De repente tienes tiempo y algo de dinero. Puedes permitirte ver canales de pago, a los que al principio te entregas con ansia atrasada, pero acaban pareciéndote iguales y te dices algo así como “si no los veo tampoco pasa nada, de hecho hasta hace bien poco…”. Paseas, vas al cine y al teatro (cómo no), preparas con cuidado la cena (aquí los cubiertos, delante el vaso de cristal, el papel de cocina doblado que hace la vez de servilleta, la botella de agua fría, el pan… y enfrente la televisión para ver el telediario), no te olvidas de la siesta ni, por supuesto, del periódico (sólo faltaría).
Al principio no, pero pasados dos meses tienes ya todos los discos ordenados por géneros y alfabéticamente, más o menos como los libros. Del interior de los armarios no hay que hablar: aquí las camisas de manga larga y los jerséis, en los cajones los calzoncillos, los calcetines y algún pañuelo con la inicial cosida a hilo (que ocultan varios juegos de llaves, no sólo de la casa sino también de las de un amigo vecino), en el tercer cajón algunos cinturones que no usas pero que no te atreves a tirar (no sea que el único que te pones desde hace casi un año se rompa y te pille con los pantalones en el suelo).
Llevas a diario los zapatos limpios (es cuestión de acostumbrarse), gastas medio minuto más en buscar que cuadren camisa, jersey y pantalones, compruebas el santoral mientras desayunas, tiras la basura todos los viernes y te has asegurado de que hay papel higiénico hasta más allá de Semana Santa.
Todo lo que te parecía imposible de cumplir mientras trabajabas ahora lo llevas a rajatabla. Hasta tienes a raya los pelitos que antes asomaban por los orificios de la nariz. El coche está reluciente y presumes ante tus amigos de que aún no te has detenido a contemplar cómo una cuadrilla de obreros abre y cierra zanjas cerca de donde vives. Bueno, que no se te olvide: también te sientes orgulloso de no haberte sentado en un parque, como otros jubilados, a echar pan a las palomas, contemplar cómo juegan los niños ante la indiferencia de sus cuidadoras (más pendientes del móvil) o mirar con desdén cómo los perros de los vecinos alzan la pata para aliviarse sin el menor decoro.
Te sientes bien contigo mismo por haber dedicado algo más de tres décadas de tu vida a la sociedad, y en verdad estás convencido de que mereces la pensión que recibes cada mes (con sus pagas correspondientes). De hecho, duermes a pierna suelta la mitad de los días (¿por qué no deberías hacerlo?).
Pero yo (¿quién soy yo?) te quiero hablar de los otros días, de las otras noches, cuando ya has dormido más que suficiente, cuando ya has ido al estanco y has echado la carta semanal al buzón (cada lunes sin falta), has sellado la quiniela y no se te ha pasado la Bonoloto o similar.
Yo quisiera hablarte… Mejor: yo quisiera que tú me hablaras de las once y media de la mañana del martes en que has salido de la peluquería (cada mes una vez, te propusiste, y hasta ahora lo cumples), yo te pido que me hables de qué haces cuando ya has tomado café y leído el periódico tras la visita pendiente tanto tiempo aplazada con el dentista, yo te hablo de cuando ya leíste todo Proust (por fin).
Entonces el día, la jornada, se ha detenido, el sol se ha atascado (compruebas que al reloj de bolsillo también le ha dado por no continuar su periplo, no puede ser). Algo te paraliza. Por casualidad miras un escaparate para encontrar el regalo para un familiar (llevas cumplido el estadillo de los cumpleaños de todos los que consideras que merecen un detalle), y de repente te ves reflejado entre ofertas de relojes de pared, de carteras (la que tienes aún aguanta unos meses), de mecheros sofisticados. Estás ahí parado, huérfano. ¿Eres tú? ¿Quién es ese, a quién pertenece esa figura envejecida con ciertos rasgos tuyos?).
Y sientes pavor. No te derrumbas del todo, pero sí trastabilla tu alma. Se abre un hueco en ti con el que no contabas. Habías oído hablar de él, te dijeron algo parecido al pánico, pero tú lo rechazabas. “Eso no me ocurrirá a mí”, te decías con aplomo.
Entonces piensas que eres igual a los demás, semejante a ellos. Estás hecho de miedo e inseguridades, como tu portero (al que mirabas un poco por encima del hombro). Estás desarmado, y si alguien te preguntara en ese instante si te sientes bien, incluso le mirarías con altanería y continuarías el paseo con desdén. Pero tus pasos serían muy otros, tendrían la cadencia apenas perceptible de un hombre acabado. Acelerarías la marcha hacia casa intentando olvidar el incidente. “Esto no tiene que volver a pasar”.
Te has detenido a comprar una lechuga, un calabacín, zanahorias y dos rodajas de merluza, la barra de pan que ha de durarte tres días (no te permites menos) y has comido a la hora de ayer, frente al pequeño televisor de la cocina, atento al debate político, que se parece mucho al del día anterior.
Has bajado las persianas de tu habitación, te has metido en la cama con sábanas limpias, te has arropado, te has girado hacia el este… pero no tienes sueño. Has apretado los ojos, pero no funciona. Te has levantado para ir al baño, has regresado a la cama estando seguro de que antes de que se acabe de llenar la cisterna del inodoro ya te habrá vencido el sueño que te borre esa mínima pesadilla.
No ha sido así. Algo se ha quebrado definitivamente. No parecía posible, pero ahí está. Te dices que hay que poner remedio ante ese intruso extraño que se ha apoderado de ti. “He de ir a la farmacia para que me receten algo que acabe con este insomnio desagradable”. Lo piensas mejor, envuelto entre el edredón de oferta y decides acudir a una lejana, donde no te reconozcan. Sientes cierto pudor reconocer ante la ayudante de boticaria que te gusta que no puedes dormir como antes.
De súbito te asalta la figura de Kafka, de estar viviendo inmerso en una nebulosa diseñada hace un siglo por el escritor. “He de viajar, he de romper esta monotonía. Quizá la rutina no sea el mejor amigo del hombre”, te oyes decir en alto.
Te levantas de la cama, doblas con celo el pijama debajo de la almohada mullida y cara, te tomas un té, lo saboreas despacio con los ojos cerrados y te decides por John Coltrane para que te abra la mente hacia las calles de Brooklyn donde compraste el disco hace ya dos décadas. Entonces sí, tienes un margen de sosiego. Incluso el cigarrillo te sabe a gloria. Te sientas en el sillón donde leías a Stefan Zweig, pero te dices: “No será precisamente él quien más me convenga ahora”.
Abres el álbum de fotos familiares para encontrar refugio y calor en el pasado, buscas sin buscarlo el hilo que te devuelva a los tuyos, a la infancia, cuando la infancia no era. ¿Lloras? No, tú no lloras. No tienes por qué. Tienes amigos, pero te incomoda llamarlos a esa hora: podrían ver que en tus ojos anida una desesperación leve y casi imperceptible próxima a la desolación.
Subes despacio, con una leve cojera, las escaleras hasta el último piso. El edificio está en silencio, apenas se oye el rumor complaciente del diálogo de alguna película que un hombre solo como tú debe de mirar con parsimonia mientras come por parsimonia pastas de té.
La puerta de la terraza está abierta, sales a ese descansillo exterior y compruebas con estupor que el sol tibio de enero sigue en el mismo lugar del cielo que contemplaste horas atrás, cuando el leve incomodo de la tienda de regalos. Has comprendido que tu hora había llegado en aquel momento incierto de la mañana. Has dado un paso de más y te has dejado caer con los ojos cerrados.
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