Llevó su poesía a las páginas de los periódicos y llegó a ser durante décadas uno de los articulistas más leídos. En este texto, Antonio Gala explica la relación con su perro, a quien convirtió en un personaje popular, gracias a sus Charlas con Troylo. Escrito con sólo 45 años, le valió al autor el Premio González Ruano. Sección coordinada por Juan Carlos Laviana.
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Quizás a mí me cueste más esfuerzo y más tiempo individualizar los afectos. Quizás yo sea un egoísta que sólo actúa por correspondencia, y cuyo sentimiento es siempre una respuesta a un sentimiento ajeno: en cualquier relación cordial o simpática —en su sentido etimológico—, nunca soy yo quien toma iniciativas… O quizá yo sea un tremendo temeroso del fraude en la amistad, un exageradamente vulnerable a la decepción en ese territorio que toma precauciones. (Amistad: «afecto personal, puro y desinteresado».) Creo que aunque el amor sea otra cosa —el amor siempre es otra cosa, se hable de lo que se hable— será más verdadero cuanto más se apoye en la amistad —en lo que de desinteresada tiene la amistad— y mucho más durable.
Lo que conscientemente se llama amor no es desinteresado: persigue una posesión en exclusiva. Ya su primer peldaño, su timbrazo de alarma, es sentir un interés muy especial por alguien. De ahí que la pareja en que no exista, sosteniéndolo todo, la amistad, esté expuesta a graves intemperies. La amistad debe, como una hermana mayor y más sensata, corregir los bandazos un tanto caprichosos e incomprensibles del amor. (Amor que perdería sin esa libertad de movimiento una de sus esencias: la inseguridad, el riesgo, la exigencia de un cuido diario y minucioso.) Por desgracia no existe ninguna sociedad de seguros que garantice la permanencia del amor: en definitiva, lo que pretenden los enamorados es conseguir un fondo de compensación. Tampoco existe una sociedad que garantice la permanencia de la amistad, pero porque no es imprescindible: los préstamos en ella son a fondo perdido.
A quien no tenga perro le aconsejo no seguir la lectura de este artículo; lo malentendería. Al que no tenga perro o al que lo tenga como resultado, según lo que el otro día se escribió en un diario de Málaga: «Las escalas del español en los últimos quince años han ido desde el seiscientos al perro, pasando por el piso, por el apartamento cerca del mar, por el chalet más cerca todavía, el segundo coche y, por fin, el perro como últimos signo del poder adquisitivo del español medio». (Parece así que el perro viene a sustituir a la querida que fue signo de status en «prosperidad». Viene a sustituirla con ventaja: cuesta menos y es un objeto de disfrute familiar, normalmente solicitado por los niños, mientras que la querida —salvo ese eco de rango que imprimía— era objeto de uso personal, tan personal a ser posible como el de un cepillo de dientes).
No escribo hoy para esos «parvenus» de los perros, sino para aquellos que sé que los conocen: los que han ido adentrándose con tacto en su pequeño y delicado ámbito, rebosante de signos de amistad. Para ellos no son precisas las explicaciones: han visto y ven en los ojos de su perro la pacífica, inagotable, serena, generosa ordenación de la naturaleza. Han escuchado en los ojos de su perro una definitiva declaración, sin vuelta atrás, de entrega. Han sentido también en esos ojos un cándido reproche ante un castigo injusto (y no por el castigo, sino por la injusticia de quien lo impuso, al que esos ojos necesitan seguir viendo infalible y cuya imperfección, más que oler, sorprende).
Hoy escribo para aquellos que —incomprendidos, o solos, o vacilantes, o heridos por otro ser humano— acariciaron distraídos la cabeza de su perro y recibieron en pleno corazón un tranquilizador y antiquísimo mensaje procedente de sus ojos dorados, transparentes, purísimos. Para aquellos que a menudo cada día levantan un instante los ojos de su perro; incansables, tenaces, alimentados de mirada en mirada.
Apenas sin interrupciones, durante seis años y medio, mi perro «Troylo» ha estado junto a mí. A menos de diez metros de mí. Conoce gestos míos inconscientes que expresan mis estados de ánimo: una forma de colgar el teléfono, de encender un pitillo, de tabalear sobre una mesa, de enfundar la estilográfica, de doblar un periódico, le dan pistas certeras. El traslado de una carpeta o unos rotuladores le revelan que vamos a ir de viaje. El descruzar las piernas a una hora es para él clarísima noticia de un paseo.
Ahora tengo aquí a «Troylo» con los ojos vendados. Con los ojos enfermos y vendados. «Troylo» ha perdido todos sus poderes. Sólo porque fui yo quien le puso la venda no se la arranca: comprende que por su bien será. Pero se ha convertido en un ser paralizado, marchito, abrumado de oscuridad, pendiente de mi voz: el único sonido que puede apaciguar su corazón, que late y late desacompasadamente. Su purgatorio tan sólo se atenúa cuando reposa la cabeza en mi hombro. Entonces lanza el suspiro de su «nunc dimittis», acaricia mi cuello con sus ojos vendados y yo entiendo que ha llegado mi momento de dar.
Cuando descubras sus ojos, «Troylo» no verá ya igual que antes. Ha ido alejándose de él el mundo en el que ha vivido. La criatura para la que yo soy más preciso y amado en esta vida me dejará de ver como me vio hasta ahora. Tendrá que adivinarme más que hasta ahora. Es con los ojos de «Troylo» una época de mi vida lo que se está nublando. Acaso yo me empiezo a ver de otro modo distinto y veo de otro modo —más alejado, como «Troylo» y nebuloso— el mundo. Vuelvo acaso la vista más que nunca hacia el hombre interior. Sea como quiera, el mundo no es un jardín de rosas, y el hombre es siempre torpe. Torpe e innecesario. Me consuela —afligido consuelo— que «Troylo» aún me necesita más que ayer.
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Artículo publicado en Sábado Gráfico el 20 de septiembre de 1975.
Reproducido con la autorización de la Fundación Antonio Gala
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Recuerdo, siendo muy joven, viendo a Antonio Gala en un programa de televisión que tenía, he olvidado el nombre. “Hace encaje bolillos con nuestro idioma” pensaba cada vez que le escuchaba desgranar las palabras como uvas jugosas de racimo. Me hizo amar aun más nuestra lengua, y esa deuda le tengo.