Tuvo que pasar el tiempo. Uno, dos, acaso tres o cuatro días, para escribir estas grageas. Para celebrar lo merecido, sin culpas; y para dolerse de lo propio, sin despeinarse. Que Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942) tiene obra y batalla a cuestas para ganar un Premio Cervantes es algo que nadie puede negar, al menos nadie que haya leído Adiós muchachos o Margarita está linda la mar. Nadie que entienda esa atávica tensión entre las armas y las letras, entre la acción y el pensamiento, puede afear al nicaragüense. Pero no por ello deja de doler el milímetro o la micra, cual sea la medida, que separa una decisión de otra. Esa distancia que ha dejado al escritor venezolano Rafael Cadenas (Barquisimeto, Venezuela, 1930) fuera del perímetro del galardón literario más importante que se concede a un autor en lengua española. Un premio que a Cadenas le queda ya poco tiempo para poseer. Tiene 87 el maestro. Acumula su pluma casi un siglo de vida… y país escarmentado. Cadenas –todo sea dicho- ha visto morir a tres dictadores. Tres.
La primera vez que vi a Rafael Cadenas, yo tenía doce años. Llevaba unos zapatos de tacón que fui incapaz de domar y cuya altura —sumada a la inexperiencia y la estupidez que acompaña a las pretensiones— provocó que rodara, escaleras abajo, hasta el lugar en el que el autor de Cuadernos del exilio (1960) debía leer algunos de sus versos. Ocurrió en nuestra otra vida, en aquellas extintas semanas de la poesía que celebró mi ciudad —cuando Caracas es una ciudad y Venezuela era un país—. Parco, casi sonámbulo en su timidez, Cadenas fue el único que ofreció su mano para ponerme de pie. Y si entonces yo ya recitaba de memoria aquel poema suyo, Derrota —del que Cadenas ya nada quiere saber—, a partir de ese día entendí que el reverso de la tristeza que juntaban aquellos versos radicaba justo en el acto de levantarse. Hacerse vertical desde la estepa de la vergüenza.
De haberlo ganado, el poeta Rafael Cadenas se hubiese convertido en el primer venezolano en hacerse con un Cervantes. También es cierto que de ser ella la elegida, la uruguaya Ida Vitale (Montevideo, 1923) se habría convertido en la quinta mujer en ostentar tan preciado premio. Yo, que no creo en las cuotas ni en el cargo de conciencia de algunas distinciones, pretendo aquí señalar otra cosa. La literatura, eso que levanta a los hombres y mujeres como catedrales o rascacielos en el páramo de los días, tiene sus tiempos. Y ya se sabe que los relojes de los libros y los lectores, a veces, se desentienden unos de otros. Algunas páginas demoran, esparcen su espuma de cresta mucho tiempo después de la ola. Y ésa, claro, no es siempre la orilla en la que rompen los premios.
Los países, cuando están en trance de morir, necesitan transfusiones. Algo que les devuelva el habla. En uno de los momentos más oscuros de su historia contemporánea, la Venezuela que creció leyendo a Cadenas, uno de sus más grandes poetas vivos, aspiraba alguna redención. Algo que la desalojara de la barbarie a la que ha sido confinada. Pero no fue así. Rara y bella contradicción, todavía más cuando el poema más conocido de Cadenas lleva por título Derrota. Escrito en 1963, aquel fue el retrato de su generación: la de los años 50 y 60 en Venezuela, ésa que creyó en la lucha armada como territorio propicio para la utopía. La misma que ahora contempla aquellos deseos como un esperpento. Una pesadilla resucitada en la Revolución Bolivariana que gobierna el país desde hace casi veinte años.
«Yo que no he tenido nunca un oficio / que ante todo competidor me he sentido débil (…) que todo el día tapo mi rebelión/ que no me he ido a las guerrillas/ que no he hecho nada por mi pueblo / que no soy de las FALN y me desespero por todas estas cosas (…)”, decían aquellos versos. A Cadenas ya no le gusta ese poema, ni siquiera le parece lo suficientemente bueno. «Tiene su propia vida, se ha vuelto independiente. Ya yo no tengo nada que ver con él. No corresponde a lo que pienso hoy», dijo en una entrevista que se publicará en Zenda esta semana. Derrota, ya ven… La obra de Rafael Cadenas se sostiene sobre el mecanismo de la poesía que reflexiona al mismo tiempo que se escribe. Hoy, su silencio y lentitud ponen las piedras de una casa desmantelada, la de un país sin instituciones –políticas, culturales, ciudadanas- capaces de defender esa obra. Un país en el que todo gesto individual parece un naufragio. Nos ahogamos muchos en esa constatación el pasado jueves, el día del fallo del Cervantes. Somos esa isla. Somos toda esta sal junta. Y aunque nos la metamos en la boca, a puñados, como la Emma Bovary de Flaubert, no moriremos. Tampoco dejaremos de tener sed. Nacimos en la intemperie.
Algo parecido, por otros senderos, le ocurrió a la escritora uruguaya Ida Vitale (Montevideo, 1923). Poeta, ensayista y traductora, Ida Vitale formó parte de la llamada generación del 45, grupo literario de espíritu rupturista e innovador al que pertenecieron, entre otros autores, Mario Benedetti, Idea Vilariño o el crítico Ángel Rama. Vitale lleva a cuesta una larga experiencia que ha hecho parte de su lenguaje poético. Fue discípula de José Bergamín —ínsula, sal, otra vez—, conoció a Juan Ramón Jiménez y se empapó con gran parte de la intelectualidad latinoamericana. Una mujer acostumbrada al hatillo espiritual, al desalojo. El golpe de Estado del año 1973 en Uruguay y la implantación de una dictadura en ese país, obligaron a la poeta, como a Cadenas en su juventud, a exilarse (Cadenas, por cierto, es hoy un apartado en su propio país). Ida Vitale vivió durante una década en México, donde entró en contacto con Octavio Paz y formó parte de la prestigiosa revista Vuelta, foro de debate intelectual en el México de la década de finales de los años setenta, ochenta y noventa . En 1985, la escritora regresó a Uruguay pero cuatro años después se mudó a Austin, Texas, donde vive actualmente.
Los versos de Ida Vitale, ajenos a cualquier sentimentalismo o esteticismo retórico, están presididos por la inteligencia y la metáfora iluminadora, por la precisión y la esencialidad. De haberlo ganado, la uruguaya se habría impuesto en un premio dominado por hombres. Creado en el año 1975 para reconocer la obra de un autor en español, el Cervantes ha reconocido a 36 hombres y apenas 4 mujeres. La primera en recibirlo fue María Zambrano, en 1988; le siguió la cubana Dulce María Loynaz, en 1992; Ana María Matute, en 2010 y Elena Poniatowska, en 2013. Desde entonces, nada más.
Así como Las plegarias atendidas de Truman Capote rumiaban venganza, estos… los premios no concedidos, llevan la levadura amarga del pan endurecido. Algo que comeremos tras mojarlo en el océano que forman nuestras soledades. El caldo de los que no llegan a tiempo al suyo. Eso que se atraganta en las versiones de una noticia no dada o del resbalón por los peldaños de una escalera. No ganó el Cervantes Rafael Cadenas, tampoco Vitale. Lo hizo Sergio Ramírez. Enhorabuena al nicaragüense. Por nosotros, este brindis de agua salada que empuja al barbitúrico de turno.
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