Catedrático de Filología Románica de la Universidad Complutense de Madrid, coordinador académico del Centro de Estudios Cervantinos (desde el año 1999 hasta 2014) y vicedecano de Biblioteca, Cultura y Relaciones Institucionales de la Facultad de Filología de la UCM, José Manuel Lucía Megías dirige la plataforma literaria Escritores complutenses 2.01 y la Semana complutense de las Letras de la Universidad Complutense de Madrid (desde el año 2010). Ha trabajado sobre la iconografía quijotesca siendo director del proyecto del Banco de Imágenes del Quijote. En el año 2016 ingresó en la Orden Civil de Alfonso X El Sabio con la categoría de Encomienda por su labor de difusión de la vida y la obra cervantina. Acaba de cerrar una magnífica biografía sobre Miguel de Cervantes a modo de trilogía, cuidadosamente editada e ilustrada por la editorial EDAF. En el año de Pérez Galdós que comienza, hablamos del Cervantes eterno.
“Lo que hay que hacer con los clásicos es reírse, pegarse, asombrarse, dialogar, pero, sobre todo transmitir el placer que supone leerlos”
—¿Le habría molestado a don Benito que comenzásemos “su año” hablando de Cervantes?
—¡En absoluto! De hecho, sin Cervantes, posiblemente Galdós no hubiese sido el que fue.
—¿Se puede conocer a alguien que vivió hace 400 años?
—Bueno, ese es precisamente el gran reto. Realmente no es posible conocerlo en su cotidianidad, pero de alguna manera uno puede acercarse a los lugares, los libros, los objetos, los paisajes que fueron testigos de su huella. Como biógrafo o historiador estudias, observas y recreas todo eso sabiendo que al final se está haciendo ficción, pero bueno. Toda ficción (la actual y la del pasado) es necesaria para la vida. Ahora bien, una cosa es el trabajo del novelista, que se puede permitir una ficción total, y otro el que hacemos los científicos, que, sabiendo que vamos a hacer ficción, porque no tenemos todas las claves de la verdad, sin embargo tenemos la voluntad de acercarnos lo más posible a ella.
—¿Qué te sedujo de Cervantes?
—Primero el Quijote, como a todos. Y luego, de pronto, me sedujo ese Cervantes atrapado en la sombra del Quijote que, a medida que lo leía con detenimiento en toda su producción literaria, se me iba presentando como un escritor gigante, múltiple, complejo y paradójico. El hecho de dedicar todos estos años de mi vida no a la obra cervantina, sino a su persona, ha sido precisamente por esa obsesión de intentar perfilar al Miguel de Cervantes lector; su vida riquísima en paralelo con su obra.
—¿Hay en España más cervantistas o más quijotistas?
—Pues esa es una buena pregunta. Lo que abunda, para bien o para mal, son los quijotistas. Pero realmente hay una escuela de cervantistas maravillosa en España ya desde el siglo XIX, donde la mirada es cada vez más abierta. Afortunadamente, en todos estos años hemos pasado de ese cervantismo que analizaba al pobre Cervantes como si fuese una isla a llegar hoy a construir a Cervantes como un hombre de su tiempo, que no se puede entender si no le situamos en su época, en su género, su estilo, sus referentes y sus lecturas.
—Lo bueno ya lo sabemos, pero ¿qué hay de malo en todo ese quijotismo o cervantismo desmedido que hemos tenido desde el siglo XVIII?
—Pues seguramente los extremos, desde aquellos que terminan ensalzando a Cervantes como si fuera el autor perfecto que nunca jamás puso una mala coma a los que desprecian a Cervantes sin haberlo leído bien, como sucede, por ejemplo, con el Cervantes dramaturgo. A mí me duele muchísimo cuando estudiosos del Siglo de Oro despachan a Cervantes con la frase “no es Lope de Vega”. Por supuesto que no; precisamente por eso hay que estudiarlo y valorarlo en ese contexto.
—Pero esa espinita te la has quitado en el segundo tomo de la trilogía, “La madurez de Cervantes”, dedicado a la faceta de dramaturgo de don Miguel.
—Claro. Porque para él el teatro era, como para tantos autores del Siglo de Oro, algo muy importante. El teatro era negocio e industria, y Cervantes estuvo metido en ese mundo y además triunfando, llegando incluso a aupar a autores como Lope y otros, y bueno, en las leyes no escritas del éxito literario, a él le tocó no estar en la primera línea. Pero qué duda cabe de que, en ese sentido, las líneas han ido cambiando con el tiempo.
—Y hablando de cambios, ¿cómo es tu visión de Cervantes, ahora que acabas de cerrar la trilogía de su vida?
—Diferente, por supuesto. Para mí la trilogía ha sido una especie de revelación; empecé haciendo la biografía de un escritor que me apasionaba, y después de casi diez años de trabajo me he encontrado con un hombre que se va construyendo a sí mismo, para quien la escritura era solo un elemento más de esa construcción. He descubierto a un joven Miguel apasionado y aventurero, a un hombre lúcido en la madurez y, sobre todo, a un Cervantes en la plenitud capaz de tener una vida exclusivamente en papel cuando ya la propia vida le obligaba a poner el pie en el estribo.
—Ese Cervantes unitario que tradicionalmente nos habían contado, tú lo desmiembras, en tu trilogía, en tres etapas.
—Si. Yo quería destruir “el pecado original” tradicional del cervantismo, que era explicar a Cervantes desde la atalaya del Quijote. Parecía que toda biografía de Miguel de Cervantes tenía que ser un nudo de caminos que convergieran al final en el Quijote. En la trilogía me propuse todo lo contrario: hacer una biografía en proceso, más o menos como se vive la vida: paso a paso, sin saber lo que va a pasar dentro de diez años o de diez páginas.
—¿Qué se está haciendo mal en la trasmisión de Cervantes a los jóvenes?
—Lo mismo que se está haciendo con todos los clásicos: ponerlos en un pedestal, hablar de ellos con voz engolada y con eco, como si fuésemos a revelar una verdad absoluta. No nos damos cuenta de que les hacemos un flaco favor a los jóvenes lectores que se enfrentan a los clásicos en las escuelas, porque precisamente su “primera vez” debe ser todo lo contrario. Lo que hay que hacer con los clásicos es reírse, pegarse, asombrarse, dialogar, pero sobre todo transmitir el placer y el disfrute que supone leerlos. Los clásicos han de ser una experiencia de vida, no una imposición académica.
—Hay libros que el paso del tiempo modifica y aleja del lector, y ya nunca más serán lo que eran. ¿Crees que eso pueda ocurrirles en un futuro no demasiado lejano a los clásicos?
—Bueno, la definición de “clásico” precisamente es aquel que es capaz de pasar por encima del tiempo. Pero aun así, ¿qué nos sucede con el Quijote? Pues que ya no lo podemos leer como hace 400 años, desde luego. Sin embargo, uno se da cuenta de que ese libro, como tantas otras obras clásicas, es capaz de incorporar nuevos elementos que no tenían en su origen, para seguir dando respuestas a los lectores de cada momento. Y ahí entramos nosotros, los mediadores, profesores, historiadores, científicos, que hemos de actuar de “puente”. Lo que ocurre es que a veces se trata de un puente magnífico que permite a grandes masas de personas entrar y conocer esa obra, y a veces solo somos capaces de construir puentes estrechitos, donde caben muy pocos. En el caso de España, los puentes han sido tradicionalmente estrechos (risas). Pero eso está cambiando.
—Esa capacidad de renovación no se da en todos los clásicos.
—No, no se da, es cierto. Porque hay obras tan apegadas a los gustos de su propia época que no llegan a traspasarla, y entonces nos vemos obligados a enfocar su estudio como se estudia la arqueología: quitándole el polvo e interpretándola. A nadie se le ocurriría (hasta ahora) cambiar una estatua griega para adaptarla a los gustos del presente. Era así, y así hemos de contemplarla. Y lo mismo ocurre con las obras literarias del pasado.
—Quiere decir que sin los mediadores hay obras que se perderían para siempre.
—Por supuesto, y con ellas parte de lo que fuimos. Los mediadores tenemos que recuperar esa labor social perdida o diluida en todos estos años de labor científica. Esta última nos da el conocimiento de base, claro, pero debemos poder divulgar sin prejuicios y además en un lenguaje adecuado (literario, cinematográfico o el que sea), para que los clásicos vuelvan a estar presentes en la sociedad.
—¿Qué tiene Cervantes, que explica todos los presentes?
—La primera razón es que su obra es universal; es decir, en cualquier parte del mundo uno dice “Cervantes” o “Quijote” y sabe que se va a producir una comunicación. En Argentina o Corea, en un momento dado yo hablo del Quijote, y no tengo que explicar qué es. No ocurre lo mismo con Calderón o Quevedo, por ejemplo, para los que previamente necesitas unas claves con las que poder empezar a dialogar. La segunda razón, consecuencia de la primera, es que Cervantes trata temas universales que se pueden reinterpretar en cada época. Por ejemplo, el tema de la libertad, muy presente en el Quijote, o el de la voluntad. Hemos de recordar que Don Quijote lo es porque decide consciente y voluntariamente serlo.
—“Yo sé quién soy”.
—Efectivamente. No se trata de un sueño ni una pesadilla. Hay una voluntad en él de querer ser diferente para mejorar la vida a los demás. Y esa es una lección universal, práctica y eterna que uno puede trabajar con los niños en educación, o usarla como elemento moral antes los agentes políticos en cualquier parte del mundo.
—¿Por qué hay que leer a Cervantes?
—Porque a uno lo transforma. Y en ese proceso juega un papel fundamental el esfuerzo. Leer hoy a Cervantes cuesta, pero tiene que ser así. Cuando uno pone una parte importante de sí mismo para entender una lectura, termina transformado por ella. Pero ojo. Yo no leo la Odisea en griego antiguo, la leo en una traducción, la mejor que pueda encontrar y que me ayude a conectar con ella. Lo mismo pienso de los clásicos de nuestra lengua. Si en un momento dado alguien se ve incapaz de atravesar la barrera de la lengua de hace 400 años, que eso no le detenga. Hay magníficas adaptaciones del Quijote como la de Andrés Trapiello, por poner un ejemplo. Lo importante es hacer que la lectura sea una experiencia enriquecedora.
—¿Y por qué no se lee hoy en día a Cervantes?
—Ni a él ni a los clásicos. Creo que es porque están tan citados, tan manoseados, que aburren. En la escuela no somos capaces de hacerlos accesibles, y la enseñanza de la literatura sigue siendo anacrónicamente enciclopédica. No se enseña el placer de la lectura, de leer como elemento propio y que los chicos digan “a mí me gusta leer” como el que dice “a mi me gusta ir al cine”. Ni en el ocio ni en la vida hemos podido enseñarles a nuestros jóvenes ese amor por la lectura. Ni por la ciencia, ni por las matemáticas…
—¿Cómo se consigue transmitir el amor por la literatura?
—Teniendo profesores apasionados. Al final, los conocimientos vienen a partir de los sentimientos. Para ello tendríamos que darle la vuelta al sistema educativo para que el profesor volviese a estar colocado en el centro, en el corazón de la enseñanza, que hoy lo ocupa la burocracia.
—¿Qué hay de mito y qué hay de hombre en Cervantes?
—Lo que hay sobre todo es un personaje. En el fondo todos queremos ser personajes de nosotros mismos, proyectando una determinada imagen o vistiendo de una manera determinada. La gente que consigue perdurar sufre la metamorfosis del tiempo, y al final la imagen del personaje se transforma inevitablemente en estereotipo, y este en mito. Cervantes fue muchos Cervantes, y eso es lo que yo he querido retratar en la trilogía, disolviendo la luz de lo excepcional en los matices de su faceta más humana.
—¿Tu afán por la divulgación te ha acarreado algún problema en el mundo académico, donde lo cervantino es algo que no se puede tocar?
—No, al fin y al cabo son mis compañeros. Pero debo decir que la idea de una trilogía biográfica de Cervantes con imágenes no ha gustado a todo el mundo. Es como si un libro con imágenes no fuese serio y rompiera el discurso sesudo obligatorio en estos casos. Pero debo decir que algunos de los reticentes, al leer la obra, me han escrito con entusiasmo. Además, en este sentido, la editorial EDAF ha hecho un magnífico trabajo de edición, pues las imágenes no ilustran, sino que acompañan el texto. Se trataba de incluir fotografías, documentos, recreaciones históricas, cuadros, que de alguna manera iluminan la narración y aclararan los datos aportados.
—¿Qué ha pasado con ese espíritu juguetón y lúdico de los cervantistas del siglo XIX? Me estoy acordando del Doctor Thebussen, por ejemplo, que puso de moda el Quijote engañando al lector.
—Bueno. Estamos recuperando ese espíritu poco a poco. Es verdad que en el siglo XX hemos vivido momentos muy oscuros. Los académicos y catedráticos encargados de enseñar la literatura formados en el franquismo se están jubilando ahora. Si nos comparamos con el sistema francés, o inglés, donde esos maravillosos catedráticos llevan cincuenta años haciendo divulgación, nos damos cuenta de que aquí, si emprendes cualquier tema divulgativo es como si te rebajaras. Y eso es un gran error. La divulgación, con una buena base de conocimiento que la sostenga, es una gran ciencia.
—¿Qué te gustaría preguntarle a Cervantes?
—He compartido tantas cosas con él que lo siento casi como un amigo íntimo. Más que preguntar, me hubiera gustado ser ese camarada con el que Miguel quisiera pasear alguna vez tranquilamente a la caída de la tarde madrileña; el compañero que escucha en silencio, mientras intenta acompasar el ritmo de sus pasos junto a un hombre admirable.
—Es que Cervantes cae bien. Es el hombre con el que te irías de cañas.
—Completamente de acuerdo. Y no ocurre eso con todos. Por ejemplo, Lope es una de esas personas a la que aguantas quince minutos; es ingeniosísimo, pero esa necesidad constante de demostrarlo y de tener un público para hacerlo me parece agotadora. Sin embargo, el hombre capaz de construir los diálogos del Quijote tuvo que ser, sin lugar a dudas, un hombre que sabía escuchar. Si te fijas, lo que engrandece y termina transformando a Sancho y Don Quijote en sus diálogos no es lo que dicen, sino la capacidad sincera de escucharse el uno al otro.
—Para terminar, ¿qué biografía de Cervantes recomendarías a un joven lector?
—Sin duda la de Jean Canavaggio. Es literaria, rigurosa y, sobre todo, divertidísima y jugosa, que llega al lector por el propio gusto de la escritura. Esto es un elemento que también nos falta en la Academia: el esfuerzo por construir una obra literaria. En mi caso, he intentado hacerlo en la trilogía cervantina. Espero haberlo conseguido.
Magnífica entrevista y respuestas brillantes y cercanas. Coincido plenamente en la visión cervantista de JM Lucía Megías.