Mi generación, como la precedente, creció en la admiración al cine norteamericano de Hollywood, adobado con la de las películas del primer neorrealismo italiano y, ya más generacionalmente, con las películas de la nouvelle vague. La cinefilia, esa enfermedad, según la calificaba el entrañable e inolvidable Berlanga, puro vicio, la bebíamos y vivíamos a través del espejo crítico de la politique des auteurs emprendida por los Truffaut, Rohmer, Chabrol, Rivette y Godard en las páginas de Cahiers du Cinéma. Y de igual manera que, con Truffaut a la cabeza, despreciaban el cine francés de la époque, le cinema de qualité, mi generación, muy mayoritariamente, con egregias excepciones, como la de Fernando Méndez-Leite, desconocíamos el cine español clásico, el de los años 40 y 50. Vaya todo esto por delante para que se entienda mi oprobio cuando hacia mediados de los años 90 y, pese a que el propio Méndez-Leite, vía La 2 de TVE, había rescatado, en espléndidos programas, ese cine nacional que comenzamos a descubrir, yo nunca hubiera oído hablar del guionista Carlos Blanco ni hubiera visto Los peces rojos, dirigida por José Antonio Nieves Conde, al que conocía y apreciaba por Surcos. La figura de Blanco era siempre ensalzada por mi querido amigo Antonio Giménez-Rico, otro apasionado de ese cine nacional al que dedicó en su centenario un maravilloso documental antológico, Luces y sombras del cine español. Antonio se deshacía en elogios especialmente en relación con Los peces rojos. Comoquiera que Garci era de su misma opinión, y Garci conocía también como pocos esa época del cine español, constituyó una sorpresa que Giménez-Rico descubriera el paradero de Blanco, del que casi nadie parecía tener noticias, y nos lo presentara, a la vez que me obsequiara con una impecable copia de Los peces rojos. Desde que la vi por primera vez no tuve duda alguna: se trataba de una obra maestra absoluta en la que un guion prodigioso, en estructura, personajes y diálogos, se fundía con una precisa y elegante puesta en escena de Nieves Conde, junto con un reparto en el que Arturo de Córdova y Emma Penella, junto con una pléyade de secundarios gloriosos, cerraban un círculo mágico de logros.
Mi amistad con Carlos Blanco se prolongó hasta su muerte, cuando caminaba erguido e inteligente hacia el siglo de vida, cuya biografía era de por sí fascinante, porque este gijonés, un hombre cabal atrapado por la Guerra Civil, combatió como oficial artillero en las filas republicanas y fue a parar a un campo de concentración. Cuando salió del mismo sólo se le ocurrió, sin tener ni la menor idea de cómo se escribía un guion, presentarse y ganar un concurso nacional, lo que le abrió las puertas de la industria. Trabajó y fue amigo fraternal de José Luis Sáenz de Heredia, falangista de primera hora y primo hermano de José Antonio; escribió para Juan de Orduña, que lo adoraba, películas como Locura de amor; fue amigo de Dominguín y Ava Gardner y, reclamado por la Fox, vivió en Nueva York y en Hollywood, hasta que el hundimiento de la industria del cine español en los 60 y la postergación de los directores con los que trabajaba lo mandaron al exilio artístico interior. Blanco, un conversador prodigioso, de una cultura nada impostada, un amigo siempre leal y generoso, siguió escribiendo, y tuve la suerte de, merced a un contacto con la editorial Siglo XXI, poder ayudar a publicar la versión de El oficio de rey, un guion que había escrito para un proyecto fracasado en TVE sobre las relaciones entre Felipe II, la emperatriz Isabel y el príncipe Carlos. Me consta que en sus cajones tenía otras joyas de su talento. Yo al menos he leído con placer y asombro un guion sobre una indagación casi detectivesca sobre Jesús de Nazaret y otro, no menos valioso, en realidad un thriller histórico literario, sobre Miguel de Cervantes. Blanco era un escritor de cuerpo entero, porque la lectura de sus guiones, en los que no solía respetar estrictamente la estructura formal de los mismos, posee siempre un perfume literario muy evidente.
Los peces rojos, cuya trama solo puede evocarse de manera vaga —porque las sorpresas, los giros de la trama, no deben desvelarse en exceso, aunque ello incida de alguna manera en la imprecisión de esta reseña; deben reservarse a quien aún no haya disfrutado de su visión—, revela el extraordinario talento de narrador puro, con una inteligente y sofisticada aproximación al cine de género, en este caso al thriller que cultivaron Hitchcock, Lang y Henri-Georges Clouzot, pero a la vez su dominio de los resortes que debe ofrecer un guion de cine. Blanco apuesta por iniciar in belleza la historia que nos va a contar. Una pareja con su hijo llega en una noche tormentosa de otoño a un hotel de la costa cantábrica. El hotel está prácticamente vacío, pues estamos fuera de temporada. Se instalan y salen a dar una vuelta; cuando se acercan a un acantilado, el mar, el viento, rugen ominosamente, y el hijo desaparece en el precipicio. A partir de ese momento asistimos a una investigación policial sobre el suceso, una investigación que nos sumerge en los recuerdos, los reproches de la pareja, las intrigas de su vida, las zonas oscuras del alma, las obsesiones de la mente, las pasiones amorosas, los celos y las envidias. Quizás Hugo Pascal, el escritor y padre de Carlos, sea el culpable de su muerte, de su asesinato, para poder cobrar la herencia que una tía de Hugo le ha dejado a su querido sobrino Carlos.
Si no han visto la película no deben seguir leyendo esta nota, porque debo adentrarme, ahora lo comprendo, en las entrañas de los mecanismos de la narración, porque Los peces rojos gira sobe una idea extraordinaria que Blanco y Nieves Conde supieron encajar en la trama de la película. Esa idea no es otra que la de Hugo Pascal (Arturo de Córdova), un escritor fracasado porque las editoriales piensan que lo que escribe, sus personajes, carecen de verdad real.
Acuciado además por una situación financiera penosa que solo puede aliviar una tía alejada afectivamente, nuestro escritor actúa como divinidad, no muy lejana, que da Pigmalión, y crea de la nada a Carlos, un hijo, un personaje, al que dota, como a sus guionistas exigía John Ford, de una biografía completa, e incluso le ofrece una habitación en su casa decorada con sus cosas. Y surge el milagro, porque esa creatura de la imaginación cobra vida, se convierte en alguien real, que por su carácter y personalidad fascina y seduce tanto a la esquiva tía Angela (María de la Riva), que le suministra fondos, como a Ivonne (Emma Penella), la novia del escritor, una corista de revista musical, que choca con el áspero carácter del escritor y lo plano de sus horizontes vitales. En un tour de force, Nieves Conde rueda maravillosamente una secuencia en la que la corista, enamorada del hijo de su amante, inicia una relación con él, y visita su cuarto de estudio, una secuencia en la que uno no sabe qué admirar más, si la concepción de Carlos Blanco en la escritura, la elegancia hipnótica con la que Nieves Conde la filma, o la emocional y sutil actuación de Emma Penella persiguiendo el perfume sentimental de una emoción amorosa evanescente.
La apuesta narrativa de Los peces rojos es tan arriesgada que pende del hilo del talento a la hora de desenredar la trama de ficción convertida en realidad que ha concebido, y ejecutado, el escritor. La solución ya la ofreció Conan Doyle, harto de la realidad absorbente de su creatura, Sherlock Holmes, y precipitándolo, agarrado a su mortal enemigo Moriarty, en el insondable abismo de la catarata de Reichenbach. En aquella noche tormentosa de un Cantábrico rugiente y ominoso, el escritor hace lo mismo, pero la realidad de su creatura provoca una investigación policial que le señala directamente con el dedo. La muerte de su tía, que lega todo a su hijo, complica la situación. Dejémoslo ya en este punto.
Todo en Los peces rojos desafía una mera lectura superficial. Desde el debate a muerte entre literatura de la realidad y literatura de ficción, los más viejos de la tribu recordamos la provocación editorial en los 60 de contraponer Cine de prosa contra cine de poesía, Pasolini vs. Rohmer como el nudo gordiano del amor, del enamoramiento, de la pasión, de Stendhal a Ortega y Gasset, como Hitchcock filmó más tarde —en cierta filiación con esta película— en Vertigo, por no hablar de la misteriosa fuente de la creación y su relación con la paternidad, aunque al final lo que encontramos es una hermosa película sobre la soledad y la desesperación de la existencia, una muesca de la temperatura moral de la España y de la Europa de las posguerras, como la que Carol Reed y Graham Greene nos ofrecieron en películas como El tercer hombre y El ídolo caído, tan apasionantemente cercanas a esta maravillosa película que es Los peces rojos.
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Los peces rojos (1956). Producida por Yago Films & Estela Films. Dirigida por José Antonio Nieves Conde. Guion de Carlos Blanco. Fotografía de Francisco Sempere, en blanco y negro. Música de Miguel Asíns Arbó. Montaje, Margarita de Ochoa. Interpretada por Arturo de Córdova, Emma Penella, Félix Dafauce, Pilar Soler, Félix Acaso, Manuel de Juan, Angel Álvarez, María de las Rivas, Julio Goróstegui. Duración: 100 minutos.
Remake como Hotel Danubio (2003), dirigida por Antonio Giménez-Rico.
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