De Agota Kristof se ha publicado prácticamente todo en nuestro país. Desde la trilogía de los gemelos Claus y Lucas (El gran cuaderno, La prueba, La tercera mentira), que la catapultó a la fama internacional, a la colección de relatos No importa, pasando por su novela Ayer o su relato autobiográfico La analfabeta. Su obra teatral permanecía sin embargo silenciosa, silenciada, en español.
El teatro de Kristof marca el inicio de su carrera literaria internacional. Sus obras, representadas al principio en pequeños cafés de Neuchâtel, en Suiza, han sido llevadas a los escenarios de Francia, Austria, Japón o Alemania. La autora aborda en ellas, escritas en su mayoría en la década de los 70, los “monstruos” que la rondarán a lo largo de toda su vida: las fronteras, la violencia, las fronteras, la identidad, las fronteras, el desarraigo, las fronteras, la soledad, las fronteras, la voluntad de vivir y la convicción de que es en vano. Las fronteras, tanto físicas como metafóricas, estarán siempre presentes en su obra literaria, especialmente en la teatral.
Nacida en Hungría el 30 de octubre —como su personaje Lucas en El gran cuaderno— de 1935, Agota tiene tres años cuando estalla la Segunda Guerra Mundial. Su primera infancia se desarrolla en Csikvánd, “un pueblecito que no tiene ni estación, ni electricidad, ni agua corriente, ni teléfono” [1] y donde la pobreza y el hambre están omnipresentes. Su padre es el único maestro del pueblo y, hasta que es llamado a filas, la “castiga” con frecuencia a leer, lo que ella ya sabe hacer con solo cuatro años.
Cuando tiene nueve, en 1944, un año antes de que finalice la guerra, su familia se traslada a Köszeg, la ciudad cuyo nombre comienza con la misma letra que la ciudad de K. de la trilogía de los gemelos.
A los catorce es ingresada en un internado, mitad cuartel mitad convento, en Szombathely, muy cerca de la frontera austro-húngara. “Separada de mis padres y mis hermanos, ingreso en un internado de una ciudad desconocida, donde, para soportar el dolor de la separación, solo me queda una solución: escribir” [2].
En la escuela empieza a sacarse unas monedas organizando representaciones de obras que escribe ella misma. Son pequeñas piezas en las que se imita a los profesores. Tienen éxito, mucho, y los espectadores se amontonan para verlas. Agota decide repetir el experimento en el internado y, por las noches, su troupe va de dormitorio en dormitorio. Las actrices reciben dinero y alimentos, pero la gran recompensa de la autora es “la felicidad de hacer reír” [3].
Kristof es buena alumna, destaca especialmente en matemáticas, sin embargo a los dieciocho se casa con su profesor de historia y abandona los estudios. La falta de recursos y formación la llevan a trabajar en una fábrica textil.
En 1956, con veintiún años, atraviesa ilegalmente la frontera hacia Austria con su marido —implicado en la revolución contra el régimen pro-soviético— y su hija de cuatro meses. Solo lleva con ella dos bolsas: una con biberones, pañales y algo de ropa para el bebé, y otra con varios diccionarios de alemán, pensando que se instalarán en Austria. Al otro lado del telón de acero quedan su familia, sus primeros textos, sobre todo poemas, y el diario donde hablaba de sus desgracias en una escritura secreta.
Acogidos en un primer momento en un centro de refugiados de Viena y luego en Lausana —donde los empresarios industriales buscaban mano de obra barata— la autora, su marido y su hija serán finalmente enviados a Valangin, cerca de Neuchâtel, en Suiza, donde Agota vuelve a encontrar el mundo fabril: trabaja en cadena durante diez horas al día en una fábrica de relojes situada en la pequeña localidad de Fontainemelon.
La escritora ve este período como un desierto. Desierto social, desierto cultural. Jornadas de trabajo tristes, veladas silenciosas, salario miserable. Aislamiento. Soledad. Algunos de sus compatriotas no lo resisten: “Cuatro personas, que formaban parte de mis conocidos, se suicidaron durante los dos primeros años de nuestro exilio. Uno, con barbitúricos; otro, con gas; y dos más con una soga. La más joven tenía dieciocho años. Se llamaba Gisèle” [4]. Esos suicidios, que parecen una enfermedad infecciosa que se propaga entre los refugiados, inspirarán más tarde su obra de teatro La epidemia.
Por las noches, después del duro día de trabajo y de haber acostado a su hija, sigue escribiendo poemas en húngaro. La monótona cadencia de las máquinas la ayuda a encontrar el ritmo para sus versos. Su poesía es publicada en una prestigiosa revista dirigida por un grupo de disidentes húngaros, pero pronto abandonará el género y la lengua.
Con veintiséis años deja de trabajar para ocuparse de su familia y, tras seguir unos cursos de francés, comienza a escribir teatro en esta lengua. El teatro es para ella un ejercicio lúdico que le permite familiarizarse con el idioma. “Empecé escribiendo obras de teatro. Resultaba más sencillo: los diálogos eran similares a lo que oía a mi alrededor. No tenía que hacer descripciones: solo había que incluir un nombre antes de la intervención de cada personaje. Funcionó bien. Mis obras se representaron en pequeños teatros de los alrededores de Neuchâtel y después en la radio. […] Cuando empecé a escribir El gran cuaderno era como si escribiera escenas de teatro” [5].
A partir de entonces la autora renuncia al húngaro y a la poesía como medios de expresión literaria. Escribir en francés, el idioma que le habían impuesto el destino, la suerte, las circunstancias, es otra forma de exilio. Esta lengua extranjera —“enemiga”, como ella dice— le sirve también para liberarse de sentimentalismos idiomáticos y afilar su escritura, siempre en búsqueda de la palabra justa, esencial.
Pasa una rata será su primera pieza teatral. A esta le seguirá John y Joe, la primera escenificada, que se presentó en el Café du Marché de Neuchâtel. “Así comienza mi «carrera» de autora dramática. El éxito de esta obra, representada durante varios meses, me proporcionó en aquella época una gran felicidad y me animó a seguir escribiendo»” [6].
Agota escribe y escribe, a mano, sin preocuparse de su ortografía, un poco como le viene, sobre cualquier superficie: hojas de papel, trozos de cartón, facturas, reverso de las cartas recibidas… también en cuadernos. Cuando considera que ya tiene suficiente material, utiliza su máquina de escribir para filtrar y ordenar sus textos.
Desde 1972 se dedica a escribir teatro al ritmo de prácticamente una obra al año. Sus manuscritos, sin embargo, envejecen encima de una estantería. Por suerte, alguien le recomienda que envíe sus textos teatrales a la radio. Entre 1978 y 1983 la Radio Suiza Francófona estrena cinco de ellas, que serán leídas por actores profesionales. Esas primeras obras aparecerán firmadas con el seudónimo de Zaïk —el apellido de su abuela materna, de origen checo— pues quiere evitar la frecuente asociación de su nombre con el de Agatha Christie. Unas veces firma Zaïk, otras Zaïk Kristof, algunas incluso como Kristof Zaïk. No firmará como Agota Kristof hasta la llegada de El gran cuaderno.
El estilo breve, conciso, implacable y minimalista de la escritora empieza a fraguarse en su teatro. El minimalismo de su palabra se deja también ver en los decorados que, al igual que las referencias espaciales y temporales, se reducen al máximo. En algunas obras indica “puede representarse sin decorado”. La autora evita las referencias que puedan distraer al espectador, situarle en un contexto determinado. Todo es superfluo frente a la palabra, que se convierte en el principal medio de transmisión. El monstruo termina con uno de los personajes diciendo:
“Esto sucedió aquí o en otra parte
En alguna parte
Una vez
Hoy ayer o mañana”.
Los textos teatrales de Kristof ofrecen una visión lúcida y despiadada del mundo: un mundo dominado por la violencia, la soledad, la vanidad, con escasos momentos de ternura y cuyos protagonistas no inspiran compasión, empatía ni simpatía, sino más bien desasosiego e incomprensión.
La ausencia de nombres propios en varias de sus obras despoja además a sus personajes de una de las principales marcas de identidad. En Pasa una rata, por ejemplo, el nombre deja de ser algo inamovible, cambia según las circunstancias. En La carretera, los personajes son meras cualidades: Cantante, Jardinero, Bailarina, Mujer triste, Mujer alegre, Número 1, Número 2… En La hora gris, simples entes: Ella, Él. Trata así de transmitir la insignificancia del individuo, la ausencia de verdad absoluta, lo aleatorio de la identidad.
En su adolescencia Agota había escrito teatro para “hacer reír”. En la edad adulta recurre a la fantasía, la alegoría, el humor negro o lo grotesco para interpelar al lector acerca de los temas que le preocupan y de los que todavía se habla poco en los años 70: violencia de género, gestación subrogada o ecología. Su teatro se inscribe en una tradición muy húngara, mezcla de dadaísmo y farsa grotesca, en la que se recurre al humor para incomodar. El humor de sus textos puede provocar una sonrisa helada, a lo sumo sarcástica, pero nunca una reconfortante carcajada. La escritora se vale de la burla, la farsa o el cinismo para denunciar monstruosidades como la violencia de los regímenes totalitarios o las veleidades del poder absoluto. La monstruosidad es para la autora la máxima expresión de lo absurdo y tema recurrente en su teatro. Los hombres autómata de La carretera, el príncipe-marido-verdugo de La llave del ascensor, el monstruo de El monstruo, la locura de La epidemia.
Si hubiera sin embargo que resumir el teatro de Agota Kristof en un solo tema, este sería sin duda la frontera. La frontera que no puede ni debe atravesarse: en caso de que algún personaje ose hacerlo, su acto pondrá en marcha un mecanismo de consecuencias imprevisibles. En Pasa una rata, los personajes cambian de identidad al traspasar la frontera de la habitación; en El monstruo, acabar con el monstruo, y así con la frontera, conlleva la aniquilación de la población; en La carretera, una de las preferidas de la escritora —que se declaraba enemiga de los coches—, las carreteras, al igual que las fronteras, despedazan el mundo. La frontera está siempre ahí, como una imagen fantasmal, como un deseo permanente de franquear lo infranqueable.
Zaïk se sirve del teatro para experimentar, zarandear, desconcertar. Juega con el espectador, también al escondite, deslizando guiños y retruécanos en sus textos. El nombre de Bredumo, por ejemplo, protagonista de Pasa una rata, es un acrónimo de Brecht, Dürrenmatt y Molière, tres autores de los que bebe el teatro de Kristof. Zaïk es el nombre de un hombre hecho prisionero a pesar de ser, como tantos otros, inocente. Los versos que pronuncia el personaje de Roll, “Ayer todo era más hermoso…”, al que otro personaje le prohíbe escribir versos, abrirán más tarde la novela Ayer… El teatro de Agota Kristof da muchas pistas de lectura para sus obras posteriores.
La autora produce un total de veinticuatro piezas teatrales, hoy depositadas en los Archivos Literarios Suizos, que también custodian su correspondencia, los manuscritos de sus novelas, sus libros y fotografías familiares además de su vieja máquina de escribir y su diccionario húngaro-francés. Ocho, las más representativas y representadas, son publicadas por vez primera en 1998 por les Éditions du Seuil. Editorial Sitara ofrece en estos dos volúmenes dichas obras, traducidas al español por el escritor José Ovejero.
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Autora: Agota Kristof. Títulos: El monstruo y otras obras y La hora gris y otras obras. Editorial: Sitara. Venta: Amazon
[1] «Indicios», La analfabeta. Agota Kristof. Todas las menciones a la obra corresponden a la traducción de La analfabeta: Relato autobiográfico, publicada en España en 2015 por Alpha Decay.
[2] «De la palabra a la escritura», La analfabeta.
[3] «Payasadas», La analfabeta.
[4] «El desierto», La analfabeta.
[5] Le Magazine Littéraire Nº 439. Febrero de 2005.
[6] «Cómo hacerse escritor», La analfabeta.
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