Me pregunto, a veces, hasta qué punto somos conscientes del engaño en que vivimos. Diré una obviedad, y ante su simpleza les pido perdón por adelantado: lo que sabemos sobre historia, ciencia y moral, es solo lo que nos han mostrado según el lugar del mundo en el que hemos sido educados. Hasta aquí, todo correcto. Bien, pues el otro día leía a Luisa Carnés, con su Tea Rooms: Mujeres Obreras y me planteaba esta misma reflexión en el mundo literario. Esta autora nació en 1908, y con 26 añitos publicó la obra que les he citado; Marta Sanz, en el epílogo de la edición de Hoja de Lata asegura que es «una de las mejores novelas del siglo XX». Sí, como lo leen: una de las mejores novelas del siglo XX. Y a muchos ni les suena, estoy convencida: y no porque me dirija a ustedes desde el pedestal de la erudición, sino porque lo hago desde el de la ignorancia. Nunca estudié a esta autora en el colegio, y en consecuencia imagino que mis coetáneos y las posteriores generaciones tampoco. En los últimos tiempos se dice que Carnés fue una grandísima autora de la Generación del 27, invisibilizada por una sociedad masculina. Dejaré el discurso feminista en el bolsillo, pero sin duda sí que habrán estudiado a Alberti, Lorca o Miguel Hernández.
Vayamos a un caso práctico. Paz Padilla, en el año 2021, vendió —dicen— más de 300.000 ejemplares de El humor de mi vida. ¿Será tomada como referente en las aulas literarias dentro de 30 años? Cuando publicó aquel libro, Paz Padilla no era escritora, o al menos no a nivel profesional. Y, sin embargo, vendió muchos más libros que autores que se dedican de forma exclusiva a crear historias. ¿Qué es más importante, tener algo que contar o saber hacerlo con método? ¿Qué diferencia al escritor de un mero cronista, insípido y plano?
Sucede algo parecido con autores que sí han perdurado, como es el caso de Ernest Hemingway. Con frecuencia me pregunto si su éxito y reconocimiento en España es o no tan merecido. Desde luego, el simple hecho de que incorporase método periodístico a sus trabajos —en los que incluía de forma nítida el quién, el qué, el cuándo, el dónde y el por qué— merece que se hable de sus obras, pero no soy devota de su estilo narrativo. De hecho, cuando leí El viejo y el mar, estaba deseando que el viejo se muriese de una vez. Pero el caso es que parece haber cuajado la idea de que leer Hemingway sigue siendo relevante y cool, y supongo que así debe ser.
Sin embargo, ¿y los otros? ¿Qué sucede con esos autores que nunca llegarán a nuestras estanterías? Carnés nos ha llegado tan solo por el cambio de los tiempos y la perseverancia de algún editor. Pero hay otros, como en la película de Amenábar, que se mueven en una dimensión diferente, invisibles. Fantasmas. Tal vez en su época fuesen unos escritores interesantísimos y codiciados, pero el tiempo, esa cruel aspiradora, terminase por engullirlos. O quizás los premios y reconocimientos no les tocasen a ellos o a ellas, porque la maquinaria editorial de la época iba en otra dirección.
Tengo el convencimiento de que me he perdido ideas, imágenes y pensamientos de escritores que eran extraordinarios. Por eso hago poquísimo caso a las listas de ventas —aunque las miro, porque no vivo en la Luna— y me divierto investigando en librerías y bibliotecas. Los otros me esperan mientras yo, confiada, soplo el polvo de algunas de sus historias, como si guardasen todos los misterios.
Enhorabuena por romper con los tabúes. Y Hemingway lo es. El viejo y el mar, a gustos claro, es un aburrimiento. Pero, este escritor es tan apreciado en España por su morbo, fundamentalmente. Que si se suicidó de un escooetazo, que si era famoso por participar en los sanfermines, que si fue corresponsal en el bando republicano, que si era entusiasta del régimen de Castro…
Muy buen artículo, sra. Oruña.
Es una pena que hablando de Luisa Carnés la autora del artículo no cite a Constantino Bértolo, la persona gracias a la cual se puede leer Tea Rooms. Véase su libro «¿Quiénes somos? 55 libros de la literatura española del siglo XX. Editorial Periférica.