El héroe francés que era de mentira, el inmortal bardo y el rey con tres hijas.
Los libros hablan. Hablan entre ellos. Se susurran sus secretos. Se cuentan sus sueños. Incluso se confiesan sus miedos.
Hablan, se explican. Y sobre todo, cuentan sus propias historias. Las comparten.
Además, no son clasistas, no se empecinan en castas. Los clásicos no miran por encima del hombro a los contemporáneos. Los más sesudos y filosóficos, esos encuadernados con primor en piel, se muestran cachazudos con la torpeza intelectual de las confesiones de un desecho de la televisión rosa publicado por una editorial avariciosa. Una vieja edición de La divina comedia del inmortal Alighieri le susurra sin bochorno a una copia en bolsillo del Inferno de Dan Brown.
Y nosotros, los cazadores de historias, recorremos atentos las bibliotecas y librerías; pasamos el dedo por las colecciones en los anaqueles y leemos con atención los lomos. Atentos. En estado de alerta. Buscamos un susurro despistado, un retazo de cualquier conversación entre esos libros, una pizca de inspiración que nos guíe.
Nosotros, los cazadores de historias, intentamos desvelar alguno de esos secretos, sueños y miedos. Los buscamos con ahínco, desesperados, listos para lazarlos con tinta y encerrarlos en corrales de papel.
Al principio lo hacemos movidos por la pasión sin desfogar de los lectores irredentos que hemos sido y seremos. Más tarde, con los años, aceptamos la verdad. Descubrimos que cuanto está por escribir es el poso de lo que ya se escribió.
El paso del tiempo nos cambia, nos enseña, pero nosotros, los cazadores de historias, dedicamos nuestra vida a esa búsqueda.
Y hay muchos ejemplos.
Ya contamos en este foro que los ocho volúmenes y las más de cuatro mil páginas de la monumental saga La torre oscura, de Stephen King, son un relato obligado por un verso de Robert Browning que se le metió entre ceja y ceja al maestro del terror.
Son fruto de una obsesión.
Childe Roland to the Dark Tower Came…
Algo así como: El muchacho Roland a la Torre Oscura llegó…
Un día, hace más de cuarenta años, quizás chorreando alcohol, a lo mejor sudando cocaína, Stephen King releyó el poema de Browning y se quedó prendado. Escuchó uno de esos secretos que el libro entre sus manos susurraba y, desde ese mismo instante, no pudo detenerse. Por más que lo intentó, no lo consiguió. Así escribió más de cuatro mil páginas y ocho volúmenes.
Y todo empezó porque releía a Browning, al mismo que tanto admiraron Unamuno y Cernuda. El verso lo golpeó como un ariete y Stephen King descubrió la historia de Roland. Y él siempre lo ha reconocido, sin tapujos: escribió cuanto escribió por mor de ese verso de Browning que lo engatusó.
Con esa inspiración, Stephen King consiguió completar su gran obra, atravesó el tártaro y salió indemne, con más de cuatro mil páginas que dieron sentido a toda su bibliografía. Aunque, por inmenso que sea el logro, hay un mérito que no puede concederse al maestro King: no fue el primero.
Mi admirado Stephen King estuvo muy atento, cazó su gran historia. Pero otros se le habían adelantado, porque Browning era, a su vez, otro cazador de historias.
Como muestra de que Browning era otro penitente de los anaqueles, baste decir que uno de sus poemas más conocidos es El flautista de Hamelín (composición que podría remontarse hasta las que dieron en llamarse Cruzadas de los niños; aunque esa es otra historia). Y Browning cazó su verso, su Childe Roland to the Dark Tower came de un lugar no tan distinto:
Child Roland to the Dark Tower came,
His word was still ‘Fie, foh and fum
I smell the blood of a British man.
Lo cazó del mismo modo que King. E igual que el de Maine, quedó obligado con el secreto que el libro compartía con él. No sé si Browning llegó a contar la historia de su cacería, como ha hecho tantas veces Stephen King, pero la similitud es tan evidente que no hace falta la confesión, basta la carga de la prueba. Y la respuesta a la pregunta es William Shakespeare: esas líneas pertenecen a la cuarta escena del tercer acto de El rey Lear.
Una tragedia de Shakespeare le susurró la historia a un poemario de Robert Browning que, a su vez, le murmuró sus secretos a una saga en ocho volúmenes firmados por Stephen King.
Pero cabe preguntarse dónde cazó Shakespeare, uno de los más grandes cazadores de historias de todos los tiempos, la historia del muchacho Roland.
Para responderla tenemos cabos suficientes. Sabemos que El rey Lear está basado en una obra anterior que el propio Shakespeare encontró fallida y mejorable. Había cazado la historia, pero su inexperiencia le había conducido a desaprovecharla, sin embargo, los años le dieron más tarde el empuje de sentarse de nuevo para remediarlo. Y ese empeño, que no demostró con otras de sus obras, nació probablemente porque el bardo inmortal sabía que cuanto tenía entre manos era de enjundia.
Y la respuesta a esta nueva pregunta es Historia Regum Britanniae, escrita cinco siglos antes de que Shakespeare empezase a llenar los teatros londinenses.
Fue Godofredo de Monmouth el que decidió aunar unas pizcas de Historia y su buena sazón de leyendas para componer esa Historia de los reyes de Bretaña, comenzando con los que escaparon de la guerra de Troya y fundaron la nación británica (aquí hay otro cabo del que tirar, porque el libraco del de Monmouth empieza, precisamente, con Eneas, el mismo que protagonizó la Eneida de Virgilio) y terminando con la ocupación anglosajona del país.
Por tanto, que sepamos, del de Monmouth a Shakespeare, del bardo a Browning, y del poeta a Stephen King. Pero eso no es todo, porque si uno presta atención y se fija en lo de child Roland puede afirmarse, casi con toda certeza, que todo deriva, a su vez, del que hoy conocemos como Cantar de Roldán (que en francés vendría a ser La Chanson de Roland), esa libre interpretación de la Batalla de Roncesvalles que escribió el monje normando Turoldo para ensalzar al héroe que debió de ser el joven Carlomagno quien, en el poema épico, es sustituido por un sobrino corajudo y cabezota que se condena a sí mismo al no pedir refuerzos cuando se ve rodeado.
Al final, una vez más, descubrimos que cuanto está por escribir no es más que el poso de lo que ya está escrito.
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