Para Guida, guardia de seguridad en urbanizaciones de lujo, Ajo, la Enana e Isamel son rápidos, sigilosos, avispados, los mejores entrando y saliendo de las casas sin dejar rastro —como si fueran invisibles—. El vigilante ya les ha encargado algunos trabajitos menores, pero quizás haya llegado el momento de ofrecerles algo de mayor envergadura, un golpe más lucrativo que sus muchachos no puedan rechazar. La promesa de un dinero aparentemente fácil obliga a los chicos a aceptar la misión. Sin embargo, nadie les advierte de la posibilidad de que todo se tuerza.
Zenda adelanta un fragmento de Los invisibles, la última novela de la escritora y cineasta argentina Lucía Puenzo, editada por Tusquets.
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1
Antes de que aparecieran por Once ya habían escuchado el rumor: andaban reclutando chicos para trabajar en Uruguay todo el verano. A la Enana la siguió varias cuadras una señora rubia antes de que ella se diera vuelta para preguntarle qué quería. La había visto en la pizzería en la que les separaban las sobras cada noche. La mujer le preguntó si le interesaba trabajar en otro país un par de meses. Les iban a dar casa y comida. Sin acercarse la Enana le preguntó a cambio de qué.
—¿Y vos qué sabés qué hago?
—Lo de las casas. Dicen que son los mejores.
—¿Quién dice?
—Guida.
Muchos guardias de seguridad de la Zona Norte andaban en lo mismo: los llamaban cada vez que los dueños de las casas que cuidaban se iban de viaje o a sus casas de fin de semana. Los pibes seguros eran oro en polvo, sabían entrar a las casas sin dejar rastros y no boqueaban sobre lo que hacían.
Guida había tenido a varios chicos a prueba, pero ninguno les llegaba a los talones al trío que formaban la Enana, Ismael y Ajo. No había casa a la que no lograran entrar por alguna ventana mal cerrada. Ajo tenía seis años pero era el más hábil de todos, trepaba las paredes cubiertas de enredaderas con la velocidad del hombre araña. Era diminuto para su edad, aunque tenía la mirada de un hombre adulto. El día que la Enana se lo presentó, Guida le pidió que se lo llevara. Era arriesgado trabajar con pibes tan chiquitos.
—Yo empecé con usted a los nueve.
—No es lo mismo que seis.
—Hace lo que yo le digo —insistió la Enana.
Guida miró a Ajo de pies a cabeza.
Hacía tiempo que Ismael había pegado un estirón y la Enana se había llenado de curvas, las cosas empezaban a complicarse. La clave era contar con alguien que pasara por lugares impensables.
Ajo le sostuvo la mirada, firme como un soldado.
—Hago lo que ella me dice —repitió.
—Pruébelo.
—Si no sirve no lo traemos más —remató Ismael.
Guida asintió. Conocía de memoria los puntos débiles de las casas y las rutinas de los dueños. Era lo único que hacía: observarlos. Si tenían perros les daba una bolsita con carne picada en la que molía calmantes. Si las casas tenían alarma, además de la carne picada les daba otra bolsita con caca de gato. Ese primer día, Ajo entró a un caserón inglés que ocupaba un cuarto de manzana en una cuadra arbolada de Acassuso.
Entró por un agujero en el alambrado que había detectado Guida, una rotura que debía ser la hazaña de alguna comadreja bien alimentada. Como un contorsionista, pasó el brazo izquierdo, la cabeza y recién después el torso, a presión, y no se quejó cuando la punta del alambrado le hizo un corte en el hombro. La Enana le había aclarado que iba a tener una única oportunidad para impresionar a Guida. Una vez adentro, miró el jardín arbolado y respiró hondo.
Tenía las manos transpiradas y la boca seca.
Abrió la bolsita con carne picada y esperó.
Los ovejeros aparecieron un instante después: el más viejo hizo un sonido extraño, mezcla de gruñido y bostezo; el cachorro movía la cola antes de acercarse… Segundos después tenía a los dos comiendo de su mano. Ajo hizo un silbido corto, como le había indicado Ismael. Siguió de largo hacia los ventanales que daban al jardín. Guida le había dibujado un precario planito de la planta baja sobre la tierra.
Buscaba una ventanita redonda del baño de invitados, de unos cuarenta centímetros de diámetro, la única sin rejas, que los dueños siempre dejaban entreabierta para ventilar. Los perros lo siguieron todo el camino, lamiéndole las manos. Encontró la ventanita minutos después: estaba a unos tres metros de altura, apenas visible entre la enredadera.
Hizo dos silbidos cortos antes de treparse.
La empujó con una mano. En la penumbra vio unos ojos amarillos mirándolo desde la puerta del baño. Era un gato obeso y peludo.
Tenía la cabeza torcida hacia la derecha, como intentando comprender qué estaba pasando. Detrás, vio un pasillo alfombrado casi a tono con el pelaje del animal.
—Gato puto —susurró Ajo—. Rajá.
Coronó la frase con un sonido que imitaba al gato más temible de su barrio, esos que hacían aterrorizar a los perros. Antes de que lo terminara el animal salió disparado escaleras arriba. Una vez adentro, se sacó las zapatillas para pisar la alfombra. Tenía las medias casi pegadas a la piel, hacía semanas que no se las cambiaba. Frunció la nariz al sentir un olor rancio, que al instante reconoció como propio. Cinco minutos después le abrió la puerta a su hermana con una sonrisa triunfante. Hizo las cosas tan bien que la semana siguiente Guida les pidió que lo sumaran.
—Eso sí: que se bañe.
—El tufo no se le va ni aunque lo meta en lavandina.
—No importa, piba, inventá algo.
Su hermano comía dientes de ajo como caramelos. La idea de que el ajo cura todo se la había metido en la cabeza su abuela. Le hacía chupar un diente de ajo hasta dormirse, mientras le acariciaba el entrecejo. Si se concentraba todavía sentía el dedo índice de su abuela dibujando círculos imaginarios en su frente. Esa noche la Enana le prohibió volver a meterse un ajo en la boca.
—Es la condición para que trabajes.
—Pero…
—¿En qué quedamos vos y yo?
—Trabajo o vuelvo a la casa.
—Elegí.
A su hermano se le dilataron las pupilas con la amenaza. La llamaban así: la casa. Le tenían más miedo que al infierno. Entregó el puñado de dientes de ajo que tenía escondido en la mochila y se zambulló en la abstinencia con la decisión de un fundamentalista. Nadie iba a sacarlo de la calle, ni a alejarlo de su hermana y de Ismael. Cambió un vicio por otro: pasó la siguiente semana trepándose por los vagones y las paredes de la estación para olvidar ese gustito que era lo único que lo calmaba. Cuando volvieron a la Zona Norte sorprendió a todos subiendo por una pared de ladrillos que tenía un tragaluz a doce metros del suelo. Guida miró la hazaña desde su garita, boquiabierto, pensando qué hacer con el cuerpo cuando se desnucara. Pero Ajo se trepó con la destreza de un andinista profesional y se sumergió de cabeza en el tragaluz.
En pocas semanas se transformó en un experto.
Rogaba que la alarma de la casa a la que entraba sonara: en esas ocasiones doblaba las rodillas y caminaba como un ninja, imaginando enemigos en cada rincón. Abría una ventana de par en par, espolvoreaba la caca de gato sobre la alfombra y se escondía. Elegía los cuartos de los hijos varones como escondite. Se llevaba algún juguete para entretenerse hasta que escuchaba la puerta de entrada abriéndose, pasos en la escalera y voces.
La Enana le había enseñado que esa era la señal para quedarse quieto como una estatua. Guida siempre recorría la casa con los empleados de la empresa de seguridad privada. Dejaba que fuera otro el que descubriera la ventana entreabierta y los rastros del gato que había entrado a la casa, haciendo sonar la alarma. Él mismo se ocupaba de limpiar y de cerrar la ventana. Antes de salir hacía un llamado al dueño de casa, delante de los empleados de la empresa, para tranquilizarlo sobre la falsa alarma. En diez o quince minutos la casa volvía a quedar en silencio. Ajo contaba hasta cien antes de salir de su escondite para abrirle a Ismael y la Enana.
Repetían siempre la misma coreografía.
En la cocina su hermana agarraba un cuchillo, abría la heladera y cortaba rebanadas de lo que estaba permitido comer. Lo suficiente para llenarse sin que nadie notara que habían estado picoteando.
Ismael y Ajo esperaban con la vista fija en el pollo frío, los restos de pastas, la fiambrera con jamón crudo, quesos y dulce de batata. Cuando la Enana terminaba agarraban las presas con la mano. Durante unos minutos devoraban en silencio. En las alacenas tocaban únicamente lo que estaba abierto. Cuando no tenían más hambre, limpiaban los rastros y dejaban todo en el mismo lugar.
Después se dividían para rastrillar la casa.
Los tres tenían claro el acuerdo con Guida: solamente podían llevarse el chiquitaje. Si había cubiertos de plata no elegían más que cuatro o cinco piezas.
De las joyas, una.
Así con todo: siempre en dosis invisibles.
El objetivo era que el robo pasara desapercibido. En los días siguientes a su regreso los dueños irían notando que faltaban objetos. Pero tardarían semanas (incluso meses) para terminar de entender todo lo que faltaba. Nunca lo adjudicaban a un mismo robo. Casi siempre las empleadas domésticas cargaban con las sospechas, acusaciones y despidos. Si se pasaban de la raya con el tiempo, Guida hacía sonar el teléfono de las casas una vez para avisarles que era tiempo de salir. Una vez afuera los veía alejarse por la vereda, cada uno por separado. No tenía contacto con ellos hasta una semana después. Levantaba a Ismael con su Peugeot a un par de cuadras de Once y repartían el botín ahí mismo en el auto.
Guida sabía que se quedaban con más de lo que admitían, por eso les exigía siempre lo mismo: quince piezas de valor por cada robo. Se había ocupado de que Ismael y la Enana tuvieran la suficiente información sobre él como para que no se les ocurriera engañarlo: sabían que era un ex policía, con amigos en las comisarías de Once y Martínez. Habían escuchado historias de lo que les hacían a los chicos que abrían la boca. Antes de recomendarlos para el trabajo en Uruguay llevó la prueba un poco más lejos: un patrullero detuvo a la Enana a dos cuadras de una de las casas que robaron, a Ajo sentado al lado del puesto de diario en el que tenía indicado esperar a su hermana y a Ismael en el andén de la estación de Acassuso.
Les pidieron los documentos (que ninguno tenía), revisaron las mochilas y desparramaron sobre el capot del auto los objetos que se habían llevado de la casa. No mencionaron el nombre de Guida ni admitieron de dónde habían sacado los cubiertos de plata, el reloj, la cadenita de oro blanco y las zapatillas importadas. Ajo les sostuvo la mirada en silencio cuando le preguntaron quién le había dado los juguetes que llevaba en la mochila. Sabía de memoria el libreto de lo que tenía que decir… Ismael y la Enana habían entrado media docena de veces en centros de alojamiento para fichaje y averiguación de antecedentes. Para Ajo fue la primera detención, pero las noches de ensayo con la Enana rindieron sus frutos: respondió con la mezcla justa de respeto y total conocimiento de sus derechos. Quince minutos después les dijeron que podían irse. Ismael se lo dijo clarito mientras volvían en tren a Once:
—Nos probaron.
La Enana asintió.
Sabía que si no hubieran reportado la detención de inmediato, y ahora estarían de camino a un instituto.
Ajo los miró a ambos, perdido.
—¿Qué pasó? ¿Qué probaron?
—Nada, Ajo.
—Pero estuve bien, ¿no?
—Muy bien.
—In-cre-í-ble estuve —repitió.
—Callate y dormí.
Cerró los ojos, pero no pudo dormir en todo el viaje de regreso.
Y no fue sólo por el miedo de haber estado frente a un policía por primera vez. Algo más estaba pasando. En medio de la noche vio a Ismael y la Enana hablando en susurros, en el colchón que compartían. Lo mandaron a dormir a su rincón al verlo acercarse.
Al día siguiente Guida llamó para avisar que los tres pibes eran de los buenos. Les había marcado a la Enana unos días antes, señalándoles desde el auto la esquina en la que paraban. Habían acordado cuánto le correspondía a él por prescindir de sus tres mejores chicos durante el verano. No hizo falta que hiciera las cuentas: salía ganando.
Esa misma tarde la rubia encaró a la Enana.
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Autora: Lucía Puenzo. Título: Los invisibles. Editorial: Tusquets. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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