Nuestra historia reciente ha abordado de forma exhaustiva el capítulo de los “Niños de la guerra”. Decenas de ensayos, centenas de artículos y unas cuantas novelas recogen la odisea de aquellos vástagos de familias republicanas que fueron enviados a la Unión Soviética durante la Guerra Civil y que, hasta la muerte de Stalin, serían formados como las futuras élites del comunismo más allá de los Urales.
Pero muy pocos saben que entre 1949 y 1951, la España de Franco también tuvo sus “Niños de la Guerra”. Un contingente de 4.000 refugiados que, en distintas oleadas, serían acogidos por familias españolas.
Estos días sale a la luz la interesante obra de la Editorial Actas Los niños de la mantequilla, que aborda lo que, hasta la fecha, había sido un episodio casi ignoto. Todo un acontecimiento sociohistórico en la España de finales de los años cuarenta, y que, por distintas razones, permanecía en el olvido.
El curioso título del libro responde a Butterkinder, el sobrenombre con el que se les conoció en Europa, ya que, como comenta su autor, “era lo primero que pedían al bajar del tren”. Javier Más (Castellón, 1971) es doctor en Historia Contemporánea y miembro de la Real Academia de Cultura Valenciana. Su trabajo investigador se ha centrado en la II Guerra Mundial y la posguerra española y entre sus últimos ensayos, destaca el libro Nazis en España, publicado también en la Editorial Actas, que aborda la importancia de la quinta columna alemana y la conexión republicana de Hitler para acabar con Franco en nuestro país.
Un marco desolador
El autor enmarca el desarrollo del tema en la terrible situación de la posguerra, donde una Centroeuropa destrozada, y en manos de las potencias vencedoras, se ve asolada por hambrunas, inviernos helados sin leña, epidemias y falta de medicamentos, con especial gravedad de insulina y penicilina. En 1947 había aún veintiún millones de personas desubicadas en Europa. El caso de Austria era paradigmático. Al ruinoso estado del país se unía la alimentación de tres millones de personas “transeúntes”: soldados alemanes, aliados, liberados de campos de concentración, exprisioneros de guerra… junto a un panorama dantesco de decenas de miles de enfermos de tuberculosis. Una terrible coyuntura que hacía estragos en los niños, cuyo sistema inmunológico se debilitaba de manera exponencial aumentando vertiginosamente sus tasas de letalidad, que cuadriplicaban las cifras anteriores a la guerra.
Las malas condiciones higiénicas les hacían padecer sarna, tiña, impétigo, conjuntivitis y piojos. Proliferaban enfermedades carenciales como edema del hambre, pelagra, escorbuto, xeroftalmia, raquitismo o beriberi, y las infecciones se convertían en epidémicas: tifus, difteria, meningitis, escarlatina, poliomielitis… Pero lo más devastador era la tuberculosis, la enfermedad infantil más extendida y mortal.
Fue esta situación y la absoluta indefensión de los niños lo que espoleó y removió las conciencias de Europa, una situación de excepción que exigía métodos distintos a la caridad tradicional. Y así se gestó, casi sobre la marcha, el “Programa de Acogida de Niños Centroeuropeos” una gran campaña de ayuda dirigida a niños austríacos, checos y polacos, que serían acogidos temporalmente por países europeos sin distinción de ideologías.
Uno de los grandes obstáculos fue la dificultad de relaciones diplomáticas, que eran inexistentes entre algunos de los estados implicados, que se solventó recurriendo a una tercera vía, el Vaticano, y Pío XII se convertiría en el gran interlocutor entre naciones. Con su intervención se consiguió articular un efectivo corredor humanitario que permitiría evacuar a 80.000 criaturas afectadas por los horrores de la guerra, la mayoría huérfanos, con problemas de desnutrición y distintas patologías.
Cáritas fue la organización que lideró el proyecto, que fue asignado a distintas instituciones; en España, al Auxilio Social y a Acción Católica.
Las edades de los niños oscilaban entre los 6 y 12 años. Muchos padres biológicos ignoraban en un primer momento el país de destino y los hogares a los que irían sus hijos, pero ante la certera posibilidad de que sus vidas fueran cercenadas por el hambre y la enfermedad, antepusieron su supervivencia a cualquier incertidumbre. Además se aseguró a los progenitores que la acogida tendría un carácter temporal. «Mi madre me dijo: “Vas a hacer un largo viaje, pero allí te espera una familia que te cuidará y te dará mucho de comer». La promesa de comida fue suficiente, yo siempre tenía hambre», recuerda una de las niñas de entonces.
Javier Más vislumbra cómo este mar de urgencia, desconocimiento e implicación de varios países, tanto por activa —acogimiento— como pasiva —la salida y tránsito— no impidió que la operación fuera todo un éxito.
El caso español
Curiosamente, en España existía un peculiar antecedente. El movimiento esperantista español, a título particular, se había hecho cargo de la acogida de 330 niños de Estiria (Austria) tras la Primera Guerra Mundial.
Franco se incorporó al “Programa de Acogida de Niños Centroeuropeos” con un generoso ofrecimiento para acoger también a niños de Austria. Que fueran austriacos no era baladí: profesaban la religión católica y además unían a las naciones lazos seculares de hermandad, al haber sido gobernados por la misma dinastía, la Casa de Austria. Y en su línea, Franco exhorta a “ayudar a las víctimas de la contienda y de la persecución comunista«. Y para dar ejemplo, asiló a tres niñas en El Pardo: Ingrid, Elene y Martha.
Javier Más relata cómo el viaje a España no fue fácil; largas jornadas en tren, de cuatro días y tres noches en viejos ferrocarriles con asientos de madera. Austria, desde 1945, estaba dividida en cuatro zonas de influencia: Francia, Gran Bretaña, EEUU y la URSS. Las tres primeras se fusionaron, lo que impuso en la parte ocupada por la URSS una frontera: la línea Semmering, que debían atravesar los convoyes. Aunque Stalin había aprobado el Programa de Acogida de Niños Centroeuropeos, exigía para su paso severos sistemas de control. Todos debían llevar el pasaporte y sus datos visibles en una gran tarjeta de identificación. Aún más exhaustivos eran con los intérpretes, obligados a portar documentos y visados que eran escrutados con rigidez por los soldados soviéticos.
Una vez superados los controles y el registro de los vagones, los trenes continuaban su ruta hacia España. Atravesaban el norte de Italia y hacían una breve parada en Milán, donde las autoridades religiosas, por orden del Vaticano, revisaban la situación de los refugiados. Para no ralentizar el viaje, las vituallas se consumían durante los trayectos. Desde Italia, pasaban a Francia a través de la Costa Azul, que dejaba impresionados a los que no habían visto el mar. Debe hacerse una mención especial a los niños cuyo destino era Portugal: las autoridades civiles y religiosas españolas se volcarían en que llegaran en las mejores condiciones. Ya en Irún, la primera parada en España era en Pamplona, con testimonios gráficos plasman la recepción en la presencia de las autoridades españolas y de la Princesa de Borbón-Parma.
Distintas ciudades y pequeñas villas y pueblos de España acogieron al contingente, pero ¿por qué de las miles de solicitudes de toda España fue Pamplona, y las familias tradicionalistas, las principales destinatarias? ¿Estuvo implicado el carlismo por razones religiosas o fue mera casualidad? No hay datos. Austria históricamente había mantenido fuertes lazos con el carlismo, y además, en estas fechas, el pretendiente don Javier era consejero personal de Pío XII, gran aval, como hemos comentado, del proyecto humanitario.
La recepción de los niños
Javier Más en su libro narra con detalle cómo aquellos niños rubísimos y famélicos llegaban a las estaciones cansados, débiles y desconcertados, sin conocer el idioma. Los jóvenes de Acción Católica y el Auxilio Social se encargaban de acompañarles hasta que eran alojados en sus nuevos hogares.
La iniciativa contó desde el primer momento con el respaldo de la sociedad española. Reflejo de ese apoyo fueron los numerosos reportajes de prensa. «Todos ellos se muestran muy satisfechos y contentos —contaba El Correo de Zamora—. Vienen muy aseados, pero vestidos con prendas ajadas por el uso. Ya han recibido ropas nuevas, que sus hospitalarios protectores se han apresurado a adquirirles». Durante su estancia se publicarían noticias de los actos de bienvenida y despedida y de los eventos sociales en los que participaban.
El Ministerio de la Gobernación, a través del Ministerio de Asuntos Exteriores, tramitó la recepción. Organismos públicos y empresas privadas realizaron donaciones, y el estado impuso una sobretasa postal de 5 céntimos para este proyecto humanitario, como hacía episódicamente para la promoción de viviendas sociales o en caso de catástrofes.
Las familias de acogida eran las responsables de la alimentación, vestido, educación y alojamiento, y no recibían ninguna asignación por ello. Aun así hubo muchas peticiones, que sobrepasaron en número a los niños de acogida. Curiosamente, no fue el nivel económico el filtro de selección: Cáritas España y Cáritas Austria, al alimón, primaron entre las solicitudes a las familias más numerosas y aquellas que reunían valores de “moralidad acreditada”. De la asistencia médica se ocupaba directamente el estado, y se llevó de forma rigurosa, con controles diarios, que irían espaciándose a medida que los niños mejoraban.
Pero sus primeros días no fueron sencillos, ni para ellos ni para sus nuevas familias. Las guerras proyectan su destrucción en todos los ámbitos de la vida de un niño y tienen efectos físicos, emocionales, cognitivos y sociales. Y aunque los niños con enfermedades graves no habían viajado, muchos llegaban tan desnutridos que les costaba trabajo comer a causa del hambre sufrida, y sus estómagos eran incapaces de digerir la comida, por lo que vomitaban sin parar, para desesperación e impotencia de los padres de acogida. La subalimentación y la malnutrición habían minado su resistencia a las enfermedades, y problemas menores de salud se complicaban por la falta de defensas. Al shock de la separación de los suyos, una gran mayoría dormía mal, inquietos y con miedo por los bombardeos, y mostraban hipersensibilidad a sonidos estridentes. Una “hermana” española recuerda la desolación de uno de los niños al oír los cohetes en la feria del pueblo.
Dos realidades
Pero pasado el periodo de aclimatación, el relato de Javier Más en Los niños de la mantequilla da un giro, y la singular aventura que unió a nuevos padres y nuevos hijos se convierte en un relato delicioso. Aparecen las anécdotas más sensibles, reflejo del choque de dos culturas y sobre todo de dos realidades tan opuestas: la hambrienta y devastada Austria frente a la tranquila y para ellos “abundante” España.
La situación de guerra es, por su naturaleza, traumática para un niño: la psicosis colectiva, haber sido testigos de bombardeos, huidas precipitadas, muerte de seres queridos, crueldades y destrucción. La España de entonces se convierte en el mejor remedio para el estrés postraumático. Un bálsamo para el cuerpo y para el alma. Naranjas, plátanos, melocotones, los dulces, el aceite de oliva, el mar, la escuela, el sol, baños en albercas, ríos y playas, la comunión, celebraciones familiares, las sencillas fiestas de los pueblos… Como esponjas, muchos llegaron a aprender español en un tiempo récord. Todo era novedad para aquellos niños que decían sentirse en un país de jauja o “en el país de la felicidad”.
España atravesaba su propia posguerra, aislada y en plena subsistencia
Javier Más destaca en sus páginas cómo se volcó la sociedad española, y la hoy manida palabra “ empatía”, (ponerse en el lugar del otro) adquirió plena carta de naturaleza. España, apenas una década atrás, había vivido su propia guerra y también atravesaba su posguerra, aislada y en plena subsistencia. Pero ello no fue freno para la efervescencia del gran espíritu solidario y la generosidad que gravitó en todo el episodio. La España en blanco y negro de los años 40 se tornó en color ayudando a estos pequeños, que encontraron en estas familias una cálida hospitalidad que supieron agradecer durante décadas en sentidas cartas, una corriente de ilusión bidireccional que se rastrea también en los recuerdos y la fluida correspondencia mantenida con las familias biológicas, a las que se informaba de todos los progresos de los niños, y que muestran la total transparencia del proyecto y el agradecimiento muto.
Pese al supuesto carácter de propaganda y de haberse desarrollado en el marco político de una dictadura militar, los niños jamás fueron objeto de ningún tipo de aleccionamiento ideológico —lo que sí pasó desde su llegada con los niños de la guerra en territorio soviético—. En otros países de recepción, como Bélgica, la acogida no fue tan beatífica y hubo muchos casos en los que se proyectó el resentimiento anti-alemán sobre los niños, hijos de sus antiguos enemigos.
Tras su estancia en España, que como se prometió fue temporal, sin casos de obstruccionismo en las familias adoptantes, la inmensa mayoría regresaron a Austria con su petate llenos de regalos y muy “sanos y salvos”, algunos duplicando su peso corporal, tanto que a su llegada, algunos padres no los reconocían. Sólo en puntuales casos se tramitó la adopción por orfandad o de acuerdo con los padres biológicos.
Balance del Programa de Acogida de Niños Centroeuropeos
Los escasos investigadores que se han acercado al tema insisten en que fue “una maniobra política para proyectar una imagen” y que “la acogida se instrumentalizó políticamente como una victoria frente al comunismo internacional y la “barbarie soviética”. La realidad es que si fue así, su impacto propagandístico tuvo muy poco recorrido. Menos credibilidad tienen las teorías que afirman que Franco los ayudó porque eran “niños arios productos de experimentos eugenésicos nazis”, como delirantemente llega a afirmar una página de un organismo institucional.
El Club Encuentro, organización europea con sede en Viena, agrupa a los niños que participaron de este plan de salvación, y publica en su página oficial: “El tiempo pasado en las familias españolas fue crucial en el devenir de nuestras vidas, y hasta hoy España representa una segunda patria, a la que profesamos una enorme gratitud”. De hecho, aunque la historia haya olvidado este episodio, la embajada española en Austria patrocina actos que mantienen viva esta relación. La presidente del club va más allá: “Fuimos uno de los elementos esenciales en la fundación de la Unión Europea”
Y es que el Programa de Acogida de Niños Centroeuropeos tuvo para España implicaciones internacionales que desbordaron los aspectos estrictamente sanitarios. Salieron fortalecidas las relaciones con Portugal —por la exitosa coordinación ibérica del viaje— y también con el Vaticano, que pese al gran peso del catolicismo en el régimen mantenía con el dictador cierta ambigüedad. Pero quizás lo más importante fue que supuso la primera acción internacional del gobierno de Franco tras el aislamiento. El proyecto humanitario permitió a nuestro país dar un salto para entrar en la órbita de EEUU, abrir nuestras fronteras y ser una pieza del nuevo orden internacional nacido tras la Guerra Mundial.
Javier Más, a lo largo de la obra, cuya lectura resulta amena y trepidante, explica que en el Programa de Acogida de Niños Centroeuropeos primó la emergencia sanitaria, y todo se realizó con celeridad. Pese a ello, entonces, y a día de hoy, se corrobora que los resultados fueron extraordinarios. Los miles de niños en acogida española no sólo salvaron sus vidas, sino que pusieron de manifiesto la capacidad solidaria de nuestro país, ejemplificado en las familias que los acogieron con corazón y altruismo en una época no demasiado boyante.
Durante estas décadas no se ha publicado un solo testimonio austríaco o español que ensombrezca este panorama. Tal vez aquí radique la ausencia de bibliografía: la truculencia es más atractiva desde el punto de vista histórico y literario. Las historias felices no venden, y más, si cabe, si tuvieron lugar dentro de la oprobiosa dictadura franquista. Los niños llevaron a España en su recuerdo como lo mejor de su infancia, un “estar en el cielo”, en contraste con el infierno de una Viena de posguerra, llena de escombros, hambre y muerte.
Porque sobre todo, aunque pese a algunos, el libro narra toda una odisea humanitaria “con final feliz” en el eslabón más vulnerable de las víctimas de una guerra. La clave es ¿por qué este episodio ha permanecido oculto en la historia de España? Dejamos al lector que conteste a la pregunta. En el libro de Editorial Actas encontrará todas las claves que le permitirán responder al enigma de este manto de silencio sobre los llamados “Niños de la mantequilla”.
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