Eugenio estuvo a punto de morir el mismo día que nació. Habría sido, quizá, una liberación. Su madre estaba sola, como siempre, y al resto los pilló en el campo, también como siempre. El médico no llegaba, todo se precipitó y la falta de riego en el cerebro hizo el resto. Daños irreparables, sufrimiento fetal, una catástrofe. Tiene cuarenta y pocos años, pero aparenta más de sesenta y todos ellos fríos, como si cada estación hubiera sido, en realidad, un invierno precipitado, uno de esos días de noviembre, después de Los Santos, cuando la niebla de Castilla empieza a bajar al valle y congela las mañanas y el porvenir. De algún modo, la expectativa del frío lo deja todo en pausa. Los animales callan, las viejas vuelven al luto y el ocre se hace definitivamente oscuro, un tipo de oscuro que parece salido directamente de los recuerdos. El frío deja el suelo duro, pétreo, sin flores y sin vida. En Castilla, lo atmosférico es una tragedia constante. Siempre mirando al cielo para que pase lo que tiene que pasar, que, curiosamente, es lo único que no pasa nunca. Siempre esperando a que llueva, o a que no llueva, o a que paren las heladas o a que esa nube negra que llega por el camino hondo no traiga piedra. Todo depende de eso, en realidad, de una espera casi supersticiosa, de un cálculo de probabilidades eterno que, en realidad, siempre da los mismos resultados: frío extremo casi siempre, cuando no calor extremo y silencio extremo permanente. Excepto algunos días de mayo y otros de octubre en los que nos engañamos pensando en lo que todo podría llegar a ser si no fuera lo que en realidad es. Y de paso nos da por pensar lo que podríamos ser nosotros mismos: gente abierta, alegre, hospitalaria, gente solidaria, gente artista o, al menos, gente buena. Pero nada de eso. Algunos no estarán de acuerdo conmigo, pero la bondad castellana es un mito con el que se malinterpreta nuestro miedo. La aparente bonhomía es, en realidad, discreción. Apenas eso. Nadie puede ser bueno del todo sin confiar en nada, recelando de todo y de todos, aislado en sí mismo y ensimismado en la pena y la nostalgia. Esto no depende de las edades, está en el ADN y no es una manera de hablar. Nadie puede exigir bondad al que lleva siglos castigado. O al menos, no se le puede exigir el mismo tipo de bondad, esa bondad efectista de los hombres de los cuentos y de las mujeres de los climas cálidos. No se puede pedir benevolencia a aquellos cuyos cromosomas viven instalados en el terror, al que tiene el miedo en los genes, al que tema al clima, a los lobos, a las guerras y a sus vecinos. Al cura, al gobierno, a los franceses. A los de la Beltraneja, a los Trastámara, a los moros, a los visigodos, a los romanos, a los autrigones o a los celtas de detrás de las montañas.
La bondad de estas tierras es, como mucho, timidez y honradez, es decir, conceptos defensivos, casi jurídicos. La timidez para no relacionarse con los demás, es decir, para poner muralla ante los problemas potenciales y la honradez de saber cumplir los pactos por las buenas antes de salir con la escopeta a que se cumplan por las malas. Esa es la esencia de Castilla, la pena, el resentimiento, el pesimismo y el silencio. Y todo por la responsabilidad de dar la cara eternamente en nombre de los demás, como un Mesías que no quiere serlo. De nosotros decía Machado eso de «llanuras bélicas y páramos de asceta —no fue por esos campos el bíblico jardín—: son tierras para el águila, un trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín». Machado no tenía ni idea, por supuesto. Eso no es Castilla. Esa es la visión de un poeta con los píes fríos, de un poeta que, como todos, escribía para impresionar a su novia, de un poeta nacido en un patio de Sevilla, en el Palacio de las Dueñas, para ser más exactos. Pero mi infancia son recuerdos de un patio de Castilla y, del mismo modo que yo no puedo comprender profundamente el flamenco, ellos no pueden entender el silencio porque es imposible. Lo tenemos dentro, es nuestro idioma, estamos aterrados y el pesimismo no es más que algo empírico. Hace falta una vida entera cargando ese silencio lleno de significantes, de penas sostenidas, de miradas de viejos duros. El silencio castellano no es ausencia de sonidos, sino tensión, respeto y reflexión profunda. Es el miedo sin adrenalina que da el saberse el único hombre en kilómetros, un hombre abandonado a su suerte por la historia. La sombra de Caín aquí está presente, sí, como lo está en todos. Más que nada, porque Abel murió. La diferencia es que aquí lo sabemos, no lo ocultamos y no hay jazmines ni azahar que tapen el olor a muerto. Pero en algo le doy la razón al sevillano: estas son llanuras bélicas y estos páramos son de asceta. Son estas tierras de paso, caminos donde se ha hecho la historia y todos sabemos que la historia no se hace con sonetos sino con espadas. No hay endecasílabos en las cabezas cortadas y en los ríos que bajan rojos de sangre y no blancos de nenúfares y belleza. Como para no ser ascetas. Muchas veces no queda otra que dar un sentido al silencio, a la renuncia, al sacrificio. Y ese sentido es Dios, por supuesto, para la mayor parte de nosotros durante la mayor parte de nuestra historia.
También para Eugenio, que no habla. Y no por ascetismo, sino porque no sabe. Se comunica con balbuceos y emite ruidos nasales. Se le cae la baba, un riachuelo de saliva retrasada que nace de un manantial escondido en alguna parte de su cuerpo y que muere en un charquito de tragedia que ha creado sin saberlo entre los restos de paja y las heces de las ovejas que se juntan en la tierra del suelo del corral que habita la mayor parte del tiempo junto a Montoro, su burro, un burro zamorano que estuvo a punto de morir el pasado invierno. Se le peló la panza y adelgazó. Dicen que no saben qué fue lo que le pasó, pero él y yo sabemos que fueron la pena y el frío que ambos pasan en ese corral hediondo. Al principio de verano se comenzó a recuperar, pero, desde que se puso malo, no ha vuelto a ser el mismo. Lo han encerrado en esa cuadra de barrotes altos para que no pueda saltar. Y, claro, el burro no salta. Ni si quiera lo intenta. Está encerrado y solo mira el mundo, el mundo que comparten, es decir, esa nave y ese corral con ovejas, herramientas que no sé para qué sirven y calor de animales, un calor denso, maloliente y degradante.
Eugenio es el penúltimo en la jerarquía familiar, solo por encima de Montoro, y por eso aprovecha cualquier situación para que el burro recuerde el escalafón y sepa quién manda, quién es el jefe de esa extraña pareja. Cuando Eugenio coge el carretillo lleno de alfalfa, Montoro hace como que no lo ve, disimula y mira para otro lado. Pero cuando pasa con la carga delante del borrico, finta, recorta y hace un zig zag prodigioso para meter un bocado por traición. Eugenio le increpa con un par de tortazos en la grupa y con sonidos guturales, como de barco en el puerto de Bermeo. Suena parecido a intentar pronunciar una legión de oes con la traquea cerrada, unas oes que salen directas del pulmón y que huelen a pena contenida, a pena sin motivo, a enmienda a la totalidad y a siglos de miseria. Es difícil creer en Dios viendo esta escena. No hay psicólogos en Tierra de Campos ni tampoco hay esperanza, y esto lo digo yo porque lo he visto. A los locos aquí se los escondía. A los enfermos mentales se los encerraba. Todo el mundo lo sabía, se delinquía a la vista de todos y de modo impune. Hay gente que ha pasado toda la vida en casa. Los habrían matado si hubieran podido, habrían abortado si lo hubieran sabido, los habrían tirado al río como a los cachorros de perro que nacen en el campanario, para que no formen manadas salvajes. Uno piensa en toda la miseria que se ha podido vivir, todas las vidas que aquí han sido infiernos y se hace difícil seguir creyendo. O quizá creer sea lo único posible cuando no hay salida y solo queda la mirada hacia Dios, la vía libre hasta el cielo de Magritte. Si supieran quien es Dios y quien es Magritte, la huida, en definitiva, la liberación del infierno sincopado, de este infierno sin Dante, sin diablo, sin Wagner y lleno de tierras muertas. El burro acepta disciplinado la bronca de Eugenio y se da la vuelta, enfadado y altivo. Ambos son, sin saberlo, fruto de una selección genética que les permite vivir adaptados a este entorno. Ese y no otro es el verdadero signo de la inteligencia. Que se lo digan a las churras, que comen cada día rastrojos, hierbajos y lo que la tierra las de. Comerían piedras si hiciera falta. Y sin llorar, claro. No hay mucha diferencia entre las ovejas y los pastores. Ni si quiera tengo claro quien es el dueño de quien.
Eugenio sale al portón, mira a ver si vienen nubes oscuras, controla la calle como si fuera el sheriff y repite la operación de la alfalfa con el burro varias veces a lo largo de la tarde. En cada una de las ocasiones, se asegura que pasa lo suficientemente cerca de Montoro como para que el bicho pueda llegar bien a la comida y, una vez mete el bocado, Eugenio finge indignación, sobreactúa el enfado para que el animal no piense que es tonto y le mete dos tortazos fuertes en la grupa como castigo. Montoro sigue el juego e interpreta su papel, cumple con su parte del contrato y finge que no sabe que Eugenio va a acercarse. Disimulo, finta, recorte, zigzagueo y alfalfa. Acto seguido ofrece el lomo para que Eugenio llegue bien y pueda castigarle, no vayan a pensar el resto de hermanos que Eugenio se deja robar por un burro. Y, sobre todo, no vaya a pensarse el propio Eugenio que un burro se ríe de él y se le acabe el chollo de la alfalfa. Me recuerda a cuando chicos del pueblo, para reírse de Eugenio, le daban a elegir entre una moneda de céntimo y otra de diez céntimos. Él cogía siempre la de céntimo. Los chicos se mofaban y le decían que era tonto pero una vez me dijo con la mirada que lo hacía porque, si cogía la de diez céntimos, ya no se lo hacían más veces y dejaría de ganar ese dinero fácil. La táctica del burro es la misma. Hace pensar a Eugenio que es tonto porque, en realidad, el tonto es el otro.
Llevan así años y creo que pueden seguir así toda la vida. De algún modo, se necesitan. Uno provee de comida y el otro provee de algo de dignidad, de cierta autoestima y de responsabilidad. Es una jerarquía: el padre da órdenes al hermano mediano, este al pequeño y el pequeño a Eugenio, que es el mayor pero solo en teoría. El burro, así, existe para que Eugenio tenga alguien a quien mandar, ocupa un lugar simbólico y creo que lo sabe. Lo malo de los símbolos es cuando el significante se te va de las manos. Cuando eso sucede, el burro deja de ser un burro para convertirse en un hermano, en un espejo, en un escudo de armas, en una forma sagrada y en un lazo de sangre con nudos silentes. Y se miran fijamente por la tarde, como imaginando otros mundos, islas canarias, patios de Córdoba, albuferas valencianas, puertos pintados por Matisse. Antes nada de todo esto era un problema porque no había televisión y nadie sabía que su vida era una desdicha. El problema llegó con la frustración, cuando algunos comenzaron a entender que hay otros mundos y, sobre todo, otros escenarios. Que sufrir no es lo normal, que trabajar y estar encerrado en casa no es la única opción, que la ciudad era un oasis con trabajos llenos de derechos y calles llenas de teatros. Y que el que pudiera, debía huir. Pero Eugenio no puede huir, claro. Ni quiere. Es más, reza para que nada cambie, reza junto al burro para que no se muera, para que la cadencia triste y monótona de estas tardes se mantenga. Luego, cuando acaba oración y jornada, Eugenio entra en casa, se quita el mono azul y las botas de goma encharcadas de orín, de barro y de tedio. Lo limpia todo con la manguera y el escobón en una liturgia sagrada y circular. Algunos dirían que es un trastorno obsesivo compulsivo, pero, en realidad, es solo orden, son los límites de seguridad para poder tener cierta autonomía. No hay TOC en los pueblos. O quizá solo hay TOC, solo hay rutinas, obsesiones, soliloquios eternos, soledades. La diferencia entre la tradición y el tedio es solo el romanticismo del que mira todo esto desde Madrid y dice tonterías de la España vacía, como si fuéramos algo a medio camino entre un zoológico y un set repleto de actores secundarios para una película de la edad media. Vivir así no es una tradición, respirar no es una tradición, matar al lobo cuando se va a comer a un cordero no es tradición. La tradición es vivir, la tradición es el aire, los pichones en los palomares y las águilas en lo alto. La tradición es erguirse, salir a dar la cara y secar el charco de baba con tierra al acabar la jornada. Y luego ponerse pantalones de franela, camisa, jersey y boina e irse a la plaza, aunque Eugenio no entra al bar con el resto de hombres. Él se queda fuera, apartado. Pasea de modo obsesivo de un lado al otro de la plaza, desde la iglesia hasta los rosales y vuelta a empezar. Mira las rosas de una forma que nunca he entendido, parece que pudiera comunicarse con ellas, como si pudiera ver la savia moviéndose a través del tallo, como si pudiera verlas morir. Conoce todas las enfermedades, sabe cuándo hay que podarlas, si la tierra necesita agua, si hay o no pulgón y qué perros se han metido en el jardín por la mañana. Han puesto unos bancos de piedra alrededor, pero miran hacia fuera, por lo que Eugenio no puede sentarse a ver las rosas. De todas formas, se sienta un rato en cada banco para poseerlos todos. Desde allí mira quien entra o sale del bar, qué dice el cielo, si viene frío o calor, si ha parido alguna oveja del rebaño de Alejandro o qué ruido hace el motor del tractor de Gabino.
Saluda a todo el mundo y todo el mundo lo saluda a él, que responde levantando la cachaba, quitándose la boina como un torero en el momento del brindis y haciendo una pequeña reverencia como un actor cómico al final de una función que lleva interpretando toda su vida. Y emite entonces uno de sus sonidos, ese grito sordomudo, como si estuviera diciendo su nombre para dentro, su nombre al revés, aspirando letras, comiéndose la identidad a bocados. Pasea hasta que se hace de noche y llega su madre a buscarlo. Ella tiene los años que él aparenta tener y por eso parecen hermanos, pero nada de eso. Ya tenía veinticinco cuando nació Eugenio así que las cuentas están claras. Ella llega por detrás, le asusta y le besa con cariño, con cariño como de niña hacia su cachorro más bello, con dulzura de algodón de azúcar y ojos de media luna viva. Eugenio le ha cortado una rosa amarilla y se la regala junto a una sonrisa que esconde algo de pudor y un gesto que pretender ser sonrisa. Ella le abraza fuerte y hace como que se le cae una moneda. Eugenio mira a los lados para asegurarse que nadie más lo ha visto, la recoge y se la esconde en el bolso del pantalón. Mientras caminan de la mano, de vuelta a casa, la madre maneja la culpa como puede y piensa en que quizá Eugenio pudo salvarse, como el hijo de Petra, al que le pasó lo mismo y ahora es abogado en Bilbao. Unos segundos sin oxígeno, solo hace falta eso para destrozar una vida. Dos con la suya. No hay un solo día en el que no se pregunte qué será de él cuando ella falte. «Qué tristeza, qué mala suerte hemos tenido, Eugenio. Y cómo te quiero, hijo. Eres una excelente persona, eres bueno, bueno de verdad, tú eres un regalo y las rosas que me das son las más bellas del mundo. Tú eres lo más bello del mundo, eres la mirada de Dios, el milagro de un corazón puro, un alma grande, un ángel que sonríe con los ojos abiertos y la boca cerrada». Mientras tanto, Eugenio, solo piensa que con esa moneda comprará mañana unos terrones de azúcar para meterlos en la carretilla de la alfalfa. Seguro que a Montoro le va a encantar.
Sr Peláez una visita rápida pero a fondo de esa Castilla que no conocía! Excelente¡ saludos cordiales desde Buenos Aires¡
Espectacular viaje sensorial.
Maravilloso, me ha encantado!
Si pretendía llegarme a la patata, lo ha conseguido. ¡Qué tristeza! Tendré que resarcirme leyendo sus paredes de Instagram. Gracias
Maravilla de narración, emoción profunda al sacar con palabras los pensamientos que uno tiene dentro.