Estas navidades he tenido un motivo extra para regresar a Galicia: el Manuscrito Vindel. Para acabar de redondear tanta emoción, la tarde del 26 de diciembre, mientras lo admiraba, entró el huracán Bruno y se armó la de Dios es Cristo.
E irei, madr’, a Vigo…
El huracán chillaba como una criatura y paralizó barcos y puertos, ciudades y tráfico desde Algeciras hasta Brest. Visto a través de las cristaleras del Museo del Mar, resultaba un espectáculo vibrante.
Ondas do mar de Vigo…
En las mismas narices del manuscrito, y delante de las siete cantigas que hace ocho siglos ya evocaban estas olas y este mar, Bruno convocó montañas de espuma, turbiones de lluvia y ventarrones por encima de lo normal.
Ondas do mar levado…
El Museo del Mar se encuentra en Bouzas, antaño aldea mariñeira y hoy barrio del San Francisco español del Atlántico; en Bouzas no se mece a los niños en cuna, berce, sino en un optimist, y el que no sale marino se mete a músico. Impresionado por la ira desatada de Bruno, me dio por pensar que el misterioso autor de estas cantigas, Martín Codax, sería uno de Bouzas que, buen conocedor de la mar, se metió a trovador.
Mia irmana fremosa, treides comigo
a la igreja de Vigo u é o mar salido
e miraremos las ondas.
Esto en español actual vendría a ser, y perdonen la osadía, “mi hermana bonita, vente conmigo / a la iglesia de Vigo, donde está el mar bravío, / a ver juntos las olas”. Al poeta le faltó añadir “porque no habrá nadie”. Menudo pájaro: Martín Codax sabía más dormido que yo despierto. Y me pregunto si con eso de la “igreja de Vigo” no se referió a la parroquial de Bouzas, que ya no es la capilla que pudo haber conocido él, pero que se levanta en el mismo sitio, seguro. Eso sí, a un prudente centenar de metros de “as ondas do mar levado” gracias a los rellenos de Obras del Puerto. Por entonces, la “igreja” se enfrentaba valerosa a las olas na mesma beiriña do mar, no en vano los más viejos del lugar cuentan, y no paran, que hasta hace sólo unas décadas las olas “besaban” el atrio. A mí se me ponen los congliostros de corbata y recuerdo la placa de piedra que reclama al visitante “una oración” por cuantos “perdieron su vida en el mar”. Con el mar, poca broma por aquí.
Treides vos mig’ a lo mar levado.
A estas alturas se preguntarán ustedes qué es eso del “Manuscrito Vindel”. Pues un pergamino que descubrió en Madrid el librero Pedro Vindel (1865-1921) y que puede verse por primera vez en este rincón que hace quinientos años supo en primicia mundial que era posible cruzar el Océano. Pero si van a venir, háganlo ya: en marzo “el Vindel” se vuelve a la Morgan Library, en Nueva York, donde tiene su casa, y abandona esta orilla por segunda vez en su ajetreada vida. Es difícil asegurar que para siempre, pero me malicio que para unas cuantas décadas: hasta que en otro mundo, en el impreciso futuro, otras personas, que igual no han nacido todavía, gestionen una nueva exposición a este lado del Atlántico del llamado “Manuscrito de Vindel” o “Pergamino Vindel”.
En el último cuarto del XIX, iniciada la Restauración, Vindel dejó atrás su pueblo buscando en Madrid un lugar en el sol. Era joven, se ganó la vida en el Rastro, aprendió a leer y escribir, las cuatro reglas y cuanto un comerciante necesita saber. Se labró un prestigio y una posición, y con el tiempo llegó a tener establecimiento abierto en la calle del Prado, tal vez en el local donde se halla hoy la tienda-taller de maletas Varela, frente a la embocadura de la calle del León. Un día, en vísperas de la Primera Gran Guerra, el encuadernado de cierto volumen que tenía a la venta llamó su atención. Señala la erudita Mariña Arbor, en el libro-memoria de la presente exposición, que se trataba de un manuscrito del siglo XIV con el De Officiis, de Cicerón. Corría 1911, Vindel lo retiró de la circulación y hasta 1913 no volvería a incluirlo en su catálogo. ¿Qué pasó en esos dos años?
Uno ve a Vindel en su casa de la madrileña calle de Cervantes, ubicada en el inmueble que fuera en su día vivienda de Lope y hoy alberga la casa-museo del Fénix, mostrando el De Officiis a encuadernadores de confianza. Debieron de ser semanas, quizá meses, de actividad febril. La pesquisa concluiría con una delicada autopsia del De Officiis en el taller de uno de aquellos encuadernadores. Allí, ante los ojos asombrados de Vindel y su colaborador, volvió a la luz, tras un largo viaje de siglos, el bello pergamino manuscrito con la obra completa de Martín Codax. Estaba oculto en las guardas y si ninguno de los dos podía apreciar el contenido del texto, ambos vieron de inmediato que el esmerado trabajo gráfico del siglo XIII hacía del pergamino pieza de caza mayor. El catedrático de literatura galaico-portuguesa en la Universidad Central de Madrid, don Víctor Said Armesto, fue el primero en identificar lo que había allí y colijo que se caería de culo. El pergamino que don Pedro Vindel sometía a su consideración reproducía las cantigas de Martín Codax ya recogidas, junto a otras muchas composiciones de autoría diversa, en dos cancioneros del siglo XV rudamente manuscritos que reposaban, y aún reposan, en la Biblioteca Nacional Portuguesa y en la Biblioteca Vaticana. El pergamino hacía retroceder dos siglos la datación de Martín Codax, así como presumir que fue autor de especial éxito. Además se erigía en uno de los más antiguos testimonios del romance latino que ha terminado dando las hablas de la franja occidental de la península y que hoy se usan también en Brasil, Angola, Mozambique, Macao y, en competencia con el español, en el sollado de la marina de guerra española. Bueno, y en ruda competencia con el inglés, en todos los barcos del mundo. El hoy conocido como Manuscrito Vindel es un delicado trabajo de artesanía que en el siglo XIII raramente se consagraba a textos profanos. Y que tuvo que costar un dinero. ¿Quién o quiénes se tomaron tantas molestias por unos textos tan poco santos?
La naturaleza y razón de ser del Pergamino Vindel siguen siendo un misterio. En 1918, su descubridor se lo vendió al diplomático don Rafael Mitjana y Gordón, que se lo llevó a Suecia. Allí permaneció, a salvo de la Guerra Civil Española y la II GM, durante sesenta años, una vida, hasta que en 1977 pasó a la Morgan, que lo conserva con devota entrega como el inmenso tesoro cultural, y también económico, que es.
A las siete de la tarde, los vigilantes del museo recorrieron las salas recordando que era hora de cerrar. Bruno se hallaba en su apogeo y un estremecimiento solidarizó a cuantos debíamos someternos a su intemperancia. Era imposible abrir una puerta sin que un chorro de aire y agua conmoviera las columnas aullando como un demonio. “Tengo coche, voy al centro y puedo llevar a cuatro personas”, anunció, generoso, un caballero. En el vestíbulo se trabaron varias relaciones de este tipo. Uno, que es de natural discreto, pidió a los vigilantes que llamaran un taxi, a lo que accedieron con gusto: hubieran hecho el pino con las orejas con tal de vernos a todos en la calle de una puñetera vez.
La estación marítima estaba cerrada, a choiva y el vendaval zurraban las cuestas, —o vento que zoa, escribiera Rosalía—, y juzgué excesivo pedirle al taxista que se aventurara a cruzar la ria y el viejo puente que, por cierto, Rajoy “inauguraría” unos días después, según los periódicos: para que te fíes de la prensa. Varado en la desapacible comodidad de un hotel, mientras el viento bramaba y la lluvia caía igual que si hubiéramos pecado, me vino a los labios la elaborada, conmovedora y significativa metáfora que ha otorgado la inmortalidad a Martín Codax: la pregunta que, como una oración, una chavala asustada dirigió hace ocho siglos a otra tormenta apocalíptica. Y comprendí que en esa aparente simpleza reside el secreto del Pergamino Vindel. En la profana certeza de que el amor nos salva. Yo que sé: de la soledad, del miedo al temporal y hasta del horror de sabernos vivos.
Ondas do mar levado,
se vistes meu amado?
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