Lo despertó un ladrido, extrañamente conocido y familiar, pero no escuchado desde hacía mucho. Se levantó y ladeó la cabeza, en ese gesto tan particular suyo, para captarlo mejor, y aguzó las orejas en su dirección. Volvieron a sonar los ladridos y ahora, de golpe, sí que los reconoció, aunque no los había oído desde sus tiempos de cachorro y poco más.
—¡Pero si es el abuelo Lord!
Al hacerlo es cuando el otro, un bretón blanco, de buena alzada, pelo sedoso y con tan solo una mancha naranja encima de la paleta derecha y otras dos en las orejas, apareció ante él.
—Hola, Mowgli. La Voz me había dicho que ibas a venir.
El Mowgli también era un bretón, pero más pequeñito y ligero y con las abundantes manchas por todo el cuerpo propias de su raza. Estaba desorientado, sin saber dónde se encontraba y cómo es que aparecía por allí el Lord, al que tanto tiempo hacia que ni veía ni escuchaba. Se olieron, y el Mowgli, como hacía de gozquecillo, no pudo resistir la tentación de hacer cabriolas, jugar y dar vueltas alrededor del otro. Estaba contento de encontrarlo. El Lord —más tranquilo, no era tan juguetón— meneó el rabo con alegría. Él lo tenía más largo que el pequeño, a quien casi lo habían dejado rabón. Al Mowgli siempre le había dado un poco de envidia el del otro. Él también movía el rabo, pero no movía más que el muñoncillo y no era igual.
Paró de dar saltos y se puso a preguntar. ¿Dónde estaba, qué era aquel sitio, por qué estaba el otro allí? El Lord le respondió.
—Este es el lugar de los perros dormidos. Estamos en un sueño del que a veces podemos despertar si se nos recuerda. Eso sucede tan solo si un humano nos piensa. Pero para que los dos nos hayamos podido ver era necesario algo más. El amo nos ha recordado a los dos, pero si no hubieras reconocido mi ladrido no hubiera podido aparecer. Y yo también, antes, hube de reconocerte a ti. Me lo preguntó la VOZ y a la primera acerté. La verdad es que eres casi con el único con quien he podido estar, pues con otros, por ellos o por mí, algo ha fallado y no ha podido ser. Alguna vez sí me he visto con la Lulú, esa perrilla chiquitita como una ratilla que a ti y a mí nos parecía tener hasta miedo y que lo sigue teniendo hasta aquí, y con otro vecino, un golden muy mayor, de cuando yo era jovencillo, que se llama Prince. A ese no lo llegaste a conocer. Vivía en una casa cercana a la nuestra de un amigo del amo y se durmió antes que yo. Pero nos vemos poco porque a él no lo despiertan casi nunca. Conmigo, el recuerdo del amo lo hace bastante más, y a ti te he seguido de cerca porque solías estar con él cuando pensaba en mí. Y a ella le pasa igual.
—Pero ¿qué pinto yo aquí? Si yo estaba con los amos ahora mismo. Él me tenía en brazos y me acariciaba. Había más gente, pero él no me dejaba con nadie y me tenía abrazado porque estaba muy débil, me costaba andar y me tropezaba con las cosas. Acurrucado, me estaba quedando dormido y me sentía muy bien.
—Ya no estas allí. Ya no podrás, ni yo tampoco, volver con ellos. Ahora estas aquí. En el sueño. Pero los podrás ver cuando te recuerden, y si nos recuerda a los dos, pues mejor, porque entonces estaremos juntos nosotros dos. Míralo ahora. ¿No sabes dónde está?
—¡Sí que es él! ¿Pero cómo no voy a saber dónde, si estuve con él hace nada allí? Es el Enebral y está subiendo hacia la sabina, esa tan redonda y tan hermosa que hay a media ladera justo debajo del mirador desde donde se divisa todo alrededor. Bajo el árbol hay unas losetas de pizarra. Allí solíamos subir bastantes veces y yo siempre iba con él. Pronunciaba tu nombre y nos quedábamos un rato antes de seguir. Al ir o volver de caza siempre hacía que pasáramos por allí, y otras veces subía de propio. Cortaba una ramita de romero y la ponía entre las losetas. Lo hacía de tapadillo y para que nadie se diera cuenta, pero yo lo tengo bien guipado.
—Veo que lo sabes, pequeño. Pues sí, allí está lo que en la tierra queda de mí. Y lo que ahora me parece que va a dejar es algo de ti.
Observaban los dos al hombre, que desde cachorros los tuvo, subir por la loma. El Lord no conoció otro amo, pues casi ya desde que abrió los ojos estuvo con él; y el Mowgli, si acaso unos mesecillos con uno del que ya le era casi imposible acordarse, aunque algo aún sí. El hombre estaba acabando de subir la cuesta y llevaba un frasquito en la mano. Lo vieron levantar la pequeña losa. Dentro había una bolsa con cenizas y un libro envuelto en plástico. El Mowgli reconoció lo que contenía el frasquillo de cristal.
—Me cortó un poco de pelo cuando me estaba ya durmiendo del todo. Es casi lo último que recuerdo de allí.
El hombre depositó el frasco en el hueco y volvió a poner sobre él la loseta horizontal. En la que estaba clavada en vertical, al lado de donde había grabado un nombre hacia diez años, volvió a grabar otro ahora. No se demoró luego mucho. Antes fumaba y se hubiera sentado en el suelo a echar un cigarrillo, pero lo había dejado ya hacía un tiempo, casi dos inviernos por lo menos, recordó el perrillo, a quien el olor del cigarro siempre le desagradó. Pero antes de marchar hizo aquello que los dos sabían que hacía a escondidas de los otros hombres, pero que hoy ambos esperaban que no se olvidara de hacer. Se acercó a un romero, cortó una ramita y la puso entre la juntura de las dos losas. Y oyeron que decía el nombre de los dos.
—¿Ves? Sabía que lo iba a hacer —dijo el Lord—. Ahora se bajará hasta la cabaña. Ella no suele subir aquí. Vino algunas veces pero se iba llorando y muy triste.
—Él también lo está —respondió el Mowgli—. Eso se lo noto sin ni siquiera tenerlo que oler.
—Yo también. Se lo notamos siempre. Cuando se siente mal, aunque no huela a enfermedad, es cuando más hay que arrimarse a él.
—Bien de veces que lo hemos hecho los dos, ¿verdad?
—Pero buenos amos hemos tenido nosotros también. No nos podemos quejar. ¡Menuda suerte el haber caído con ellos, con lo que a veces se ve por allí!
—Pues sabrás que entre ellos solían decirse que tú, Lord, fuiste siempre más de él y yo de ella. Y que tú, como te habías criado entre algodones, eras un señorito.
—¡Bah! Tontunas, chaval. Eso fue solo al principio, cuando no te dejaron subir al primer piso en la casa de Madrid. Solo me dejaban a mí —contestó el Lord—, porque he de reconocer que te tuve muchos celos al principio. Mis amos eran míos y no sabía para qué te habían traído a ti. A estorbar y justo cuando me empezaban a fallar las fuerzas. Luego me acostumbré y fuimos buenos compañeros. Pero al principio reconozco que bajaba hasta la planta baja cada mañana con la esperanza de que te hubieras ido. Pero nada, allí seguías, bichejo. Así que me tuve que acostumbrar.
—Pues a mí nunca me trajeron a nadie.
—Mejor para ti.
Vieron bajar al hombre; también lo vieron entrar a la cabaña y acercarse a la mujer. Los dos estaban silenciosos y tristes, y miraron por la ventana de detrás del sofá, donde ellos solían echarse, hacia el romeral y las barrancas pobladas de encinas, enebros y sabinas.
—Esta tarde y hasta que se duerman me parece que vamos a poder seguir despiertos. ¡Qué bien, Mowgli! Pero me da pena verlos así y no poder acercarme a rozarme con ellos.
No pudieron, y al cabo el Mowgli aceptó que aquello ya sería siempre así, pero sí pudieron recordar muchas cosas de cuando habían vivido juntos, y otras que el Lord a veces les había visto hacer.
—Yo os he visto muchas veces. En casa, aquí, cuando ibais a cazar, por estos montes o por los de Bujalaro o de cualquier otro lado. Y hay una cosa tuya por la que siempre me he reído de ti. ¡Pero qué miedo le tienes al agua, zagal, y lo que me gustaba a mí! Ni a esa piscineja que tienen te atreves a meterte.
—Sí que me meto —protestó el pequeño—. El otro día, sin ir más lejos y aunque ya estaba muy flojillo, hasta dos veces. Y cuando hacía calor, buenos baños me he dado allí.
—¿Baños, dices? Ja, ja. Pero si no te mojas ni el lomo, cobardica. Si bajas solo al primer y al segundo todo lo más, y hasta donde haces pata. Con lo que a mí me gustaba nadar, tirarme a un río y hasta bucear y sacar piedras del fondo. Con él me iba a pescar a los ríos y siendo yo aún más pequeño entonces que cuando te trajeron a ti, la primera vez que llevó a uno, ¡zas!, al agua que me tiré, y como era tan chico me llevó la corriente. ¡Que menudo susto nos llevamos él y yo! Yo pateaba lo que podía, intentando acercarme a la orilla, pero el agua me arrastraba cada vez con más velocidad y él corría dando voces por ella hasta que, en un recodo donde se remansaba un poco el río, me pudo echar mano al cuello y me sacó. Pues no por ello le cogí miedo al agua. ¡Al revés! Cada vez me gustaba más y nadaba mejor. Menudos patos le cobraba, aunque hubiera una corriente temerosa y tuviera que cruzar el cauce hasta el otro lado y volver. Y tú, en cuanto te llega el agua por la barriga, a temblar.
—Pues sí, ¿qué pasa? ¡No me gusta el agua ni nadar! Y eso que él se empeñó, pero no hubo forma, es superior a mí; y él venga a decir que el Lord por aquí y Lord por allá, y hasta un día me tiró a la piscina y menudo apretón pasé, pero me salí a escape, que nadar sí que sé. Ya desde entonces bien atento estaba cuando andaba cerca para que no lo volviera a hacer. Y la verdad es que casi nunca lo volvió a intentar después de ver el miedo que tenía y los tiritones que daba al salir.
—Vaya vergüenza de bretón —ladró el Lord con un tonillo de burla pero sin maldad.
—Pues de ti, que lo sepas —replicó el Mowgli—, se quejaba de que cazando te ibas muy largo y que espantabas las perdices hasta que ya te cansabas un poco y te podía refrenar. Y bien que me halagaba a mí por cazar cerca y atento a él.
—¿Ah, sí? Pues que sepas tú que bien he visto cómo se quejaba y me recordaba a mí cuando había que cobrar las piezas. Que muertas o heridas no me dejaba yo una en el campo y a la mano se las traía. Que en eso, pelo o pluma, yo era el mejor, y no te digo cogiendo liebres tocadas, que él mismo lo dice: no lo ha habido mejor. Que sabía la que llevaba un perdigón aunque corriera al principio como si no la hubiera alcanzado ninguno, porque yo sabía la que iba en algún momento a caer. Desde bien joven lo supe, chaval. Pero no vamos a discutir, que estoy contento de volverte a ver. No nos vamos a enfurruñar por tan poca cosa cuando nos hemos vuelto a encontrar.
—Siempre has sido un gruñón, abuelo. Y demasiado largo de conversación para arrimarte el ascua a ti, que te conozco los trucos. Pero yo también estoy contento de volverte a ver y de eso que me dices de que a ellos también podremos seguir viéndolos, aunque tocarlos ni que nos toquen, no. Pero si como explicas sólo puede ser cuando ellos nos recuerden y piensen, si se olvidan de nosotros, ¿qué nos pasará?
—Pues que no despertaremos del sueño. Pero descuida, que eso no sucederá. No ha sucedido conmigo durante todo este tiempo en que tú has estado solo con ellos. Por eso me sé tantas cosas de ti, pájaro. Que has vivido como un rey.
Los dos perros se echaron uno junto al otro y se quedaron mirando cómo los humanos encendían el fuego en la chimenea de la cabaña.
—Qué bien se estaba allí, oye. En esta casa de madera mejor todavía que en la de la ciudad, que también hay lumbre, pero como que en esta es que oliera mejor y calentara más —dijo el Mowgli, quien preguntó—. ¿Y que más cosas sabes de mí, a ver?
—Pues algo que me dio envidia. A ti te llevaron alguna perra y a mí no. Yo con el cojín, con el que tú también te aliviabas, me tuve que conformar. Y con alguna que de extranjis me pude trajinar por mi cuenta. De joven una perrilla en el Cerrillar, por el río Dulce, donde te llevó a ti la primera vez a cazar y que fue la primera que yo no fui con él. Os vi aquel día porque sí se acordó de mí y luego ya volvió a llevarnos juntos. Pues allí me estrené yo con las hembras, porque me pusieron pared con pared en unas perreras con una pastora y me pude saltar a la suya. Je, je. Luego tuve un lío un tiempo con otra, una setter, de la cuadrilla de amigos que cazábamos muchas veces y que tú no llegaste a conocer. Tosca se llamaba aquella, fue la única novia algo fija que tuve, pero con la que tenía que andar a escondidas siempre, pues no nos querían dejar nunca juntos y con la que aprovechaba cualquier oportunidad. Hasta por una ventana medio rota me colé una vez. A ti te lo han puesto más fácil. Te las llevaban puestas, granuja.
Ladró el Mowgli acordándose de aquello, sobre todo de una bretona que le gustó a rabiar y que era de la misma talla y traza que él.
Pasaron la tarde recordándose cosas el uno al otro mientras miraban a sus amos, junto al fuego y en el sofá donde alguna vez habían estado ellos tumbados también. Sobre todo les venían cosas de cuando comenzaron a hacerse amigos y a ayudarse el uno al otro, desde aquel día en que se vieron por primera vez. El Lord tenía buena memoria y lo contaba muy bien y el Mowgli, como en los viejos tiempos, como cuando era un cachorro, se hizo una rosca y se quedó escuchando al abuelo.
«La casa de Madrid la estrené con ellos, cuando tenía sólo mesecillos y en ella no había entrado otro perro que no fuera yo, con la excepción de alguna visita al patio de la Lulu, la perrilla esa que parecía una ratilla, que has conocido y que duerme ya también; y hace muchos años el viejo Prince, que no llegaste a ver. En la trasera del coche alguna vez sí había subido alguno de la cuadrilla, pero sólo hasta llegar a los otros coches o a la junta. Volver a Madrid y a casa volvía yo sólo con el Chani. Yo sólo era quien entraba la caza y se la daba a ella, yo el que tenía mi comida, mi agua, mi cojín, mi colchón a los pies de la cama, mi sitio en el sofá de la chimenea o en su despacho. Yo sólo y mis amos para mí.
Así había sido toda mi vida, chaval. Así hasta aquel día que volviendo ya de la ultima “mano” del día por la Muela y el Colmillo de Alarilla se puso a hablar con Juan Barrado y yo supe que estaban hablando de mí. Aquella jornada de mediados de diciembre, a tan solo unos días de cumplir los 14 años, había acabado agotado. Llegué renqueando al coche y el Chani tuvo que ayudarme a subir. Desde allí vi como seguían hablando y algo barrunté que iba a afectarme. Y tanto que sí.
El Barrado abrió un pequeño remolque que llevaba y de allí salieron dos perrillos pequeñajos, dos bretoncillos de meses que empezaron a hacerles cabriolas a los dos. Yo estaba muy cansado, pero aun así me levanté y miré por la ventanilla. El amo acariciaba a uno y este se le arrimaba a la pierna y daba saltos como queriendo subírsele encima. Era un macho. La otra era una hembra, su hermanilla.
Aquel día entraste en mi vida, y no creas que entonces me gustó.
—Elige el que quieras —dijo Juan—, pero el machete es muy cariñoso, ya lo ves.
Y el amo te cogió en brazos y te metió conmigo en el coche.
Tú, perrillo, estabas al principio muy asustado, y yo muy cansado para ni siquiera abrir la boca. Sólo quería cerrar los ojos y esperaba que cuando los volviera a abrir hubieras desaparecido.
Pero cuando los abrí, al entrar en Madrid, allí seguías, hecho una rosca, tembloroso y todo lo más alejado que podías de mí. Al levantar yo la cabeza te fuiste acercando, arrastrándote, y quisiste lamerme el morro pero yo lo retiré con orgullo y desdén.
Llegamos. Yo, como siempre, cogí una pieza en la boca y se la llevé a ella. Pero él te bajó a ti, monicaco, y te metió dentro de casa. Allí volviste, esta vez en homenaje a la ama, a hacer tu repertorio de arrumacos y cabriolas. Pero ella te cogió y te metió al cuadro de la ducha de abajo y allí te metió un repaso de agua, jabón, una y otra vez y refrotones por todo, desde el culo a las orejas, que las traías mas negras por dentro que un tizón. Hasta que no estuviste limpio y pulido no te dejó. Pero hasta me parece que te gustó, porque luego ya te aficionaste a ello y hasta lo buscabas antes que yo. A mí aquel día, como todos al volver del campo, me duchó también con agua calentita y luego comí en mi escudilla, bebí en el recipiente de mi agua y me subí para la primera planta a la habitación. Allí, menos mal, no apareciste. Y yo confié que al día siguiente al bajar a hacer mis cosas al patio ya hubieras desaparecido, pero nada, allí seguías, mirándome desde un cojín que te habían puesto en un rincón de la cocina. No te rechistabas y me mirabas como con miedo y respeto. ¡Menudo farsante!”
El Mowgli lo interrumpió.
—Pues sí que me gustó, aunque me asustara al principio y aquella espuma me supiera mal hasta que aprendí a cerrar la boca. Eso no me había pasado nunca. En el lado de donde venía, donde éramos un tropel de perros, nos arreaban de vez en cuando un manguerazo y a correr. Aquello fue bien diferente, y aquel día de invierno con agua calentita además. Y me arregosté, es verdad. Siempre me ha gustado lo que más. A lo bueno se hace uno pronto, abuelo.
Se rieron los dos, y el Lord siguió con su relato. Presumiendo, además, de que todo aquello estaba escrito en un libro, el que habían visto depositado bajo la loseta de la sabina, y de que él era el protagonista, aunque reconociendo que el Mowgli también salía al final, aunque por su gusto, al menos al principio, hubiera preferido que por poco tiempo. (1)
“Porque allí seguiste un día y otro. Y cuando tocó ir a cazar, también viniste. Y me dije: «A lo mejor se queda en Alarilla otra vez». Pero ¡quia! Volviste con nosotros. Lo tuve claro: te ibas a quedar para siempre y me ibas a quitar el cariño de mis amos.
Pero por otro lado eras un perrete sumiso y amable y sólo hacías que intentar jugar y agradarme. Yo de jugar ya no tenía muchas ganas, pero al final, siempre has sido un jodido zalamero, me animabas y me ponía a cabriolear yo también y a mover el rabo. Aunque he de confesar que lo hacía más porque noté que los amos se reían y se ponían muy alegres viéndonos así. Mayormente por ellos lo hacía y muy poco por ti. Pero te tengo que reconocer, Mowgli, que eras un perrillo muy simpático y que te empecé a querer. Barrunté que debías haber tenido una vida antes bastante más dura que yo, porque se te notaba receloso con todo y asustadizo, pero dispuesto a defenderte como fuera. Eres bastante menudo, pero siempre has sido rápido, un rayo y muy valiente. Y una cosa más, muy sufrido y conformado, a lo mejor por tus primeros tiempos, y no como yo, bien cabezón, je, je, que no paraba de pedir y protestar cuando no me daban lo que pedía. Eso te lo digo de perro a perro y de corazón.
Lo que sí hicieron al principio los amos, para que yo no me sintiera mal, fue obligarte a dormir en el piso de abajo. Yo era el señor de la casa y el único que podía subir a la habitación de ellos. Pero no duró mucho la alegría. A las pocas semanas ya te escapabas las escaleras arriba en cuanto tenías ocasión, y aunque fueras un par de veces devuelto a la cocina y al cojín, al final conseguiste dormir junto a mí a sus pies. ¿Pero sabes una cosa? Ya para entonces no me importó demasiado.
Luego, no mucho después, la siguiente temporada quien casi ya no valía para subir las escaleras era yo. A veces podía y otras tenía que pedir amparo. Que siempre lo tuve, aunque alguna noche comencé a quedarme abajo, calentito junto a la chimenea en un sitio bien mullido y suave que me habían preparado. Pero las menos. Porque al menos me gustaba subir un rato y echarme a los pies del amo. Fue por entonces también cuando empecé a perder el oído y me hice más gruñón, y a veces me volvía aquel resquemor contigo de por qué tuvo que traerte el amo, con lo bien que habíamos estado siempre los tres, y vinieras a quitarme el sitio. Aunque la verdad es que no me lo quitabas, que el amo claro te lo dejó más de una vez. Si yo lo reclamaba, lo tenía. Pero aunque había algún roce entre los dos, según tú ibas creciendo y yo de bajada, cuando luego nos quedamos solos en casa jamás nos peleamos, nos hacíamos compañía y nos llevamos siempre, dentro de lo que cabe, bien. Yo creo que siempre me tuviste ley, aunque me fueras perdiendo el respeto. Pero amigos y colegas también nos hicimos, y ante otros perros eso quedó siempre bien claro.
No sé si te acordarás de aquel día que fuimos a Bujalaro, el pueblo donde él nació, y al sitio por el que más le gusta andar. Por los altos y las cuestas donde está la cueva de Nublares con el río Henares abajo y la sierra cerrando el horizonte. Íbamos en dirección al alto del roquedo, donde se abre la gruta, cuando aparecieron aquellos tres perros pastor de un rebaño de ovejas que andaba por allí. Se vinieron derechos a ti, que ibas delante y solo. Yo estaba viejo, y nunca fui muy peleón, pero no iba a consentir que te hicieran. Corrí a escape, ladrando hacia ellos y me puse delante, entre ellos y tú, que para nada estabas asustado, sino que hacías cara como si en vez de ser un bretoncillo fueras un mastín. Yo no las tenía todas conmigo, porque eran más y parecían muy hirsutos y feroces, pero por fortuna llegaron por un lado el amo y por el otro el pastor dando voces y se acabó. Pero aquel día sí que vi que lo agradecías de veras, y la relación cambió. Ya hacíamos collera. Y no mucho después, quien tuve que agradecerte la defensa fui yo. Y si algún agravio había habido por la comida, o por alguna pieza, todo quedó ya tapado por aquel día en el Enebral.
Fue cuando demostraste el corazón que tenías y que siempre podría contar contigo. Fue el día que me ganaste para siempre y supe que fue bueno que aparecieras en mi vida y me acompañaras hasta el sueño. Fue mi última temporada de caza, por decir algo, pues apenas si salía un rato y a poco me volvía a la cabaña. Pero cuando os oía volver a la cuadrilla al pabellón de arriba, donde echan el taco y luego reparten la caza, me gustaba subir por seguir sintiéndome un perro de caza y bueno, también porque siempre había muy buena comida y he sido muy tragón. Pero sobre todo por seguir siendo quien era, darles una olida a los conejos y bajarle a ella uno en la boca como siempre hice.
O sea, que chino-chano, y a mi paso, subí, el amo me recibió con un bocado bien bueno y una caricia y tú con una mirada y un restregón. Yo me fui después hasta la fila de conejos y los olisqueé un poco para elegir uno, echármelo a la boca y llevárselo, como siempre he tenido por fiel costumbre, a ella. Pero no llegué a hincarle el diente porque un perro de otro cazador se tiró como una fiera a por mí. Y muy mal me hubiera ido con lo poco que ya valía y la mucha debilidad en los cuartos traseros. Pero entonces tu, Mowgli, cuando aquel mal bicho me tenía ya derribado, apareciste no se sabe de dónde, y como un relámpago le saltaste al lomo, lo cosiste a mordiscos y, a pesar de que te superaba por mucho en tamaño, le pegaste tal soba que salió de allí a escape dando guarridos de dolor. Desde entonces todo cambió entre los dos. Y con el amo también. Porque no lo he visto más orgulloso y contento con nosotros que aquel día. No dejaba de contárselo a ella, mientras nos juntaba a los dos las cabezas, cuando nos bajamos a verla tan alegres los tres. Yo con mi conejo en la boca, claro está”.
El Mowgli notó el contento de su viejo amigo y se acercó a el. Quiso, como de cachorrillo, lamerle el hocico, y esta vez el otro no lo retiró.
—Sí que me acuerdo de aquello, y de lo de Nublares también. Ya lo creo, y que a aquel fanfarrón, que era un vago sin olfato en el campo además, le sobé el hato más de una vez, je, je. Me cogió mucho miedo, el cagón. Y que yo, aunque no cuente las cosas tan bien como tú, tengo que decirte que hice todo lo que pude por cuidarte, porque veía que cada vez ibas peor hasta que al final de aquel verano, una tarde, después de uno de los ataques que te comenzaron a dar, que se te notaba muy mal y que parecías ahogarte sin poder respirar, los amos te llevaron con ellos. Yo me quedé esperando, pero tú ya no volviste. Otras habías vuelto más templado y mejor, pero de aquella no regresaste ya. Yo seguí sintiendo tu olor bastante tiempo, te echaba de menos y te solía buscar por la casa. Hasta que ya no te busqué. Pero ves, aunque no estuvimos mucho juntos te he reconocido el ladrido a la primera. No he tenido otro colega ya nunca. Ni, que quieres que te diga, tampoco lo hubiera querido tener. Así he tenido a los amos sólo para mí.
—Siempre has tenido suerte, bribón. Y ahora la tendremos los dos. Porque verás que el recuerdo de ellos nos hará despertar muchas veces y podremos verlos y hasta ver los lugares y los montes por los que hemos cazado y los lugares donde estuvimos con ellos. Y estate seguro que ellos nos van a recordar muchas veces —sentenció el otro.
Pero había algo que comenzaba a preocuparle al recién llegado al Lugar de los Perros Dormidos. El Mowgli siempre había sido un poco desconfiado, y seguía con aquel recelo que desde cachorro se le había quedado dentro y del que jamás se libró.
—Oye, Lord —preguntó—, yo también creo que ellos no nos van a olvidar. Pero, ¿qué sucederá cuando ellos también duerman como nosotros y entonces ya no nos pueden recordar? Y si su recuerdo no nos llama, ¿qué pasará?
Aquello dejó sorprendido al Lord y los entristeció a los dos. El mayor estuvo un rato pensativo y sin saber qué decirle al pequeño. Se quedó absorto mirando lo que hacía el amo, ella ya se había ido a acostar. Él estaba en el cuarto de la cabaña de madera, donde solía pasar largas horas escribiendo, y eso era lo que en ese momento hacía. Allí, tumbados en la cama, echados muy cerca de él, lo habían acompañado muchas veces el uno y el otro. Y al verlo así y allí, al viejo Lord se le iluminó la expresión y ladró con alegría.
—Mira Mowgli, tenemos una esperanza incluso cuando él se duerma para siempre si nos deja escritos. Si ahora mismo seguimos despiertos todavía es porque está escribiendo en el otro libro que te he contado. Entonces me digo que cuando alguien nos lea en esas páginas nos despertará. Creo que mientras estemos juntos en el recuerdo de un humano aún podremos despertar.
Y entonces llegó al Mowgli algo más, sus temores solían pasar pronto a la conformidad y hasta el optimismo, una posibilidad aún mejor.
—Pues si otro humano nos lee en el libro y con nosotros a él, entonces es posible que pase lo que ha pasado conmigo y contigo, que no sólo podamos verlo sino que él despierte también, venga a vernos y podamos incluso estar juntos.
—Pues sí, Mowgli. Puede que sí, que mientras estemos en el recuerdo de alguien y con nosotros el amo, aún podremos despertar y hasta puede que todos, y ella también, nos podamos juntar. Mientras algo nuestro y algo suyo permanezca en la memoria de un humano, podremos despertar.
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