Dolor. El último libro de Alberto Manguel (Buenos Aires, 1948) lleva un subtítulo elocuente: una elegía y diez digresiones. La elegía viene convocada por el estado actual de la biblioteca que a principios de este siglo montó en un viejo presbiterio del Valle del Loira. Instalar su biblioteca era instalarse él. Siempre ocurre eso con los amantes de los libros que además los acumulan —otros simplemente los frecuentan y no necesitan conservarlos—, que residen donde viven sus libros, o que viven donde conviven sus libros: hacen de su existencia una estantería inmensa en la que demorar sus días, convocar a sus dioses o satisfacer sus anhelos o sus desvaríos, tanto da, siempre que el paseo vaya de anaquel en anaquel, a través de miles de hojas que acaban siendo de la familia. Una familia escogida, no impuesta. El estado de la biblioteca del que hablamos es el de la tristeza. Un estado melancólico que ahora se derrama en cada una de las cajas encerradas en el depósito canadiense donde ha acabado la familia bibliófila —y parte del corazón— del último Premio Formentor e insigne divulgador de la lectura. Las diez digresiones no son más que los subterfugios con los que el escritor trata de recuperar la compañía de todos y cada uno de los volúmenes que le han ido acompañando desde que empezó a intuir qué suponía pasar páginas mientras iba construyendo mundos y conociendo gentes.
Pasión. Es cierto que leemos para hacer preguntas, como reconocía Kafka, y también es cierto que leemos para tratar de responderlas. La curiosidad es el alma que late en todo acto de lectura, pero no es menos cierto que leyendo se consigue un propósito inesperado: conociendo lo que se nos propone en los libros acaba uno conociéndose a sí mismo, pues lo que nos cuentan —y dónde nos lo cuentan— acaba formando parte de nuestro ser. De tal guisa que toda biblioteca acaba siendo una suerte de autobiografía (la de Manguel compuesta por más de treinta y cinco mil volúmenes). Y no sólo es la explicación de lo que somos sino un proyecto de vida y casi una colección de vidas que ansían ser despertadas del letargo en el que caen en cada ocasión en la que se cierran sus tapas y se aprietan sus lomos, en “la materialidad de las cosas verbales”, como bien nos recuerda este híbrido entre el ensayo, el libro de memorias y el diario de una pasión que no importa que sea correspondida.
Un homenaje. En 1931, Walter Benjamin estaba mudándose de casa y aprovechó el trajín de libros y cajas para escribir un breve ensayo sobre la relación del lector con sus libros, que llevaba por título Desembalo mi biblioteca: el arte de coleccionar. Algo más de dos mil libros que acarreó tras su divorcio, justo nel mezzo del cammin de lo que imaginaba iba a ser su vida. Eso de desembalar es un ejercicio de recuerdo, de volver a generar asociaciones dispares, a menudo imposibles, siempre proteicas; embalar, en cambio, es un ejercicio de olvido: estantes vacíos, lazos perdidos, cajas amontonadas, marrón cartón por todos sitios y el alma en los pies preparada para recibir patadas y pisotones sin remisión, como si los libros fueran los vasos de plástico olvidados en el suelo de un concierto de masas: donde antes hubo la sustancia de la euforia ahora sólo queda el continente pervertido del recuerdo, hoy acumulados en un trastero —maldita palabra— de Montreal como esos patos de plástico que se reúnen en el Índico a causa de las mareas debido a un naufragio fortuito a miles de kilómetros de distancia. Embalar una biblioteca es al fin escribir la necrológica de uno mismo. Y hay ira y hay duelo, pero también esperanza. Uno acaba sabiendo que puede reseguir el camino de sus lecturas y reimaginar las asociaciones imposibles con los congéneres que un día habitaron en los anaqueles de la biblioteca personal.
Borges. Lo cierto es que Alberto Manguel ha reseguido la estela del argentino universal experto en senderos que se bifurcan, dado que hoy mismo está al frente de la Biblioteca Nacional de Argentina, como lo estuvo su maestro. Clínicas del alma llamaron los antiguos egipcios a esos espacios de papel silente que tanto acaban contando. La actual biblioteca argentina contiene algunos libros más que el granero rehabilitado del Valle del Loira, algo así como “entre tres y cinco millones era la estimación aproximada”, según el propio Manguel. Pero en todos ellos late lo que los hace valiosos, el trato con los antiguos y nuevos autores que siempre tienen algo que decir en nuestro tiempo. Si encima el formato del ejemplar corre a cargo de uno de los más inspirados diseñadores de portadas contemporáneo, el placer resulta doble. Es lo que ha hecho el genial Manuel Estrada, digno sucesor del gran Daniel Gil en la etapa clásica de Alianza Editorial, con esa camisa que envuelve el libro en forma de paquetería industrial y esa portada en cartoné que asemeja lomos de libros (presumiblemente de la llorada biblioteca de Manguel).
La conversión. El libro que empezó en elegía se convierte en oda. La biblioteca como espacio para el alma, como lugar de encuentro perpetuo, como triunfo ante los agravios del mundo. No se lo pierdan, no tiene desperdicio.
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Autor: Alberto Manguel. Título: Mientras embalo mi biblioteca. Editorial: Alianza. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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