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Los libros que devoraron a mi padre, de Afonso Cruz

Los libros que devoraron a mi padre, de Afonso Cruz

Vivaldo Bonfim se perdió dentro de sus libros favoritos. Ahora su hijo Elías tiene doce años y la llave de la biblioteca del ático: se meterá en todos esos libros fascinantes para encontrarlo. Descubrirá el amor, el miedo, el peligro y la magia de la lectura. Una invitación a leer clásicos, de Stevenson a Dostoievski. Un homenaje a la lectura como la mejor de las aventuras.

Afonso Cruz (Figueira da Foz, 1971), ha viajado por más de sesenta países. Asistió a la Facultad de Bellas Artes de la escuela António Arroio, en Lisboa, y al Instituto de Bellas Artes de Madeira y en 2008, publicó su primera novela, A carne de Deus. Sus siguientes libros recibieron diversas distinciones y en 2012, con A boneca de Kokoschka, fue galardonado con el Premio Unión Europea de Literatura, y Jesus Cristo bebia cerveja fue considerado el Libro Portugués del Año por la revista Time Out Lisboa y el Mejor Libro del Año según los lectores del diario Público; el periódico Expresso lo eligió como uno de los 40 talentos de quienes se hablará en el futuro.

Zenda publica el principio de Los libros que devoraron a mi padre (Blackie Books)

1

¡Libros y más libros!

—¡Vivaldo! ¡Vivaldo! ¡Vivaldo! ¡Vivaldo! —le gritaba su jefe, pero él oía la voz a lo lejos, apagándose en un rincón.

Así fue como mi abuela comenzó a relatarme la historia de Vivaldo Bonfim, mi padre. Él trabajaba en el distrito 7 y vivía en un mundo tedioso, aburrido, plano, insoportable, lleno de informes, trámites burocráticos y todo el papeleo en que acaba convertida la madera de los árboles. Era un mundo desprovisto de literatura. En ese momento, mi madre estaba embarazada de mí: yo nadaba en su útero y daba vueltas como la ropa en la lavadora. Mi padre solo pensaba en libros (¡libros y más libros!), pero su vida, en cambio, no hacía lo mismo. Su vida pensaba en otras cosas y andaba distraída, hasta que se vio obligado a conseguir trabajo. Muchas veces, a la vida no le interesa en absoluto lo que nos gusta. Sin embargo, mi padre se llevaba libros (¡libros y más libros!) a la oficina tributaria donde trabajaba y leía a escondidas cada vez que podía. No era una costumbre ejemplar, pero era una fuerza más poderosa que él. Mi padre amaba la literatura por encima de todas las cosas. Siempre ocultaba un libro debajo de modelos B, impresos de modificación de actividades y otros documentos de nombres ilustres, y leía con disimulo mientras fingía trabajar. No era un hábito muy admirable, pero la verdad era que mi padre solamente pensaba en libros. Eso fue lo que mi abuela me contó, con sus pensamientos llenos de arrugas en la frente.

Nunca conocí a mi padre. Cuando nací, él ya no andaba en este mundo.

2

Escaleras y peldaños 

¿Qué es un eufemismo? Un eufemismo es cuando queremos decir algo a alguien que puede hacerle daño y, para evitarlo, usamos palabras menos hirientes. Por ejemplo, yo podría afirmar que mi padre ya no andaba en este mundo para no decir que murió de un infarto. Parece un eufemismo, ese «no andaba en este mundo» en lugar de «murió», pero no lo es. Como acabarán entendiendo, es la verdad objetiva. Sin figuras retóricas.

Una tarde, una tarde como tantas otras, mi padre leía un libro que escondía debajo de una declaración de la renta, para que su jefe no advirtiera que no estaba trabajando. Esa fue la tarde en que él —que estaba tan inmerso, tan concentrado en la historia— se metió en el libro. Se perdió en la lectura. Cuando su jefe entró en la oficina, mi padre ya no estaba allí. Sobre la mesa había unas declaraciones de la renta y un ejemplar de La isla del doctor Moreau abierto por las últimas páginas. Julio (así se llamaba el jefe de mi padre) lo llamó: ¡Vivaldo! ¡Vivaldo!, pero mi padre no apareció. Estaba metido en el libro, estaba viviendo esa novela.

Mi abuela dice que esto puede ocurrir cuando realmente nos concentramos en lo que leemos. Podemos meternos en un libro como le ocurrió a mi padre. Es algo tan simple como caerse de morros desde un balcón, pero menos peligroso, a pesar de que también es una caída de varios pisos. Sí, la lectura tiene varios pisos. Gracias a mi abuela, supe que un tal Orígenes, por ejemplo, decía que existe una primera lectura, superficial, y otras más profundas, alegóricas. No me voy a extender en este punto; basta saber que un buen libro debe tener más de una piel, debe ser un edificio de varias plantas. En la literatura, una sola planta resulta insuficiente. Funciona para la construcción civil, es cómodo para quien odie subir escaleras, útil para quien no pueda subirlas, pero la literatura necesita pisos que se acumulen uno encima del otro. Escaleras y peldaños, letras por debajo, letras por encima.

3

A veces, su voz se encoge un poco 

El día que cumplí doce años fue el momento en que toda esta aventura comenzó. La fiesta fue corriente, como tantas otras que he celebrado. Me reuní con toda la familia, primos, tíos, tías, y con algunos amigos y vecinos. Comimos tarta y cantamos el cumpleaños feliz. Todo normal. Las velas chisporrotearon clavadas en la tarta, los invitados desafinaron cantando el cumpleaños en mi honor, aplaudieron y rieron contentos. Soplé las velas y las apagué con el peso del aire y de los doce años que llevaba encima. Sin ninguna misericordia, cortaron el pastel. Y cuando finalmente cayó la tarde —y todo el mundo se había ido—, mi abuela me dijo, con sus ojos olvidadizos, que pasara por su casa al día siguiente. Había recibido regalos de todos menos de ella. Me pareció extraño, pues nunca había ocurrido algo semenjante. A los abuelos, incluso cuando la memoria les falla, nunca se les olvidan los regalos.

Al día siguiente, cuando salí del colegio, fui a casa de mi abuela. Me dijo que me sentara, y señaló con la mano entumecida la silla de rayas. Siempre que la visito me siento en esas rayas. Ella, que llevaba un vestido de flores, se sentó lentamente. Se pasó las manos por el pelo, aclaró la voz y se recolocó las gafas. A veces, cuando se sienta o cuando termina de hacer un esfuerzo, su voz se encoge un poco. Me explicó —mientras me comía un pedazo de pastel— que yo ya era un hombrecito y tenía que empezar a asumir responsabilidades.

Había llegado el momento de saber la verdad. Sus palabras venían cargadas de cabellos blancos. Podía sentir que en ellas había mucha vida vivida. Era una conversación seria, y por eso le presté mucha atención. Me habló de mi padre y me contó cómo, esa tarde en la oficina tributaria, se metió en un libro, y cómo no volvió a saberse más de él (hasta entonces yo pensaba que la tragedia de mi orfandad paterna se debía a una enfermedad del corazón. «Tuvo un infarto», había oído siempre).

Al parecer él ya lo había previsto, y sospechaba que podía perderse en un abismo de letras. Por eso ocultó sus libros en el ático de mi abuela. La biblioteca de mi padre había estado esperándome doce años, todos aquellos libros aguardando en los estantes. Mi padre le había entregado la llave de su reducto literario a mi abuela. «Dásela cuando consideres que él ya pueda leer mi ático de libros», le dijo unas semanas antes de partir hacia aquel mundo de letras.

Mi abuela me entregó la llave con solemnidad. En ese ático encontraría todos los libros de mi padre, incluso La isla del doctor Moreau, que fue la puerta que usó para entrar en el mundo literario. Recibí el regalo extremadamente nervioso. Por fin iba a conocer a mi padre, iría tras él, recorrería las palabras que él había recorrido, quizá lo encontrase agazapado tras una frase, o entre los personajes de una novela. O eso creía.

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Autor: Alfonso Cruz. Título: Los libros que devoraron a mi padre. Editorial: Blakie Books. Venta: Amazon y Fnac

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