Yoknapatawpha.
¿Y Homero? Literariamente también es de una solidez innegable, pero desde el punto de vista histórico-administrativo no pasa de convención. O Lewis Carroll, el autor de Alicia en el País de las Maravillas, que decididamente nunca existió, salvo en su propia imaginación. Luego está lo de Dodgson, que sí, es real, pero también carente de cualquier clase de interés.
En este terreno de las fantasías y las invenciones, el fabulador (o inventor) más grande de toda la Historia de la Literatura Universal es el autor del Libro de Buen Amor. Su primera y más destacada fábula es él mismo: no sólo no se llamó Juan ni se apellidó Ruiz, sino que nunca fue arcipreste de ningún lado, y menos de Hita, municipio que alienta, desgajado del artificio, en un rincón de la provincia de Guadalajara, al pie de un cerro pelado que este cura fue a ver un día para creer, como Santo Tomás. Sólo unos kilómetros al norte, la sierra de Miedes habría visto caminar rumbo al destierro al mismísimo Cid, Historia y Mito entreverados. Pero el verdadero milagro aguarda al otro lado y se llama Soria, nada que ver con el artefacto literario que se inventó un sevillano con la cabeza a pájaros. “¿No ves, Leonor, los álamos del río? Dame tu mano y paseemos…”. No había Leonor, que ya reposaba el sueño de los justos en el alto Espino “donde está su tierra”, ni álamos ni río, porque el autor se encontraba en realidad perdido en Jaén, sumido en una depresión de caballo. “¡Campos de Soria, donde parece que las rocas sueñan!”, clamaba destrozado por el dolor y la añoranza. Desde luego, hay “realidades” que una mente sensata, histórica, racional y administrativa no puede admitir. Pero ¿cómo van a soñar las rocas? Pero al menos la Literatura conjuró su desazón e impidió que acabara pegándose un tiro, para que luego digan que no vale para nada. Este caballero, Machado (Antonio), nos entregó de paso un arma formidable para asumir lo que hay sin pegarle un tiro a nadie: un modo de ver. Un invento. “Por estos campos de la tierra mía voy caminando solo, triste, cansado, pensativo y viejo”. Puro realismo mágico, y que me perdonen los del Boom: son sólo epígonos.
Así que sí: la Literatura inventaría la realidad, dando fundamento a la declaración de don Juan Eslava Galán a ABC el pasado verano. “El enamoramiento es un invento de la Literatura”. Como todo, añado. Y en los dos sentidos de la palabra: si por un lado parece estar inventando mundos, como éste de los amores, por otro hace inventario de los que hay, incluso en el fondo de las almas. ¿O es que ese lugar inalcanzable para teodolitos, catastros y gepe-eses es menos real? Pues no. El verdadero escenario de los hechos literarios es el disparatado interior de unos corazones arrasados por el miedo a la soledad y la incertidumbre, al dolor, la indigencia, la enfermedad, el espanto y la muerte. Por los Siete Miedos. Y no hay más tema, aparte el del elixir que los cura, esa bendita panacea, Bálsamo de Fierabrás, que es el Amor, milagro y apoteosis, genial invento (nada desdeñable) de Nuestra Señora de la Literatura, abogada de imposibles.
Sí, la Literatura vale para mucho. Y encima te hace libre. Los que dicen que no vale para nada son los que no valen ni para envolver el pescado.
¡A los leones!
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